Mañana será otro día

En algún sentido, la vida se parece a este viaje que están haciendo con su papá por la ruta. Durante un largo rato no pasa nada. Campo, campo, más campo. Todo igual. Todo nada. Y de repente esa cosa toda igual se interrumpe con un montón de cambios veloces. Autos que pasan a mil, un camión que te cruza y parece que se te viene encima, un cartel gigante y oxidado. Y después, de nuevo nada. Un rato largo de nada.

Bueno, la vida de Sofía este año es un poco así. Lo de su vieja, viajar para conocer a su papá, casa nueva, escuela nueva, todo nuevo. Después nada, todo tranquilo. Y ahora, otra vez un caos por todos lados.

Estos días fueron raros, en la casa de Lucas. ¿O debería pensar “de Lucas y Fabiana”? ¿O debería incluirse, con papá y con Fabiana? ¿O con papá y sin Fabiana? No sabe cómo decirlo porque no sabe cómo pensarlo.

En un sentido se pareció a cuando vivía con su mamá. Pero no lo dijo. Más de una vez le había tocado, cuando vivía con ella, ocuparse de las compras, de la cocina, de hacer las camas. Esos días turbios (días que se hacían semanas, semanas que se hacían meses) en los que Laura se la pasaba metida en su pieza o como mucho en el sillón del living, mirando la tele o la pared, de espaldas al mar.

Estos días, muchas veces, a su papá lo vio igual de perdido. Desorientado. Por suerte duró mucho menos que las depresiones de su vieja. Fueron tres, cuatro días. Hasta el domingo a la noche, según cree recordar.

Los peores días, de entre esos días, fueron el sábado y el domingo. Primero, un cumpleaños de quince en el que se peleó con Carla por una estupidez, pero hasta que hablaron y se arreglaron Sofía se hizo una mala sangre increíble. Segundo —en el mismo cumpleaños—, que el idiota de Gastón parece no darse cuenta de que Sofía es, no digamos una chica, ni siquiera un ser vivo. Para rematarla, el domingo fue un domingo de lluvia de esas de no parar. Y a la nochecita a Sofía le entró una angustia que no sabía dónde ponerla. Y su papá seguía con cara de fantasma.

Igual, y aunque ella andaba triste, no se desentendió de lo que le pasaba. Ni lo dejó en banda. Le ofreció ir al cine. Le ofreció hacer algo de cenar. Le ofreció mirar juntos algo en la tele. Y recién cuando se hartó de sus sonrisitas de “no, gracias” ella se terminó encerrando en su dormitorio, preguntándose si ahora su vida iba a ser esta porquería.

Tarde, bien tarde, Lucas golpeó la puerta y entró. Le pidió que lo disculpara. Que era su primer fin de semana de separado. Que ya aprendería. Que le tuviera un poco de paciencia.

—Como dice Scarlet O’Hara, mañana será otro día.

—¿Quién?

—La protagonista de Lo que el viento se llevó. Una película superfamosa.

—¿Y la mina dice eso?

Lucas se rascó la barba.

—No estoy seguro, porque nunca la vi. Pero creo que en algún lado leí que lo dice.

Sofía lo miró un segundo y se rió.

—Vos, en la vida, todo lo “leés”. Y si no lo leés, no existe.

—Vení, chica empírica. Vamos a pedir algo para cenar.

—¿Por qué “chica empírica”?

La miró con esa carita sobradora que pone cuando la agarra en algo que no sabe, y él sí sabe.

—Nada. Sos muy chiquita. Te espero en la cocina.

El lunes Lucas escribió una nota en el cuaderno de comunicados para la directora, avisándole que el jueves, sin falta, viajaban a Villa Gesell para “completar los trámites administrativos necesarios para la correcta inscripción de Sofía como alumna regular”. Que le agradecía la paciencia que les había tenido, y que a la brevedad se comprometían a solucionar aquellas dificultades. Por suerte la vieja se dio por contenta con eso, porque en toda la semana no la molestó para nada.

Y es por esa causa que ahora estan acá, en la ruta, otra vez rumbo a Villa Gesell, por segunda vez en unos meses. Pero esta vez Lucas, le parece a Sofía, va decidido a conseguir el certificado. Ayer ella habló con Agustina, y le contó cómo venía la mano, pero su vecina le dijo que no sabe cómo ayudarla. Y Sofía está tan perdida que ni tampoco sabe qué ayuda pedir.