Al llegar a la rotonda Sofía ve el cartel que dice “Bienvenidos a Villa Gesell”. Cae en la cuenta de que no lo ha visto demasiadas veces. Casi nunca, en realidad. En catorce años salió… ¿cinco veces? Seis, como mucho.
—Dale derecho por el acceso —le indica a su papá, que va mucho más despacio porque pasan delante de la garita de la policía caminera—. No hace falta que frenes. Está vacía casi todo el invierno.
—¿Derecho por el acceso?
—Derecho. Si fuese verano te haría cortar camino por adentro, porque es una locura de autos. Pero ahora no pasa nada.
Pasan el autocine. La fábrica de alfajores. La iglesia. La estación de servicio. Ella va pensando que está todo igual que siempre. Como para que no esté, también. ¿Qué va a cambiar en tan poco tiempo?
—Acá, a la izquierda. Allá adelante está el mar.
Se lo aclara porque es de noche. De día verían la franja azul, o amarronada, dos cuadras más adelante. Lo hace frenar delante del edificio. Trata de pensar en lo que siente al volver a casa. O no siente nada o no llega a darse cuenta de qué es lo que siente. Baja y trota hasta el portero eléctrico. Hace como que toca los dos timbres, pero sólo toca el de Agustina. El de Graciela no. La quiere mucho, pero hoy no tiene ganas de aguantar a nadie que hable demasiado. Escucha la voz de Agustina y le anuncia que ya llegaron.
—¿Te atendieron? —pregunta el papá desde el auto.
—Sí. La vecina joven. La vecina vieja debe haber salido —inventa.
Lucas maniobra para estacionar. Se enciende la luz del palier cuando Agustina baja del ascensor con su enorme llavero en la mano. Sonríe, abre, se abrazan con Sofía sin decir nada. Qué bien le cae esta mina. Se la presenta a su papá, que viene con los bolsos en la mano. Agustina se acerca para darle un beso, él estira la mano para darle un apretón, como si hubiese nacido en 1920. Qué tipo, por Dios. Al final se da cuenta y le da, nomás, un beso en la mejilla. Suben en el ascensor hasta el sexto piso.
—No sé —dice Agustina—. Yo apreté el seis pensando que pasen primero por mi casa. Pero si prefieren ir derecho al departamento de Laura…
Laura. Hace tiempo que Sofía no escuchaba ese nombre. Desde hace meses es “mamá” cuando la nombra ella, o “tu mamá” cuando la nombra él. Es como si se hubiera quedado en Villa Gesell. Esperando. Con su nombre.
—Está bien. Vamos para tu casa primero —se decide Sofía, y Lucas hace un gesto de que le parece bien.
Apenas entran Suncho se le viene al humo a Sofía y empieza a hacerle fiestas y a saltarle. Ella lo acaricia y se deja lamer las manos, pero no consigue que se quede quieto. Cuando lo ve entrar a Lucas se va también a saltarle y saludarlo.
—Qué guardián —comenta Agustina, pero no se enoja. Sabe que ese perro labrador enorme y peludo es demasiado bueno como para perder el tiempo haciéndose el guardián.
—Vas a tener que poner un cartel en la puerta, de esos de “Cuidado con el perro” —dice Lucas, mientras le rasca el pescuezo y el otro se deja, se acomoda, lo lame, se tira panza arriba, y ladra solo cuando él se distrae de acariciarlo.
Sofía camina hasta el balcón y se hace visera con la mano para que no le moleste el reflejo de la luz de adentro. Ahí está, negro, el mar. Recién ahora que lo ve se da cuenta de cuánto lo extrañaba. A sus espaldas escucha que su papá y Agustina hablan sobre el viaje y sobre los papeles que vinieron a buscar.
—… por eso en la escuela nos están volviendo locos con la partida de defunción —está diciendo él—. Ya al escribano lo tengo a medio hacer el trámite, pero necesito sí o sí la partida.
—Claro, claro —dice Agustina, y la observa a Sofía, que le devuelve la mirada.
—Pero vos revisaste el departamento —dice Sofía, sosteniéndose en esa mirada— y no encontraste más papeles, ¿no?
—Sí, no —dice, duda, lo mira y la mira. Esta mina como actriz es más desastre que ella, piensa Sofía—. Los papeles que había ya se los llevó Sofía cuando viajó para allá.
—Te dije, papá —lo mira, pestañea, aunque tal vez no debería.
—Qué macana —dice Lucas, y se sienta. Suncho se tira panza arriba sobre sus zapatos—. ¿Tu otra vecina sabrá algo más?
—¿Graciela? —pregunta Agustina.
—¿Te parece? —pregunta Sofía.
—Sí —confirma él.
—Tenemos que preguntarle —dice Agustina.
—Se ve que no está, porque le toqué el portero y no me atendió —se apura Sofía.
—Habrá que ver mañana —dice su papá.
—Hablando de eso: ¿pensaban dormir en el departamento de… Sofía? —pregunta Agustina. Por un segundo estuvo a punto de decir “de Laura”. Claro. Así es como lo piensa. El departamento es de Laura, aunque Laura esté muerta.
Lucas interroga a su hija con los ojos. No lo hablaron. Y ocupada con el asunto de la partida de defunción, Sofía no se detuvo a pensarlo. Pero no quiere entrar ahora en su departamento. Encender las luces. Oler la humedad que deja el mar en las casas cuando están cerradas.
—Si Sofía se puede quedar con vos, mejor —dice Lucas—. Si les parece bien, yo sí duermo allá.
—Seguro —dice Agustina—. Pero primero cenemos, ¿les parece?
—¡Sí, pero pedimos en Franchún! —grita Sofía, libre del peso repentino que la imagen de su casa vacía le había hecho sentir.
Lo deja a Lucas diciendo también que sí y corre hasta la cocina a buscar el imán del delivery de la pizzería. Necesita una grande de muzzarella y jamón que venga de Franchún.