Sofía levanta el palo medio reblandecido, tal vez por el agua salada o porque Suncho lo viene babeando desde hace rato, o por las dos cosas. Amaga con tirarlo un par de veces. Suncho ladra y empieza a correr hasta que se da cuenta de que lo sigue teniendo ella. Vuelve y mueve la cola. Por fin se lo lanza lo más lejos que puede, que con su fuerza de hormiga significa apenas más allá de la orillita. Suncho chapotea como si estuviera internándose en el fondo de los océanos, aunque el agua ni siquiera le acaricia la panza.
—La próxima tiralo vos —le pide a su papá, que viene caminando unos metros más atrás, charlando con Agustina.
Apenas Suncho le trae de vuelta el palo se lo alcanza a su papá, que le sacude un poco de agua para que no lo salpique demasiado al volver a arrojarlo. Ahora sí, el palo vuela unos cuantos metros dentro de la rompiente.
—Upa. ¿Lo tiré demasiado adentro? —se alarma Lucas.
—Nada que ver —sonríe Agustina—. Vas a ver que lo trae enseguida.
Suncho parece a gusto con el desafío, aunque tenga que avanzar hasta un lugar donde no hace pie y las olas lo tapan cuando llegan rotas. Nada con ese ritmo parejo, de cabeza afuera y patas invisibles que usan los perros en el mar.
Hace rato que caminan. Fueron hasta el muelle, y desde el paseo 102 son como veinticinco cuadras. Hace frío pero hay sol y poco viento, y dan ganas de caminar por la orilla. Sofía va delante de ellos porque hace rato que charlan de cosas que ella ya sabe. Y le gusta que se hagan amigos. No puede pensar en Agustina como una tía, porque su mamá nunca la dejó llamarla así. “Tíos son los de sangre o no son”, decía ella. Y como su mamá no tenía hermanos, y a su papá no lo conocía, tuvo que crecer sin tíos. Pero siempre quiso que Agustina fuera una especie de tía, aunque no pudiera decirle así. Suncho vuelve con el palo entre los dientes. Se lo deja a los pies, como si la prefiriese como lanzadora.
—Ponete de espaldas al viento —le dice Lucas—. Así llega más lejos.
Le hace caso. Tiene razón. Ahí va Suncho, otra vez a las olas. Casi todo el tiempo es Agustina la que habla. Él le pregunta y la escucha. De vez en cuando pregunta algo, pero poco. A Agustina Sofía la conoce tanto que podría contestar lo que su papá pregunta. Pero no se mete, más bien. Sí, vive en Gesell desde hace muchos años, pero no, no es geselina. Vino hace como quince años, y Lucas saca cuentas y sí, más o menos en la misma época en la que él la conoció a Laura. Vino de mochilera con un novio artesano. Medio hippies, eran, Agustina y ese novio. Después se le pasó. Las dos cosas, se le pasaron. El novio y el hippismo. Mejor dicho, el novio se fue sin avisar y la dejó plantada. Y Agustina se quedó. Consiguió trabajo, al principio en un local de ropa, como casi todo el mundo. Después en un lavadero. Después en el banco, y ahí sigue. Lo dice medio triste y Lucas le dice que lo lamenta, pero Agustina en seguida le dice que no, que no lo lamente, porque a ella le encanta vivir ahí. Ya no podría vivir en Buenos Aires, dice. Claro, dice Lucas. Demasiada gente, mucho ruido, dice ella. Claro, dice su papá. Pero contame un poco de vos, dice ella, hace rato que estoy hablando yo. Y Lucas cuenta un poco. Habla del libro, y Agustina dice que ella se sorprendió un montón cuando Laura le contó, un tiempito antes de morir, quién era el padre de Sofía. El de El desierto de los fantasmas. Lo leí, dice Agustina. ¿No digas?, pregunta su papá. Es más bien una novela juvenil, dice él, como si tuviera que justificarse. Me gustó mucho, dice Agustina. Y en ningún momento pensé que fuese una novela juvenil. ¿O qué es una novela juvenil? Supongo que una novela que una editorial publica en una colección juvenil, dice Lucas, como si no supiera demasiado bien la respuesta. Se ríen. Sofía le pide a su papá que le cuente del concurso. ¿Qué concurso?, pregunta Agustina. Después le cuento, acepta él, sin muchas ganas.
Suncho trae otra vez el palo, pero ya están llegando a la altura del paseo 102, así que no se lo tira hacia el mar, sino al otro lado. El perro corre por la parte seca de la playa y, como está empapado, se llena el pelo de arena. Lucas dice que va a ensuciar todo al volver al departamento pero Agustina dice que no se preocupe, que siempre pasa lo mismo, que barre y listo. Cuando llegan al edificio ellas dos, que tienen la costumbre incorporada, se sacan las zapatillas y las golpean para sacarles la arena. Lucas las imita. En ese momento se oye un grito a sus espaldas. Es Graciela, la vecina vieja.
—¡Ay, corazón!, qué sorpresa, ya llegaron, pero qué lindo, estás más grande, dejame verte, vos debés ser Lucas, un placer, dame un beso, Sofía, vengo del súper pero para no cargar me hice mandar el pedido, pero por teléfono no pido ni loca, no señor, porque te mandan lo que quieren, voy, elijo, compro, pago y que me lo manden, te llamé para preguntarte si necesitabas algo, Agustina, pero no te encontré, claro, se fueron a caminar, con lo linda que estuvo la mañana…
Graciela es buenísima, pero le pone los nervios de punta a cualquiera con esa costumbre de hablar sin parar. Se jubiló como directora de escuela. Sofía se pregunta si, cuando trabajaba, tenía también esta costumbre de atorarse con las palabras. A veces piensa que sí, que la gente que habla sin parar lo hace desde siempre y durante toda la vida. Otras veces le da por creer que no, que antes era una persona que hablaba más o menos, pero que desde que se jubiló se pasa muchas horas sola y las palabras se le van acumulando, en el cerebro, o en la garganta o donde se acumulen las palabras sin decir, y cuando por fin se le cruza una persona le lanza todas las horas-palabra que tenía acumuladas.
Lo cierto es que habla sin tomar aire hasta que se baja en el cuarto piso. Y todavía con la puerta abierta del ascensor sigue diciendo que los ve después, que cenan en su casa, que hizo las compras contando con eso y que ni se les ocurra decirle que no porque se le va a echar a perder todo y que si a Lucas le gustan los camarones porque ya sabe que a Agustina sí y a Sofía también pero no sabe si a él… ¿sí?, menos mal, qué suerte, entonces los espera a las ocho, no, mejor siete y media para tomar un vermucito, y Agustina le dice mejor cerrá el ascensor, Gra, por si alguien lo está llamando y ella toda nerviosa dice que sí, que sí y finalmente los deja seguir y el ascensor sigue para arriba y con Agustina se miran porque saben que no hay nadie en todo el edificio que pueda estar llamando el ascensor salvo uno de ellos cuatro, porque si fuera enero, febrero, o diciembre cerca de Navidad, sí, el edificio se llena de gente, pero ahora no hay nadie.
Es raro, un edificio tan grande y casi vacío si no fuera por ellos. Por ellos y por Rodolfo, que es el portero, o mejor dicho el encargado. Sofía ha llegado a la conclusión, después de un largo análisis, de que hay tres profesiones que no están para nada contentas con el nombre que les da el resto de la sociedad: los porteros, los basureros y los profesores de gimnasia en la escuela. No, señor. Hay que decirles encargados de edificio, recolectores de residuos y profesores de educación física. De lo contrario, arde Troya. De manera que Rodolfo es encargado. Bueno, cinco personas en total, en esa mole. Porque Rodolfo no tiene familia.
Más lejos de la playa sí hay mucha más gente viviendo. Pero en los edificios así, cerca de la costa, entre la playa y la 1, o entre la 1 y la 2, en invierno no vive casi nadie, pero a su mamá le gustaba estar cerca del mar y a ella también, y se ve que a Graciela y a Agustina les pasa un poco lo mismo. Sofía no está segura. Lo supone, pero no lo hablaron nunca.
Y es como si el mar quedara para ellas solas, y a Sofía le parece lindo pensarlo así.