Derrota

—Acá paraba el micro cuando yo venía a Gesell de chico —dice Lucas, a la altura de una estación de servicio abandonada, en Maipú.

—¿Los micros hacían paradas?

—No tenían baño. Paraban dos veces: Chascomús y Maipú.

Habla bajito, sin dejar de mirar la ruta. Ya Sofía le conoce esa manera de hablar. Habla así cuando habla de recuerdos.

—Los micros tardaban un montón de horas. Nada que ver con lo que se tarda ahora, que en cinco horas llegás tranquilo. La ruta era angosta; los micros, viejos. Antón se llamaba la empresa. Unos coches celestes, lindísimos.

Sofía se ríe.

—¿De qué te reís?

—“Coches.” Suena a película del año 40.

—Claro. Me olvido de que mi interlocutora maneja el rudimentario castellano del siglo XXI. Siempre me olvido.

—¿Eran lindos?

—¿Los Antón? Eran preciosos. Además, en esa época, a Gesell llegaban un par de empresas, nada más. Y desde Morón, Antón era la única. Parece mentira cómo han cambiado las cosas en tan pocos años.

—¿Pocos? ¿Te parece poco treinta años?

—Mirado desde tus catorce, son un montón. Mirados desde mis casi cuarenta no son tantos. Me hiciste acordar: ¿cómo te fue con tus amigos, ayer?

—Bien.

—Pensé que ibas a volver más tarde.

—¿Por?

—Y, con esto de que hace tanto tiempo que no se ven, calculé que tendrían mucho para contarse.

Ayer Sofía se vio con sus amigos de Gesell. Como era un lunes de clases se juntaron a tomar la leche en casa de Celeste.

—Igual estamos todo el tiempo conectados…

Levanta el Ipod y su papá lo mira un segundo. Vuelve a mirar la ruta. Asiente.

—Sí, claro. Yo me olvido. Ahí tenés otro ejemplo de cómo han cambiado las cosas con los años. Ahora es más fácil.

Hace silencio, y Sofía se da cuenta de que estas son las cosas que le encantan de este tipo. Cualquier otro adulto, en la misma conversación, le suelta tres o cuatro frases de esas que a una la acribillan con críticas: “Eso no es sano”, “No me vas a comparar ese aparato de porquería con verte frente a frente”. Frases así. Y Sofía no puede evitar que le pasen dos cosas juntas. La primera es sentir, otra vez, que lo quiere mucho. No se lo dijo nunca. Ni cree que se anime a decírselo jamás. Le asombra pensar que hace cinco meses no lo conocía. Y ahora no puede pensar en vivir lejos de él. Y lo segundo que le pasa, y tiene que ver con lo primero, es que le da miedo perderlo. Lo acaba de encontrar, y le da angustia y algo que no sabe cómo llamar. Nostalgia, o algo así, por habérselo perdido hasta ahora. Es eso. Una mezcla de alegría y bronca. Alegría porque haya resultado así. Bronca por no haberlo conocido antes. Lo bien que le hubiera venido toda la vida. Y ella sin saber que existía.

Suena el teléfono de Lucas, que se lo alcanza a Sofía:

—¿Te fijás quién es?

Ella mira la pantalla.

—Fabiana. —Pucha. Ya tenía que aparecer. Sofía no tiene ganas de atenderla—. ¿La atendés vos, o preferís conectarla al bluetooth?

—Te la conecto —dice ella, mientras piensa que no, querido, no quiere atenderla. Que se la fume él.

Mientras Sofía intenta la conexión se corta la llamada. De todos modos sigue adelante, porque seguro que vuelve a llamar. Casi enseguida suena otra vez.

—Hola, Fabi.

—Hola —la voz suena metálica. Metálica y dura. Bueno, es natural, calcula Sofía. Si es metálica, sí o sí será también dura. ¿O acaso existen los metales blandos?

—Acá estamos volviendo con Sofía, nos agarrás en plena ruta.

—Ah.

Parece que se despertó monosilábica, la mina.

—¿Todo bien por casa? —pregunta su papá.

Al otro lado, largo silencio.

—A qué hora llegan.

Esa costumbre que tiene Fabiana de preguntar las cosas afirmando. Sin entonación. Como si fueran órdenes, aunque Sofía no entiende mucho el cómo, o el porqué.

—La ruta viene muy fácil. Calculo que tres horas, como mucho. Hay que ver la entrada a Buenos Aires, por la autopista.

Nuevo silencio.

—¿Te fue bien? —pregunta su papá, con un tono de voz que a Sofía no le gusta escucharle.

—¿No podrían haber vuelto ayer? ¿Hacía falta que se quedaran hasta hoy?

Sonamos, piensa Sofía. Pasó derechito al reclamo. Mira el estéreo, a ver cómo se puede desconectar el bluetooth. Que hablen ellos. No tiene ganas de escucharla. De escucharlos.

—No tenía sentido, Fabiana —contesta su papá—. Teníamos lo del trámite en el Registro Civil…

—Trámite que no hicieron —lo corta ella.

—No lo hicimos porque estaba cerrado el Registro, cosa que no sabíamos antes de viajar.

—Cosa que no averiguaste antes de viajar, más bien.

—Y además ayer Sofía se iba a ver con sus amigos, un rato a la tarde. No me costaba nada esperar hasta hoy.

Silencio. Otra vez. Más largo, cada vez.

—¿Estás ahí? —pregunta Lucas, cada vez más con esa voz que a Sofía la saca de sus casillas. Para qué, para qué cuernos, para qué carajo le pregunta eso, y con esa vocecita.

—Sí estoy.

—¿Te enojaste?

—No —dice no, y la voz es de que sí, que se recalentó, yegua.

—Pero, Fabiana… Oíme…

—Chau.

Le corta. Bajito, vuelve a escucharse la música que tenían puesta antes de que se desatara la tormenta telefónica. Sofía sigue con la vista al frente. No le gusta nada haber escuchado su discusión, y supone que a su papá no le habrá gustado que la escuchara. Mejor cambia de tema. O mejor no.

—Papá.

—¿Qué?

Mejor sí. Mejor se calla.

—Nada.

—Decime.

—Nada.

—Dale, Sofía. Decime.

Bueno, que se jorobe. Él se lo pidió.

—¿Por qué dejás que te hable así?

Él no le responde. Sigue mirando la ruta. Pone el guiño, pasa a un camión, vuelve a poner el guiño, regresa al carril de la derecha.

—Digo. Vos le avisaste. No hicimos nada malo. No te quedaste porque sí. Además, ella cada dos por tres viaja por trabajo. Y vos no le decís nada.

—¿Y por qué tendría que decirle?

—No, está bien que no le digas. Pero ella, ¿por qué se enoja?

Otra vez se queda callado.

—Para mí hiciste bien —agrega Sofía.

—¿Bien en qué?

—En no llamarla cuando te cortó.

—¿Por?

—Porque en casa, cuando te corta el rostro, vos la terminás buscando, sacándole charla…

Piensa “Pidiéndole perdón, tarado, aunque la que estuvo como el culo haya sido ella”. Lo piensa, pero no se lo dice.

—Bueno, pero en una pareja es importante no pelear. O solucionar las cosas. Hablando, digo.

—Sí, papá. Pero una cosa es solucionar las cosas…

Sofía se llama a silencio. Mejor se calla porque es para quilombo.

—¿Y qué?

—Que una cosa es solucionar las cosas y otra es ir detrás de ella como si no sé qué, papá. Siempre… Siempre vas vos.

—Bueno, capaz que yo soy más tranquilo.

—¡No es eso!

Si no se calla ahora, Sofía no se calla más.

—¿Y qué es?

—Que siempre vas como si la culpa fuera tuya. Y ella siempre te recibe como si, nomás, vos tuvieras la culpa. Siempre. Haciéndose la princesa. Toda así, ay, yo, pobrecita.

Lucas gira un poco para ver cómo la imita. Sacude la cabeza. Sonríe. Vuelve a la ruta.

—¿De qué te reís?

—De tu imitación.

—Mejor a vos no te imito.

—¿Ah, no? ¿Por qué?

“Porque no me sale el pollerudo que pide siempre perdón.” Eso es lo que piensa. Eso es lo que se muere de ganas de decir. Pero no lo dice. Alguna vez, Sofía, alguna vez aprendé a callarte a tiempo. ¿Y si se enojó de todos modos? ¿Y si lo enojó la parte que sí dijo, la de la princesa? Sofía se siente una bestia. Qué bueno que, por lo menos, se calló una parte. Lucas sube un poco la música.

—Escuchá qué lindo tema —dice.

Su voz no es de enojado. Nada que ver. Y parece como si de repente el viaje de regreso fuera más lindo. Sofía siente que ganaron. No sabe qué, pero ganaron. O sí sabe: “le” ganaron. Un partido, no un campeonato. Pero le ganaron.

Lástima que las cosas lindas duran tan poco. Porque en Chascomús paran a cargar nafta. Y Sofía, que tiene la panza inflada de mate, sale corriendo al baño. Y cuando vuelve (una mugre, los baños) lo busca junto a los surtidores y no lo ve. El auto está estacionado frente al bar. ¿Pero él donde se metió? Lo termina localizando. Allá, lejos, porque es un buen chico y no usa el celular cerca de los surtidores de nafta. Pero en la otra punta, en el cantero cerca de la ruta, sí lo usa. Y por los gestos que hace, Sofía ve que habla con ella. Gesticula, camina, está nervioso. Seguro que el estúpido está pidiéndole perdón. Ahora ya no siente que ganaron. Perdieron. Otra vez. Derrota completa.