Hace días que Lucas está hecho una sombra, y la culpa, para Sofía, es de la yegua de Fabiana. Porque es una yegua y la tiene podrida. Basta de paciencia y de buenas caras. Yegua. Eso es lo que es.
Cuando volvieron de Gesell tuvo unos días de carita sonriente. Hasta le preguntó a ella cómo les había ido, lamentó que no consiguieran el papel que fueron a buscar, se interesó por saber cómo eran Graciela y Agustina. Hasta le preguntó por sus amigos, aunque no dijo una palabra del escándalo que le armó a Lucas cuando decidió quedarse un día más para que Sofía pudiera reunirse con ellos.
Así toda la semana, del martes al viernes. Y justamente el viernes, en el desayuno, sale de la pieza arrastrando una valija, y como si nada la deja al lado de la silla de la cocina y se pone a preparar el café. Cuando Lucas salió del baño y la vio, medio que se quedó. Y Fabiana, con la misma sonrisa de ángel publicitario, le dijo algo así como “Hola, amor. ¿Te avisé que me voy con las chicas a Punta del Este por el fin de semana? ¿Vos, Sofía, el té lo querés con leche?”.
Por la cara que puso su papá ella se dio cuenta de que no le había avisado nada, pero no por olvido, sino por venganza. Ahora, con su papá quieto frente a la mesada, con una tostada a medio untar con queso blanco, consumaba su plan. Por algo el otro día, cuando volvieron, les había abierto la puerta radiante, sin hacer la menor referencia a la discusión telefónica de la ruta, y les hizo tortilla de papa (que es una de las pocas cosas que sabe cocinar, la muy tarada). Por eso fue una semana tranquila.
—¿Cómo? ¿Te vas? —preguntó Lucas.
—Me voy, Lucas. Con Adriana, Cecilia y Alejandra. Al depto de Adriana, que tiene que preparar unas cosas para la temporada. Salimos hoy a la noche, pero me pasan a buscar por la oficina.
Hizo un gesto, señalando la valijita, y se sentó a desayunar con aires de condesa. Después aclaró que volvía el miércoles.
—¿Cómo el miércoles? —preguntó él, y a Sofía le hubiera gustado decirle que sacara esa cara de perdido, porque seguro que la otra estaba buscando precisamente eso, que pusiera cara de “no sé qué hacer, ayudame”.
—Sí, el miércoles —dijo Fabiana, y le alcanzó a Sofía una tostada.
El asunto es que se fue así, como si nada. Que está todo bien que se vaya con las amigas. Pero el modo en que lo hizo, calladita, sin avisar, eso es lo que lo convierte en venganza. Es “¿Te fuiste con tu hija a Gesell tres días? Yo me voy cinco a Punta del Este”. Es eso y nada más que eso.
Y Lucas, desde esa mañana, está perdido mirando las pelusas de los rincones. Sofía lo deja, porque a fin de cuentas son cosas de ellos, aunque le reviente el modo en que se deja manejar. Ella no concibe que él no se dé cuenta. A la mina esta le falta un látigo, nada más, para domadora. Bueno, y a su papá un poco de garras de león, también. O colmillos, aunque sea.
Algo bueno hay, a pesar de todo. Lucas está triste pero se sigue moviendo. O será que Sofía siempre pensó que la tristeza hay que sacársela con cosas para hacer. Odia cuando la gente se pone triste y se queda quieta. Así, lo único que una logra es estar más triste. Y no salís más. Nunca más.
El viernes a la noche fueron al cine, porque Sofía venía insistiendo con que quería ver la segunda parte de Los juegos del hambre. Después se fueron a comer pizza y a charlar sobre la peli.
El sábado le tocó partido de voley con la escuela, pero de visitantes. Una escuela que queda en la loma del pepino (Lucas dice así, la loma del pepino, para ella la loma es de otra cosa, pero según él es una malhablada cuando lo dice). Para variar, perdieron por robo, pero la pasaron lindo. Como era cerca del río, después se fueron a pasar la tarde a una playita que hay por ahí por San Isidro. Uno al lado del otro, leyeron cada cual su libro casi hasta que se hizo de noche; Lucas, una novela de un noruego de nombre impronunciable; Sofía continuó con la saga de Los juegos del hambre, porque está desesperada por ver cómo termina.
Hoy, lunes, siguieron sin noticias de Fabiana, cosa que a Sofía la alegra profundamente, pero a Lucas parece entristecerlo con la misma profundidad. Él se tuvo que ir a la Capital, a hacer unos trámites. Por suerte está un poquito menos paranoico con dejarla volver sola en colectivo. Los primeros meses la tenía cortita, de ida con él, de vuelta con él. Y no servía que le dijera que en Gesell ella se manejaba sola para todos lados. “Morón es distinto”, le decía. “Sí, acá no tienen el mar, fracasados”, lo molestaba ella. Pero él no entraba en el chiste y la siguió llevando y trayendo un montón de tiempo.
Ahora aflojó, por suerte. Hace unas semanas Sofía le pidió por milésima vez que la dejara volver sola y, para su sorpresa, se acarició la barbita, miró un poco por la ventana, y dijo que bueno, que ahora que había empezado la primavera podía. Ella estuvo a punto de hacerle un chiste preguntándole cómo influía el equinoccio en el índice de criminalidad del Gran Buenos Aires, pero dejó pasar la oportunidad de ser una genia graciosa por miedo a que se arrepintiera.
Y así están las cosas ahora. Hoy Sofía pudo volver sola al departamento y llevar adelante sus planes sin interferencias de su papá, que seguía en el centro, ni de la guacha, que seguía en Punta del Este. Tuvo que usar el “fondo de emergencia” que Lucas deja siempre en una lata de té, en la alacena. Hace meses, ya, que le advirtió de su existencia. Una lata de té del tiempo de los dinosaurios, que en lugar de té tiene guardados mil pesos “para emergencias”. Cada vez que se queda sola, antes de irse, cuando le da un beso, le dice “acordate de la lata, por cualquier cosa”. Ella le dice que sí, aunque no ve del todo claro para qué pueden servir mil mangos si se quema la casa o hay un terremoto (que esas son las únicas emergencias en que se le ocurre pensar).
Pero esos mil mangos le sirven para preparar la sorpresa en la que estuvo pensando todo el fin de semana. Hoy, a eso de las cuatro, tienen que darse a conocer los tres finalistas del premio Wilkinson. Es como a mediodía, hora de Seattle, pero según averiguó en “husoshorarios.com” eso es como las cuatro de la tarde de Argentina. Ya habló con Edgardo y con Claudio. Fue al mercado que está cerca del edificio y compró de todo para una superpicada. Quiso comprar unas cervezas pero no se las vendieron, y fueron inmunes a sus explicaciones de que eran para su papá y sus amigos. No importa. Por lo que vio hay unos cuantos vinos en el departamento. Que tomen vino y listo.
Lo taladró a Lucas con mensajes de texto tipo “Necesito que sí o sí estés en casa a las tres y media”. A Claudio lo mismo. A Edgardo imposible, porque debe ser el único humanoide de la provincia de Buenos Aires que no tiene celular. Pero Claudio quedó en pasar a buscarlo y traerlo.
Cuando entra, Lucas se sorprende con la mesa que preparó Sofía. Salame, varios tipos de queso, jamón crudo, jamón cocido, aceitunas, unos pinches que armó con pickles, que para ella son una porquería pero que a su papá le encantan, un vino tinto y uno blanco, una Coca Light (a ella no le gusta pero Fabiana no acepta que se compren bebidas con azúcar).
—¿Qué festejamos?
—Que vas a ser finalista del concurso de novela.
Lucas sonríe y niega, y eso significa que le gusta la idea. En ese momento suena el timbre.
—Tus amigos —dice Sofía—. Hacelos pasar que tengo que abrir el paquete de sándwiches de miga.
—¿Sándwiches? Veo que tiramos la casa por la ventana.
—No, la casa no. Tu lata de emergencia, nomás. Abrí que no quiero que se haga tarde.
A Sofía le encanta esto de ser la dueña de casa por un rato, sin que la otra ande mandando cómo hacer las cosas. Un rato, unos días, tampoco para siempre: eso sería un aburrimiento.
Mientras comen la picada piensa que a Edgardo hay que regalarle una camisa pronto. Usa siempre la misma, una leñadora horrible con una combinación de colores imposible.
—¿Por lo menos la lavás de vez en cuando, nene? —le pregunta.
—Todos los días, nena —le responde, tranquilísimo.
—Imposible. Siempre te veo con la misma.
—Error, piba. Tengo tres iguales —pincha dos quesos y un salame y los engulle.
Renovarle el guardarropa va a ser más complicado de lo que pensó Sofía. Cada cinco minutos mira el reloj. No pasa más la hora. Cuando ve que falta poco se va al escritorio y abre la página de la editorial. Escucha que detrás de ella vienen los tres y se instalan a mirar.
Maldita máquina, es lentísima. Ya le pidió veinte veces a su papá que la cambie por otra, o que le cambie por lo menos la placa de video, o que haga algo para que sea menos lenta. Pero él dice que para leer el diario y contestar mails le viene perfecto. Fabiana tiene su propia notebook, por supuesto, de manera que el asunto no la afecta para nada. Y a Lucas le importa un comino, de manera que Sofía está frita y condenada.
Edgardo propone que, mientras esperan, lo dejen consultar un foro de jugadores de ajedrez en el que participa. Lucas dice que bueno, Sofía le advierte que ni lo sueñe. Que al que toque el teclado le corta los dedos. Qué tipos, por Dios.
Ya es la hora. Ella carga la página cada quince segundos, para ver si se actualiza la información que dice “Today, the finalists…”. Así, con puntos suspensivos.
—Pará de hacer eso que la vas a tildar —avisa Claudio, y el maldito se la embruja, parecería, porque la página se cuelga.
—Ay, la puta madre —dice Sofía, y está histérica.
—Bueno, ya se arreglará —opina Lucas, con esa sangre de pato que a ella la vuelve loca.
—¿Pasó algo? —pregunta Edgardo, desde las vaporosas alturas de la nube en la que, evidentemente, vive.
—Haceme caso, dejá de clickear dos minutos —dice Claudio, y no le queda otra que obedecer.
Ahí se quedan, los cuatro. Sofía sentada, ellos tres como sus escoltas. No vuela una mosca.
—¿Y no será que hay mucha gente visitando el sitio, para ver lo mismo que nosotros? —especula Claudio.
—Capaz —dice Edgardo, pero Sofía sabe que el tipo es tan volado que si Claudio hubiera dicho que la demora se debe a una invasión marciana el otro hubiera dicho el mismo “capaz”.
—Bueno, basta. Ya tiene que estar —dice Sofía.
Se hartó. Levanta el dedo índice y hace un click que suena, solo, en medio del silencio. La pantalla se pone blanca, de arriba abajo, y después, muy de a poco, van apareciendo los letreros, los enlaces, las fotografías. Una línea, la misma de antes, que dice, International Wilkinson Young Adult Literary Prize. Y después, después, sigue sin cargarse la porquería. Una línea delgada, otra más, otra, aunque todavía no se entienden las palabras.
—¿Con qué nombre figura? —pregunta Edgardo.
—La pesadilla de Federico —dice Claudio.
—Pero en inglés —aclara Lucas.
—¿Y en inglés cómo es? —pregunta Edgardo.
Pero nadie le contesta porque se agrega una línea más, y las palabras todavía no están completas pero ya se entienden, y no hay dudas de que una de las tres finalistas del International Wilkinson Young Literary Prize se llama Federico’s Nightmare, y Sofía chilla y salta y lo abraza a Lucas porque siente que ahí hay algo, una puerta, algo, un lugar hacia donde ir, los dos, algo que le borre la tristeza, de estos días y de los otros, y Claudio se pone a cantar un cantito de cancha de Vélez, porque parece que él es hincha de Vélez y Sofía no pregunta qué tiene que ver el cantito de Vélez porque le encanta que cante, y Edgardo pregunta si ya se puede meter a la página de su foro de ajedrez o necesitan todavía mirar algo más.
Los amigos de Lucas se van como a las diez de la noche. Claudio, para su casa, y Edgardo a atender el kiosco.
—¿A esta hora? —pregunta Lucas.
—Sí, tengo que recuperar. Lo tuve toda la tarde cerrado —dice Edgardo.
Lucas y Claudio se miran. Sofía supone que están pensando que no tiene sentido que tenga el kiosco abierto hasta la madrugada. O peor, porque puede ser hasta peligroso. Pero tampoco se atreven a contradecirlo. Así que saludan y se van.
—Ayudame a levantar los platos —le dice a su papá.
—Dejá, Sofi. Mañana a la mañana. Veamos una peli, si querés.
Tiene razón. Como si tuviesen apuro. Lucas tiene el treinta y tres coma treinta y tres por ciento de posibilidades de ganar trescientos mil dólares. Y Sofía no puede evitar ponerse a pensar en todo lo que puede hacer con esa plata. Y tampoco puede evitar el miedo de que no lo gane, y haberse ilusionado al divino botón. Mejor piensa en otra cosa.
—Gracias —dice de repente su papá.
—¿Por?
—Por invitar a mis amigos. A mí no se me hubiera ocurrido.
—Sos demasiado solitario —le dice—. Son buenos tus amigos. Tenés que verlos más.
Lucas hace zapping, buscando alguna película que les pueda gustar a los dos. Estira el otro brazo para quedarse con el último sándwich.
—Es cierto. Pero siempre fui así. Me cuesta tratar con la gente. Hasta con mis amigos.
—A mí no. Me encanta hablar con la gente.
Sofía no está segura de lo que acaba de afirmar. Teme que no sea así. A ella también le cuesta. Pero se da, cada tanto, la orden de hacerlo. No quiere quedarse quieta. No quiere quedarse sola, en un sillón, de espaldas al mar.
—¿Tu mamá cómo era?
Parece que le leyera el pensamiento.
—Medio solitaria, también. No tenía muchas amigas.
No tenía ninguna, cree Sofía. Amiga en serio, probablemente ninguna.
—¿A quién salís, entonces, tan sociable?
—A nadie. ¿O todo lo que soy lo tengo que sacar de alguien?
Lucas deja de mirar la pantalla y se concentra en mirarla. Sonríe, aprobando.
—Tenés razón. Soy un boludo.
Sofía no le contesta, pero le pone cara de que sí, y se ríen. Eso lo tiene claro, Sofía. Ni sola ni quieta. Nunca.