Están caminando por la playa con un perro prestado. El de Agustina, claro. Hoy no tienen un palo para jugarle, y Suncho corre un trecho adelante, un trecho atrás, según en qué parte de la playa haya gaviotas para espantar, que es a lo único que puede jugar solo.
Sofía podría haber buscado un palo, pero no tiene ganas. Lo que sí tiene es una angustia sin saliva, de garganta cerrada, de dos días que no duerme. Hace casi una semana que Lucas no sonríe. La última vez que sonrió fue cuando le dijo esa pavada sobre una película clásica cuyo nombre ahora no recuerda. Sí se acuerda que fue el domingo a la noche. Ese domingo a la noche horrible de ese fin de semana horrible que pasaron. Lucas se había disculpado. Había hablado de que era su primer fin de semana sin Fabiana. Y que después iba a estar mejor.
Bueno. No es así. No cumplió. Está peor. Cada vez más triste. Cada vez más opaco. De esas cosas Sofía entiende. De gente que se opaca hasta hacerse invisible. Llegaron ayer tarde, porque el auto tuvo un problema con la caja de cambios, a la altura de Dolores. En un momento pareció que podían seguir, en otro momento pareció que se tenían que volver. Finalmente se pudo arreglar el desperfecto y siguieron, pero se les hizo tardísimo.
Lucas llegó tan cansado que le pidió a Sofía que les avisara a las vecinas que habían llegado, pero que prefería irse a dormir.
—¿No vas a comer algo? —le preguntó Sofía.
—No tengo ganas. Prefiero acostarme, así mañana temprano vemos lo del papel.
Y se fue. Y la dejó en el palier del sexto piso, delante de la puerta de Agustina. Siguió con el ascensor al séptimo. Ni siquiera se aseguró de que Agustina estuviese en su casa. ¿Y si no estaba? ¿No le preocupaba que Sofía se quedara ahí, en el pasillo de ese edificio casi desierto? ¿Desde cuándo era capaz de desentenderse así de lo que pasara con ella?
Al final, lo del puto certificado termina siendo lo de menos. Ya le pasó muchas veces, desde que era chica. Eso de preocuparse por algo, elegir algo como “el problema” que una tiene, suponiendo que si eso se soluciona todo lo demás es fácil, sencillo, llevadero. Y después resulta que no. O porque “el problema” no se soluciona, o porque “el problema” se soluciona pero resulta que los “otros” problemas no se arreglan y terminan demostrando ser mucho más importantes que “el problema”.
Se pasó la noche despierta. Pensando. Entendiendo. Enganchando unas cosas con las otras. Y ahora sabe que las cosas van a terminar mal. Siempre terminan mal. Con ella, por lo menos, siempre terminan así. Apenas fueron las siete se levantó y le dijo a Agustina que se llevaba a Suncho a dar una vuelta. Agustina se sorprendió un poco de verla despierta tan temprano. Pero no le preguntó nada.
En lugar de salir del edificio, Sofía primero subió un piso y tocó el timbre en la que fue su casa. Lucas estaba vestido y con cara de no haber dormido.
—Vamos a dar una vuelta con Suncho —propuso Sofía.
Él le hizo caso. Por eso ahora están caminando por la playa. Y siguen sin hablar. No importa. Tarde o temprano va a tener que decir lo que tiene para decir. Que Sofía ya sabe lo que es. Pero prefiere que se lo diga acá. En la playa, y no en ese departamento de mierda que está lleno de recuerdos tristes. Se ve que le cuesta. ¿Todos los hombres son así, o únicamente este? Arrancaron en el paseo 102, y ya están a la altura del 115. Y no abre la boca.
—Papá —empieza Sofía.
—¿Qué?
—Me parece que tenemos que hablar.
—¿Hablar de qué?
—De lo que te tiene hace una semana sin decir una palabra.
Sofía siente un miedo repentino. Un miedo que la esperaba en el silencio, y que ahora se suelta. Un miedo tonto. No, tonto no. Un miedo inútil. Un miedo que no sirve, porque no puede cambiar ninguna cosa.
Lucas no le dice “No es nada”. Ni le dice “Nada que ver, son ideas tuyas”. Se queda callado, y Sofía confirma que tiene razón. Mejor que empiece, porque tiene ganas de salir corriendo, o de pegarle, o de gritarle. Mejor que empiece de una vez por todas.
—Tenés razón, Sofía. Hay algo que tenemos que hablar.
Lucas se frena y mira alrededor, como eligiendo dónde detenerse. Termina sentándose en un sitio igual a cualquier otro. Sofía también se sienta en la arena. Pero a cierta distancia.
Todas estas noches estuvo imaginando lo que su papá va a decirle. Cada noche con más precisión que la anterior. Ahora puede anticiparse a lo que va a escuchar. No quiere, pero puede. O sí, a lo mejor quiere. A lo mejor le duele menos. Siempre prefiere saber las cosas. Le parece que si una sabe las cosas es mejor: al menos una se ordena. Se organiza para sufrir.
Primero le va a decir que está destruido. Ya lo sabe. Ya lo ve. Segundo, le dirá que cuando hablaron con Fabiana de separarse no había pensado que fuera tan difícil. Tercero, le dirá que quiere intentar recuperarla, entenderse, solucionar los problemas que hay entre ellos. Cuarto —y acá es donde se le empezará a complicar—, va a decirle que aunque Sofía no tiene la culpa de nada, es verdad que su presencia es una fuente de conflicto con su mujer. A esta altura va a deshacerse en disculpas, dirá que no se sienta responsable, que la culpa es de él, o de ellos, pero que su presencia es verdad que ha complicado un panorama que ya venía complicado y bla, bla, bla.
Y después Sofía va a dejar de escucharlo. Que diga lo que quiera. Claro que hay un punto importante en esa parte final del discurso que se viene. Y es qué carajo piensa hacer con ella. Opción A: siguen todos juntos, como una familia feliz, mientras Fabiana y él solucionan sus dificultades. Esa no tiene sentido, porque si una de las cosas que los llevaron a pelear fue la existencia de Sofía, lo lógico es que desaparezca o por lo menos se aleje. Y eso lleva a opción B: buscan una solución distinta, como por ejemplo que Sofía se vuelva a Gesell con Agustina, o con Graciela, y qué mejor que hablarlo ahora que están acá, para que lo puedan charlar tranquilos con ellas y encontrar el mejor modo de hacerlo.
Lucas tiene la misma cara de esa vez que volvían por la ruta y Fabiana se calentó. Esa cara de angustia de “necesito ya mismo arreglarme con esta mina”. Y Sofía es un obstáculo. No importa lo que haya dicho antes. No importa toda esa pavada de la distancia creciente entre ellos dos. Pavadas. Humo. Puro humo. La verdad es que Lucas tiene miedo. Y está arrepentido. Y la necesita. Y está desesperado por volver a su vida cómoda de perrito faldero. De perrito apaleado. Ni siquiera es como Suncho, un perro medio salvaje que se mete en el mar y persigue gaviotas. No. Es un perrito de esos que ladran sin parar pero son unos cobardes, y se mean de miedo.
Sofía levanta un puñado de arena con la mano izquierda. No se derrumba porque está húmeda. Ayer a la tarde llovió. Con la mano derecha le da golpecitos y ahí sí, se van cayendo los pedazos. Cuando termina vuelve a empezar. Lucas sigue callado. Otro bloque de arena sobre la palma de la mano. Un golpe, un derrumbe. Otro golpe, otro derrumbe. Se parece al año que acaba de vivir. Sin querer, sonríe. Están a fines de noviembre y parece que el año se termina, nomás. No solo tercero del secundario. También el experimento de conocer a su papá.
—Tengo algo importante que decirte, Sofía —pausa. Larga pausa. Cómo le cuesta hablar—. Y no creo que lo que tengo que decirte te vaya a gustar.