Fabiana se fue ayer a la nochecita. En las películas el que se va suele ser el hombre. Y la mujer es la que se queda. ¿Será siempre así, o solo en las películas? En este caso fue distinto. Ayer fue miércoles, y Fabiana no fue a trabajar. Se levantó temprano, pero no tanto como Lucas, que se había ido más temprano todavía. Se lo había avisado a Sofía la tarde anterior. Que se iba por todo el día. Que se arreglara en colectivo para la escuela. Que si tenía plata cargada en la SUBE. Que Fabiana se iba a quedar preparando su mudanza. Una parte, aclaró Lucas, de su mudanza.
Y fue cierto. Fabiana la saludó cuando se levantó para ir al colegio. No dijo nada. Sofía no sabía si tenía que ser ella la que dijera algo. Igual se quedó callada. La miró mientras Fabiana lavaba su taza. Tuvo tiempo, porque ella no la miraba. No lloraba. Ni había llorado. Ni la nariz roja ni los párpados hinchados. Enseguida se encerró en el dormitorio. Desde afuera Sofía la escuchaba abrir y cerrar cajones, sacar perchas, mover las puertas corredizas del placard enorme. Cuando volvió de la escuela ya era tarde, porque se quedaron con las chicas estudiando Lengua después de la clase de Educación Física. En el living, a un costado de la puerta, estaban apoyadas cuatro valijas y dos cajas grandes, con libros y paquetes chicos. Mientras Sofía se preparaba la merienda sonó el portero. Iba a atender pero apareció Fabiana desde el dormitorio y le hizo señas de que ella se ocupaba. Se escuchó la voz de una mujer.
—Ya bajo —dijo Fabiana.
Fue hasta el pasillo y llamó el ascensor. Sofía se acercó a la puerta para ofrecerle ayuda.
—Dejá, no es gran cosa. Más adelante habrá que ver qué hacemos con el resto.
Hizo varios viajes entre el ascensor y la puerta del departamento. En el último levantó las dos valijas que quedaban y le dio un beso en la mejilla.
—Chau, Sofía —dijo.
Y se fue. Ya estaba sonando desde hacía rato la chicharra que tiene el ascensor, justamente para que la gente no deje la puerta abierta.
—Alarma de mierda… —la escuchó murmurar. Sofía se quedó pensando si no era la primera vez que la oía decir una mala palabra.
Y se fue.
Sofía cerró la puerta. Se sentó en el living. Como en el juego de las siete diferencias, se puso a mirar alrededor, para darse cuenta de cuáles eran las cosas que faltaban. Unos pocos libros de su trabajo. Un cuadro chiquito de Miró, que a Sofía mucho no le gustaba. Algunas fotos.
Lucas llegó como a las diez de la noche. Sofía salió de su pieza a recibirlo. Le dio un beso rápido y fue hasta su dormitorio. Lo dejó. Esperó un rato. Como no volvía, no hacía ruido, nada, se acercó hasta la puerta, que había quedado entornada. Estaba sentado en su cama, mirando el placard abierto y medio vacío. Seguro que ahí sí las diferencias eran más de siete.