El traje del rey

Apenas salen de la escuela Sofía advierte que llueve, pero Lucas no hace el menor amague de detenerse. Camina dos, tres pasos delante de ella, que lo sigue. Durante toda la reunión con la directora no la miró ni una vez. Bueno, la miró al entrar. Las miró a las dos. Cuando la vieja los hizo sentar se encaró con la mujer y no volvió a dirigirle a Sofía ni el menor vistazo.

—¿El auto dónde lo dejaste? —le pregunta ella, porque ve que ya llegaron a la esquina y ni noticias.

—Vine en colectivo. Nos vamos en colectivo.

La buena noticia es que al menos escucha su voz. No se volvió sordo de repente. La mala es que el pelo le va a quedar como una carpa de circo. Trata de taparse con la mochila. Imposible. Pesa una tonelada y se le cansan los brazos. Maldita costumbre de traer todos los libros, la carpeta, el diccionario. Neurótica incurable.

—¿Y por qué no viniste con el auto?

Pregunta inocente en tono inocente. En una de esas, por ese lado, él se apacigua y vuelve a dirigirle la palabra.

—El auto lo tiene Fabiana. Días pares ella. Días impares yo.

Lo dice como quien enumera los artículos de un reglamento. Algo se perdió Sofía en estos días. Se ve que el ambiente de torta que se percibe en la cena tiene que ver con estas nuevas reglas. De repente el pelo deja de importarle. Le importa mucho más ser la guacha que está metiendo a su papá en un quilombo con su mujer. Le pesa.

La parada del colectivo tiene un techito, por lo menos. Sofía mira a su papá. Tiene los jeans empapados de las rodillas hacia abajo. Alza la vista de sus piernas a su cara y ve que ahora sí la está mirando, sin demasiada simpatía. Sin ninguna. O con ninguna, mejor dicho.

—Perdoname —murmura ella.

Su papá levanta las manos, tensas, como para ayudarse a hablar, pero las baja otra vez. Menea la cabeza.

—Prefiero que me digas lo que pensás —vuelve a hablar Sofía. ¿Lo prefiere en serio? Cree que sí.

—No sé, Sofía. No sé qué decirte. ¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Bastante ya, no?

—Casi un año.

En realidad no es cierto. Desde febrero a noviembre son nueve meses. Pero Sofía cuenta el tiempo de las cosas como años de la escuela. No lo puede evitar. ¿Le va a pasar siempre, o cuando termine de estudiar contará los años de enero a diciembre? Y algo más importante: ¿son los nervios los que la obligan a distraerse con estupideces como esta cuando está hablando, o discutiendo, o peleando por cosas importantes?

—Casi un año. Perfecto —se ve que a Lucas no le interesa demorarse en esas precisiones del calendario—. Yo creo que le estoy poniendo la mejor disposición, la mejor… onda.

Sofía casi se ríe, pero se controla a tiempo, porque no es de alegría, sino de nervios. Sucede que su papá, de vez en cuando, al hablar con ella, intenta usar palabras de este siglo. Sofía no está segura de si lo hace para cerciorarse de que lo entienda o para sentirse más joven. Pero siempre duda, hace una pausa antes de hablar. Le pasa con “onda” y le pasa con otro montón de palabras.

—Pero a veces… no sé Sofía, tirame un centro. No te pido mucho, pero tirame un centro. Estoy tapado de quilombos. No doy abasto y de repente me llaman de la escuela para decirme que tuviste un brote de locura en el aula, y…

—¿Brote de locura? ¿Cómo brote de locura? ¡Tranqui, que yo no soy ninguna loca, eh! Le frené el carro nomás a la pelotuda de Salud y Adolescencia.

—Le frenaste el carro, claro. Insultarla y decirle fracasada e ignorante es frenarle el carro.

—No la insulté. Habré dicho alguna mala palabra, pero no la insulté.

—Eso no es lo que dice la directora.

—¿Y vos le vas a creer a esa yegua?

—¿Ahora tampoco estás insultando?

—¡Ahora sí, pero en ese momento no! ¡No entendés nada!

—¡Vos tampoco, Sofía!

Ella le da la espalda. No piensa seguir discutiendo, si se va a poner en actitud de idiota. Después de los gritos, lo único que se escucha es el repiqueteo de las gotas sobre el techo de chapas del refugio. El rumor que hacen las ruedas de los autos sobre el asfalto mojado. De repente está cansada. En un costado del refugio hay un banco para sentarse. Está empapado, y si se sienta va a mojarse toda. No le importa. Se sienta igual.

—Vos sabías, Sofía, que estamos con ese tema pendiente, de los papeles. Seguimos sin tener el certificado de defunción de tu mamá. Sabías que la directora me tiene podrido con eso. Sabías que te anotaron en la escuela medio de favor.

—Yo no te pedí venir a esta escuela.

—No me corras con eso, porque sabés perfectamente a qué me refiero. En este colegio estás bien. Entraste bien. Te entendés con tus compañeros. ¿No te parece bueno mantener este lugar? ¿O querés seguir metiendo cambios en tu vida? ¿No tuviste suficientes, este año?

Sofía lo mira y se cruza con los ojos de él, que hacen lo mismo. Mejor mira el piso. Los charcos. Punto para él, con eso de los cambios. Tiene razón. Por qué no se habrá callado. Después de todo, la idiota de Salud no va a cambiar de idea porque Sofía le explique el concepto de pulsión.

—Tenés razón. Perdón.

Listo. Ya se disculpó y le dio la razón. ¿Qué más quiere? Se ve que Lucas también está cansado y que tampoco le importa mojarse, porque se le sienta al lado.

—Las cosas con Fabiana andan como el demonio, Sofía.

De nuevo siente un escalofrío, y no es por la mojadura. Gira la cabeza para mirarlo. Lo ve nublado. No llores, estúpida.

—No te pongas así —dice, y la voz de su papá no suena a enojo.

Vuelve a mirar al frente. No va a secarse los ojos con la manga. Así se va a notar más que está empezando a llorar, y no quiere. Pestañea. Mala decisión. Dos lágrimas enormes le bajan por las mejillas. No se las seca. A lo mejor él piensa que es la lluvia.

—No es tu culpa, Sofía. Son cosas… no es tu culpa. Viene de lejos. De siempre, no sé. No me mires con esa cara.

—¿Con qué cara?

—Con cara de que no me creés. Con cara de que te estoy mintiendo para que no te preocupes.

Es bueno, este tipo, detectando caras.

—¿Me vas a decir que no tengo nada que ver? ¿Cuánto hace que estás con Fabiana?

—Una punta de años.

—Bueno, ¿y cuántos años son “una punta” de años? Estás con ella hace un montón de años. Yo llego en marzo y vos en noviembre te estás separando.

—Yo no dije que me estuviese separando.

—No me mientas. ¿Se dividen los días de auto y no se están separando?

Ahora es él el que mira los charcos. Punto para Sofía, aunque sea un punto que no quiere. Capaz que en otro momento sí. La otra noche, después del bardo de la coreo, era evidente que tenían una discusión supercomplicada. Y Sofía estaba ahí, y se le mezclaba todo lo que sentía. Pero ahora se siente culpable. No quiere destruirle la vida a nadie. No quiere que nadie le eche la culpa, después, si se arrepiente de lo que decida. Por qué no se habrá quedado en Gesell.

—No me mientas, papá. Quince años juntos y de repente…

—Diecisiete.

—Diecisiete. Con más razón. Diecisiete años juntos y ahora, de repente, se van a separar.

Lucas se rasca la barba.

—De repente no. Supongo que había un montón de cosas que fueron pasando. No es de repente. Estas cosas nunca pasan de repente.

—“Estas cosas.” ¿Qué son “estas cosas”?

—Buena pregunta. Esto de sentirte cada vez más lejos de alguien. Más extraño. Más que tu vida va para un lado y la del otro, para otro lado. Estos meses fueron terribles para mí, Sofía.

—¡Gracias! ¡Qué lindo!

—No lo digo por vos. O sí, pero escuchame en qué sentido lo digo.

Lucas se acomoda en el asiento del refugio. Mueve las manos, como si eso lo ayudase a acomodar las ideas que quiere decir.

—Vos viniste de la nada, caíste de repente y… fue como un espejo. Yo estaba… no estaba bien, pero estaba equilibrado.

—¿Y yo te desequilibré?

—¿Me dejás hablar? Bastante me cuesta decirte esto. Bastante me cuesta pensarlo, ordenarlo, como para que me interrumpas cada cinco palabras.

—Perdón.

—Yo estaba… quieto, Sofía. Eso. Quieto en un lugar. Desde hacía años. Tantos que perdí la cuenta. A lo mejor, quieto desde siempre. En una de esas, mi único movimiento fue escribir ese maldito libro y llenarme de plata.

—¿“Maldito libro” por llenarte de plata?

—Sí. En un sentido sí. Porque me quedé más quieto todavía. No sé por qué lo escribí. Nunca supe. Ahora pienso que fue como pegar un grito. Como desperezarme. ¿Viste cuando te desperezás, como un modo de despertarte? Bueno, algo así, pero sin despertarme. Como si lo bien que le fue al libro hubiera conseguido todo lo contrario. Yo estaba mal, estaba quieto, entonces escribí el libro. ¿Y después? Seguí mal. Seguí quieto. Y nada ha cambiado. O sí, pero recién ahora. Venís vos y me doy cuenta de que soy un boludo.

—Momentito, que yo no te dije nunca que fueras un boludo.

—Ya lo sé. Me lo digo yo. Me lo veo yo. Te convertiste… en un testigo, creo. Sí, es una buena imagen.

—¿Un testigo?

—Sí. A veces uno vive una vida idiota. En una de esas, hasta lo sabe. Sabe que es la vida de un idiota. Pero mientras no haya un testigo, alguien que lo vea, alguien que lo diga, puede pasar, puede seguir. Como en el cuento de “El traje del rey”, o algo así.

—¿Cómo es ese cuento? No lo conozco.

—No sé si me lo acuerdo bien. Es de Andersen, creo. Resulta que hay un rey, en un país. Vienen dos sastres, que en realidad son unos chantas, que quieren sacarle la guita. Y le dicen que son sastres mágicos, y que van a hacerle un traje mágico, que le va a permitir distinguir, entre los habitantes de su reino, a los inteligentes de los estúpidos.

—¿Por qué?

—Porque este traje mágico solo lo ven los inteligentes. Los tarados no lo pueden ver.

—Como un detector de boludos.

—Ah, qué imagen tan fina. Supongo que Andersen estaría de acuerdo.

—¡Pero si significa eso!

—Bueno, está bien. Un detector de boludos. El que ve el traje es inteligente. El que no lo ve es un tarado. Y el rey queda encantado con la idea y los contrata. Y estos sinvergüenzas le sacan un montón de guita a cuenta del traje. Y de vez en cuando le muestran los “avances” del traje, y se lo prueban.

—¿Pero no decís que el traje no existe?

—Pero como el rey no quiere pasar por idiota, no dice nada. Les sigue la corriente. Hace como que se lo prueba. Y los sastres se lo elogian, y el rey se hace el que lo ve, y está satisfecho. Y sigue poniendo guita. Y los nobles de la corte del rey hacen lo mismo. Y al final el rey sale de paseo por la ciudad, en su carruaje descubierto, para que toda la ciudad vea el traje maravilloso que le hicieron estos dos.

—¿Y la gente?

—Ahí está la cosa. Nadie ve el traje. Pero todos piensan que no lo ven de puro estúpidos. Y nadie quiere reconocer que no lo ve. Entonces todos aplauden y elogian el traje. Y nadie se atreve a aceptar que lo único que ve es al rey en calzoncillos. Hasta que un nene (al que le importa tres velines el asunto de ser estúpido o no) grita, en medio del desfile, “¡El rey está desnudo!”.

—¿Pero no estaba en calzoncillos?

—Es lo mismo, pavota. A lo que voy es a que el nene dice la verdad. Y basta que el nene lo diga para que todos se atrevan a reconocer que no lo ven. Los del pueblo, los de la corte, todos.

—¿Y el rey?

—Y el rey se quiere morir porque se da cuenta de que lo abrocharon, le sacaron la guita y lo hicieron quedar como un idiota delante de todo el mundo.

—¡Ja! Es como lo que decían los sastres pero al revés.

—¿Cómo “al revés”?

—Claro, tonto. En realidad el estúpido no era el que no veía el traje, sino el que lo veía.

—Tenés razón. Era al revés.

Lucas se echa hacia atrás y cruza las piernas. Sofía, en la pausa de silencio, mira las perneras empapadas de su pantalón.

—Bueno. A lo que voy, Sofía, es a que me hiciste sentir así. Desnudo. Hace años que vengo mintiéndome. Y aceptando mentiras. Que me gusta mi vida, que está bien así, que soy escritor.

—Pero sos escritor.

—Una novela, Sofía. Una novela en doce años.

—Dos novelas. Una fue un éxito y la otra puede ganar un montón de plata.

—No importa la plata.

—Porque te sobra.

—No. No me sobra. Y no estoy hablando de eso. Esas dos novelas las escribí casi juntas, te lo dije. Y después no escribí más. Y no tengo ganas de escribir más. Eso terminó.

—Pero sos bueno para eso.

—No sé si soy bueno. Pero no tengo ganas de ser escritor. Punto.

—¿Y qué tenés ganas de ser?

—No lo sé. Veremos. Por lo pronto, no quiero seguir paseándome en calzoncillos.

Se miran. Porque les causa gracia lo de los calzoncillos, o porque sí, sonríen. Se quedan callados un rato. Sofía, asombrada, se da cuenta de que se le pasó la angustia. A lo lejos ven venir el colectivo, que llega lanzando agua hacia las veredas, como una lancha.