Graciela tiene orden de permanecer callada. Lo extraño es que hace caso. Maneja Lucas y Sofía, desde el asiento del acompañante, va girada un poco hacia él y hacia el asiento trasero, donde viajan las dos vecinas.
Ayer, después del almuerzo dominguero, Lucas subió a dormir la siesta y Sofía se quedó con Graciela y Agustina. Cuando estuvieron seguras de que sus palabras estaban fuera del alcance de los oídos de Lucas, convinieron los detalles para hoy.
Y ahí están ahora, y todo está saliendo según los planes, y Sofía no sabe por qué está tan nerviosa. Supone que le tiene miedo a Graciela y a su bocota, pero ella la mira muy seria y con los ojos muy abiertos y los labios un poco fruncidos, como diciendo “Tranquila, Sofi, mirá qué cerrada que tengo la boca”.
—¿Qué hago, Sofita? —pregunta Lucas cuando la avenida 1 se bifurca con la 2 y deja de ser asfaltada—. ¿Doblo para la 3?
—No. Seguí derecho. Son unas cuadritas, nomás. Por esta, por la 2.
La mira a Agustina, que le devuelve el vistazo y le sonríe apenas.
—¿Qué tal la escuela nueva? —pregunta, calcula Sofía que para distraerla.
—Bien, salvo la directora que es una estúpida.
—¿Los compañeros?
—Bien, por ese lado bien.
—Acá en la 120 doblá a la derecha, Lucas. Ya llegamos. El Registro Civil es ese local de ahí a mitad de cuadra… —Agustina se interrumpe—. Qué raro, está supertranquilo.
—Sí —dice Sofía, y la mira a Graciela porque prefiere que no diga nada.
—¿Qué local? —pregunta su papá—. ¿Ese de ahí?
—Sí, sí. El grande. Pero parece cerrado…
Lucas estaciona. Efectivamente es un local grandísimo, con vidrieras que van del piso al techo. No se ve hacia adentro porque unas cortinas marrones tapan todo. En el medio, pegada en el vidrio de la doble puerta, hay una cartulina enorme: “Registro Civil de Villa Gesell. Cerrado hasta el 4 de agosto por reformas. Disculpe las molestias. Trámites urgentes, Delegación Bahía Blanca”.
—Pero la pucha… —murmura Lucas—. ¿Bahía Blanca? ¿Pero cómo no te mandan a Pinamar, o a Mar del Plata?
—Y… —se escucha la voz de Graciela y Sofía se estremece—. La burocracia… —suspira aliviada. Está bien eso de “la burocracia”.
—¿No habrá gente para preguntar? —Lucas golpea el vidrio y, naturalmente, solo le responde el viento del sur.
—Tengo frío, papá. Mejor vamos…
—¿Pero cómo hacemos, Sofía? Necesitamos ese papel.
—Yo puedo acercarme a preguntar, cuando empiece agosto —ofrece Agustina—. Y nos comunicamos…
—Bahía Blanca… estamos todos locos… —dice Lucas, rindiéndose.
Caminan de regreso hacia el auto. Mientras gira la llave en el contacto, él menea la cabeza y comenta:
—Ahora, qué raro que pongan una oficina pública tan importante en un lugar tan apartado. ¿A quién se le ocurre?
—Es lo que yo digo —apunta Graciela—. Tendrían que ponerla en la terminal de micros, o en el centro.
—¿Y si nos pegamos una vuelta por la Terminal? —se entusiasma Lucas—. Tal vez alguna otra oficina pública que quede ahí nos puede expedir la partida.
Sofía se encara con Graciela con deseos estrangulatorios. Por suerte vuelve a intervenir Agustina.
—Es que una partida de defunción, únicamente acá, Lucas. A ver, esperame, que tengo una idea. La llamo a Lucrecia, una amiga mía que trabaja en la Municipalidad, a ver qué me dice.
Agustina marca un número en el celular y baja del auto.
—¿Hola? ¿Hola, Lu? No te escucho. Esperame.
Se aleja un poquito, pone la mano cerca de la boca, como para que el viento no se lleve lo que dice. Los demás esperan. Corta enseguida y vuelve al auto, con expresión contrariada.
—No, únicamente en el Registro, Lucas.
Lucas enciende el auto. Cuando están a punto de arrancar Sofía lee otra vez las letras en la cartulina, y piensa que Agustina tiene una hermosa letra de imprenta mayúscula.