Miedo

A veces a Sofía se le da por preguntarse dónde empiezan las cosas. Las cosas que les pasan a las personas. ¿Tienen un principio, o vienen tan mezcladas con otras anteriores, y otras más viejas todavía, que no hay manera de decir “Acá. Esto empezó acá”?

Hace mucho que viene pensando en eso. Desde que era chiquita. Varias veces se lo preguntó a su mamá, pero ella no supo o no quiso contestarle. Se lo preguntaba con los cuentos, por ejemplo. Eso de “había una vez”, que dicen los grandes cuando empiezan a contarle un cuento a un nene chiquito. Ahí hacen un corte, para arrancar. Había una vez una nena. Había una vez un conejo. Había una vez un reino. ¿Y antes? ¿Qué había antes? ¿Cómo llegaron ahí la nena, el conejo y el reino?

Sofía no está pensando en esas cosas porque sí. Hay una razón. Está en su pieza. Es de noche. Es tarde. Casi no llegan los ruidos de la calle. Dejó la persiana cerrada pero no del todo, y la pared de la biblioteca está llena de rayitas horizontales de luz. Como guiones. Y como no se puede dormir, clava la mirada en esos guiones luminosos. Aguza el oído. Pero desde acá, desde la pieza, no oye nada. ¿Seguirán discutiendo o se habrán callado? Para confirmarlo debería volver al pasillo, descalza para no hacer ruido, y agacharse otra vez cerca de la puerta de su dormitorio. Desde ahí oyó, más temprano, lo que gritaron y lo que dijeron. Lo que gritaron al principio. Lo que dijeron después, cuando se quedaron sin ganas o sin fuerzas.

Si alguien le hubiese preguntado, seis horas atrás, si el día de hoy iba a terminar así, con ella desvelada boca arriba en la cama, después de escuchar sin permiso una discusión terrible entre su papá y Fabiana, Sofía hubiese dicho que no. Que era imposible. Que no había ningún motivo, ninguna señal para que pasase semejante cosa. Y sin embargo sucedió. Por eso se puso a pensar cómo es que nacen las cosas. Cómo se inician.

¿Cómo se inició esta pelea? ¿Fue durante la cena, cuando Fabiana comió mirando el plato sin alzar la vista? ¿Fue después, cuando se puso a levantar la mesa de mal modo, y Lucas le preguntó qué bicho le había picado que estaba con esa cara? ¿Fue temprano, durante la mañana, cuando Sofía le pidió permiso a su papá para que vinieran sus compañeras a preparar la coreografía para el trabajo práctico de Música? ¿Fue cuando vinieron, nomás, las chicas y corrieron los sillones del living para poder ensayar?

¿Fue en todos esos momentos? ¿Fue en ninguno?

No fue que no pidió permiso. Se lo pidió a su papá, mientras desayunaban. Fabiana, como tantas veces, ya se había ido a trabajar. No fue que la quiso puentear. Nada que ver. Pero su papá es su papá, y lo lógico es que ella le pregunte a él primero. Le explicó que el de Música les tiene bronca, y que si no les sale bien la coreo para el trabajo práctico que les encargó las manda a examen a todas. “¿Es con ustedes o con todo el curso?”, le preguntó Lucas. Le dijo que con todos, porque nadie le presta demasiada atención y su clase es un despelote. Pero a los varones no les importa un comino porque se llevan dos mil materias, pero Sofía tiene todo aprobado y no quiere rendir en diciembre. Y menos Música. Y sus amigas lo mismo. Si logró levantar Matemáticas, con lo que le costaba al principio, ¿cómo va a llevarse Música?

Le contó que la coreografía la armó Vicky, que hace gimnasia rítmica en el Club 77: una coreo que quedó buenísima pero es medio complicada. Para ella, que es bastante quesa, es medio complicada. Bah, para todas, salvo para Vicky, pero qué quiere, si es una experta. “Ya te dije que queso no tiene femenino, chambona”, le contestó Lucas, divertido, y eso significaba que le daba el permiso, porque cuando su papá se pone a corregirle la ortografía (aunque no está segura de si esto es del mundo de la ortografía o de la gramática, pero para el caso le da lo mismo) quiere decir que lo importante ya está arreglado.

A Sofía le dio un poco de cosita que le dijera que sí sin preguntarle a Fabiana, porque al final la casa es de los dos. Aunque por otro lado le gustó que su papá tomara alguna decisión sin andar preguntándole todo. De todas maneras, y como si le hubiese leído el pensamiento, enseguida Lucas le dijo, agarrando el teléfono, “Ahora le mando un mensaje de texto y le aviso”. Mejor, aunque quedara como menos independiente de lo que a Sofía le gusta, mejor que le preguntase para evitar cualquier problema.

La cosa es que con las chicas vinieron directamente de la escuela y armaron el ensayo en el living. Pusieron la música en la compu de Lucas (de entrada quisieron ponerla en el equipo de música, pero no pudieron por no sé qué problema de formato que Luli le explicó pero Sofía no llegó a entender) y corrieron los sillones. Los movieron con cuidado, además, levantándolos, para no rayar la madera del piso. Pero sí o sí tenían que correrlos, porque si no las seis no entraban ni de casualidad. A Danila se le ocurrió filmar cada pasada con su celu, y les vino bárbaro como para ver en qué se equivocaban, porque Vicky, más bien, no puede estar mirándolas mientras ella también baila. Hasta ahí, todo genial. Lucas no estaba porque se veía con sus amigos en el club de ajedrez (Sofía supuso que habría ido a propósito para dejarlas tranquilas con el ensayo).

A eso de las cinco cortaron para merendar en la cocina. Abrieron los paquetes de galletitas que llevaron las chicas y Sofía hizo chocolatada para todas, para todas menos para Juana, que es una pesada porque no le gusta la leche y hubo que hacerle café.

Después siguieron, y la verdad es que se mataron ensayando como hasta las siete. Ahí pararon porque estaban fundidas. Sofía hizo mate y se sentaron en el piso del living a ver lo último que había filmado Danila, con la idea de que Vicky les hiciera las últimas correcciones. Ahí a Sofía le dio un poco de pudor porque, viéndose con todas juntas, ahí en la filmación, le volvió esa idea de que es una tabla con patas, esa incertidumbre de desconocer si su cuerpo decidirá crecer en algún sentido en los próximos años, porque si se queda así sería para matarse. Siente que parece el hermanito, ni siquiera la hermanita, de todas sus compañeras, o de casi todas, porque hay alguna que tiene el mismo aspecto de tabla que ella.

En ese momento llegó Fabiana de trabajar. Como Sofía no quiere líos con la mina, había estado muy atenta a que la casa no fuera un caos. Puede que hayan quedado unas migas de las galletitas en la mesa de la cocina, y las tazas de la merienda sin lavar. Pero ella pensaba lavarlas cuando se fueran sus compañeras. Y si los sillones estaban fuera de su sitio era porque estaban usando ese sitio, sentadas en ronda, tomando mate en el piso, viendo el último ensayo, y también lo iban a ordenar.

Fabiana entró con esos pasitos cortos de tacos altos, hizo un saludo con la mano y dijo algo así como “Veo que están trabajando, mejor no las interrumpo” y siguió derecho a la cocina, sonriendo. Eso, la sonrisa, fue lo que a Sofía le dio la pauta de que venía tormenta. Porque esa sonrisa se la conoce de memoria, ya. No es una sonrisa-sonrisa, sino una mueca que hace frunciendo los labios pero sin los ojos, que es como una máscara de guerra, de esas que usan algunas tribus africanas según vio en un documental la vez pasada. Cuando Fabiana se calza esa sonrisa, agarrate. Agarrate porque hay quilombo.

Por suerte el último ensayo les había salido, si no bueno, al menos decoroso (en la escala de Vicky le mereció un puntaje de 4 sobre 10, lo que pasa es que Vicky como instructora es un poco exigente), así que levantaron campamento enseguida. Pusieron los sillones en su sitio sin rayar la madera, acomodaron la alfombra debajo de la mesita ratona, dejaron el equipo de música como lo encontraron, devolvieron la computadora de Lucas al escritorio-dormitorio, y si Sofía no limpió las migas de la cocina fue porque Fabiana había cerrado la puerta y a ella le pareció mejor que las chicas se fueran sin hacer demasiado bardo.

Bajaron por la escalera porque en el ascensor entran cuatro personas y aunque podían caber cinco apretándose un poco, seis no entraban ni a gancho, y entonces el asunto era cuál tenía que bajar sola por la escalera, y enseguida empezaron a discutir Luli y Carla, que se demoraron y eran las últimas para subir, y empezó a sonar la chicharra que tiene el ascensor justamente para eso, para cuando uno se queda papando moscas con la puerta abierta, y como Sofía no quería el menor lío (si hubiera sabido la que se venía, no se hubiera preocupado por el ascensor, la verdad) las hizo salir a todas, cerró la puerta y las obligó a bajar por la escalera.

En el palier se encontraron con Lucas, que volvía de ver a sus amigos y les preguntó cómo les había ido. Se fueron nomás las chicas y subieron los dos en el ascensor. “Fabiana ya llegó”, le advirtió ella, aunque no le dijo nada de la sonrisita de piedra. Capaz que era idea suya, y para qué predisponerlo mal.

Cuando abrieron la puerta Lucas comentó lo ordenadito que estaba todo y ella le dijo que sí, que habían tenido cuidado con los sillones, con la mesita, con la alfombra y los adornos.

“¿Te pasa algo?”, le preguntó Lucas. Sofía demoró en responder porque la asaltó el recuerdo de una película que había visto hacía poco. Son unos soldados norteamericanos en Irak, en medio de la guerra, que se dedican a desactivar bombas. La historia es medio lenta, pero a ella la impresionó la idea de estos tipos que, si movían medio paso para acá, o medio dedo para allá, volaban hechos pedazos por el aire. Bueno. Mientras iban hacia la cocina Sofía se sentía igual que ellos por las calles de… ¿Bagdad? Cree que sí. Que la película transcurría en Bagdad.

Fabiana había dejado la cocina hecha un quirófano. Cuando entraron estaba escurriendo el trapo rejilla. A ella ni la miró. Mejor, porque la mirada que le dedicó a su papá parecía una de esas espadas desintegradoras de La guerra de las galaxias. “Hola, Lucas. Necesito que hablemos un momento”, le dijo, y encaró para su pieza. Él suspiró y la siguió cabizbajo. Sofía siente que a él le da vergüenza cuando ella lo trata así. O a Sofía, por lo menos, le daría. No. En realidad no es que le daría. Le da. Mucha vergüenza.

Cerraron la puerta de su habitación y ella se quedó en la cocina. Encendió el televisor con el volumen más o menos fuerte, porque no quería escucharlos. Durante los siguientes quince minutos tuvo que llevar el volumen más y más arriba, porque los gritos eran cada vez más destemplados. No sabía dónde meterse. Pensó en hacer la cena. En una de esas servía para que Fabiana se calmara un poco. Abrió la heladera y sacó algunas verduras. “Ensalada de verdes”, la llama ella. “Ensalada de pasto”, la llama su papá. También sacó del freezer unas milanesas y las puso al horno. Recién ahí bajó el volumen, y notó que habían cesado los gritos.

Al rato las milanesas empezaron a soltar su olor. Desde la pieza, nada. Tenían que sentirlo. Vio en el reloj de la pared que eran las nueve. En esta casa se cena muy puntual, pensó. Bueno, resulta que hoy no. Bajó todavía más el volumen de la tele. No se escuchaba nada. Se acercó al dormitorio en puntas de pie. Alcanzó a escuchar que hablaban en un murmullo. Pero un murmullo de pelea, esos murmullos que son tan filosos como los gritos. Volvió a la cocina. Las milanesas estaban listas. Puso la mesa para los tres. Esperó un rato más. Al final comió sola.

Levantó su plato y lo lavó. Sus cubiertos. Su vaso. Dejó la mesa puesta para ellos, las milanesas en un plato tapado con otro, la ensalada sin condimentar para que no se achicharrase. Apagó la tele, la luz, y se fue a su pieza. Trató de leer pero no podía concentrarse.

Seguro que la mina lo estaba cagando a pedos por su culpa. Momento: ¿su culpa de qué? Tenía permiso. Habían sido cuidadosas. Habían ordenado. No tenía por qué calentarse. Se levantó decidida a decírselo.

Caminó otra vez hasta su pieza. Seguían hablando en un murmullo. Sofía no sabe si hizo bien, pero en lugar de golpear acercó la oreja a la puerta. Bien agachada, por si desde adentro se veía su sombra por la cerradura.

—Vos cambiaste —estaba diciendo Fabiana.

—Yo no cambié —le contestaba su papá.

—Sí cambiaste: habíamos quedado en algo.

—No sé de qué me estás hablando.

—Estábamos bien así.

—¿Así como?

—Así sin hijos.

—¿Qué?

—Lo que escuchaste.

—¿Vos te escuchaste?

—Sí, siempre me escucho cuando hablo. Siempre dijimos eso. Siempre lo cumplimos.

—Mirá, Fabiana…

—Mirá Fabiana qué. ¿Ves que te quedás callado? Te quedás callado porque tengo razón.

—No.

—Sí.

—No.

—Tengo razón porque por algo lo dijimos. Vos y yo. No íbamos a tener hijos.

—¿Pero no te das cuenta de que yo no planifiqué lo de Sofía?

—Claro, el señor no tiene la culpa de nada.

—¿Vos te escuchás? ¿Vos pensás que yo sabía y que te lo oculté?

—Ya no sé qué pensar.

—Si pensás eso te equivocás. Yo no sabía nada.

—Entonces no tenés la culpa de nada.

—No hablemos de culpa, Fabiana. Pasó lo que pasó. Y las cosas son lo que son.

—Esa no es una respuesta.

—Sí que es.

—No me sirve.

—Es la única que te puedo dar.

—Nuestra vida estaba bien. Estábamos bien, vos y yo.

—Mirá, Fabiana…

—¡Qué querés que mire, Lucas! ¡Decime, qué querés que mire!

Hubo un silencio. Sofía tenía las rodillas cansadas de tenerlas flexionadas. Pero no tenía la menor intención de moverse de ahí.

—Lo de que estábamos bien… no sé.

—¿Ah, no? ¿Estábamos mal? ¿Ahora resulta que estábamos mal? Primera noticia que tengo.

—No dije que estuviéramos mal. Dije que no sé. No sé cómo estábamos.

—¿Y cómo podés no saber?

—Porque no lo sé, Fabiana. No lo sé. No lo sabía. Y no lo sabía porque no hablábamos.

—Ahora resulta que no hablábamos. ¿Qué éramos? ¿Los reyes del silencio?

—No, Fabiana. Ningunos reyes del silencio. O yo sí. No lo sé. Lo tendría que pensar. Lo que te digo es que lo que pasó con Sofía yo no lo busqué.

—Por eso digo que tenemos que buscarle otra solución…

—Dejame terminar. No le tengo que buscar ninguna solución porque está bien así. Sofía está bien. Estoy feliz por Sofía. Feliz con Sofía. Ya sé que no es algo que pensáramos. Ya sé que es mi hija y no nuestra hija. Aunque todo eso es relativo.

—¿Cómo que relativo?

—Sí, es relativo, pero no lo quiero hablar ahora.

—No sé, Lucas, pero las cosas hay que hablarlas porque yo esto no lo aguanto más.

De nuevo hubo un silencio. Sofía se sentó en el piso. Le crujió un huesito en algún lado.

—Mirá, Fabiana. Yo sé que esto te cayó del cielo. A mí también. Pero ahí se acaban los parecidos. Yo estoy contento con lo que pasó. Feliz. Y pienso hacer todo lo posible para que Sofía se quede con nosotros, y esté bien con nosotros.

—A lo mejor tenés que revisar ese “nosotros”.

Hubo una nueva pausa. La amenaza salió como un viento por debajo de la puerta y le produjo un escalofrío.

—A lo mejor hay que revisarlo, sí. Entonces te digo lo siguiente: pienso hacer todo lo posible para que Sofía se quede “conmigo” y esté bien “conmigo”. ¿La primera persona del singular te gusta más?

En ese momento uno de los dos encendió un velador. Tratando de no hacer ruido Sofía se levantó y volvió a su pieza.

Y ahora está ahí, desvelada en su cama, sin saber qué pensar. Ni qué sentir. Tiene una alegría salvaje por algunas de las cosas que dijo su papá. Tiene miedo, un miedo profundo y frío por lo que dijo Fabiana, por cómo dijo Fabiana lo que dijo. Tiene ansiedad. Tiene bronca. Tiene esperanza. Tiene más miedo. Miedo le sobra por todos lados. Miedo de que su papá sea débil. Miedo de que se arrepienta. Miedo de que extrañe demasiado a Fabiana. Miedo de que se aburra de ella. Miedo de todo. Por eso ahora, tantas horas después de que fueron las chicas que vinieron a ensayar la coreo, sigue mirando la pared, donde los guiones luminosos de la persiana siguen clavados, iluminando pedacitos de los lomos de los libros, en los estantes de la biblioteca.