—¿Está bien el agua? —pregunta Sofía.
Lucas le alarga el mate, sin sacar los ojos de la ruta.
—Sí, un poco tibia pero no es tu culpa. Este termo es una porquería.
Sofía mira el termo. Es lindo. Recoqueto, fucsia, metalizado. ¿Por qué tendrá un termo que no sirve para tomar mate?
—Fabiana —informa su papá, como si estuviese leyéndole el pensamiento y con esa respuesta fuera suficiente.
—Seguí contándome.
—No sé en qué me quedé.
—En que la fuiste a buscar al bar y la acompañaste a la casa.
—Ah, sí. Ese día hablamos mucho. Le conté que Fabiana me había dejado plantado. Se me rió en la cara, pero no me enojé. Tenía razón.
—¿Y Fabiana qué hizo? ¿Te llamaba?
—No tenía dónde llamarme. En todo caso, yo podría haberla llamado. Pero no la llamé. Mejor dicho, la llamé una sola vez, un par de días después de que me dejara de seña. De seña significa plantado, nena, te lo aclaro antes de que pongas cara de “no entiendo castellano antiguo”. Me atendió como si nada, y casi se me pone a contar de la ropa que se había comprado, para arrancar. Encima se pisó sola, porque me hablaba del lunes de acá, del lunes de allá. Le había quedado una semana completa entre la entrevista y el día en que empezaba a trabajar. Podría haber venido tranquilamente. Pero ni siquiera se preocupó por mentirme. La frené y le dije que yo me quedaba en Gesell, y que le deseaba suerte. Ahí un poco se quedó y me preguntó hasta cuándo. Le dije que no sabía.
—¿Y ella qué hizo?
—Se enojó. Se puso en víctima y dijo que yo no la entendía, que no la apoyaba… yo la dejé hablar. Un poco, la dejé, porque la llamada de larga distancia salía carísima. La corté como pude, le deseé “Suerte en todo” y colgué. Para entonces, ya había decidido cortar. Al noviazgo, me refiero. Fin. Punto. Metete el estudio contable donde quieras.
—Qué recio.
—Sí, uf, yo, todo un recio. Pero estaba decidido. Además, todos los días me las ingeniaba para verla a tu mamá. No vivíamos lejos, y me las rebuscaba para esperarla, a la salida del bar, o pasaba por su casa, bien a la noche. Y charlábamos mucho.
—¿Ya estaban, con mi mamá?
—¿Cómo, “estaban”? ¿Si estábamos de novios, decís?
—Si estaban, nene. Si estaban juntos. No sé si de novio o no. Si estaban.
—A la pucha, qué querrá decir “estaban”. No. Supongo que no “estábamos”. En realidad, no sé cuándo empezamos a “estar”. Fue algo gradual. Tu mamá era… muy especial. No sé cómo decirte. Algunos días estaba radiante, conversadora, chistosa. Una especie de sol con delantal blanco, refulgente, bajando del bar hacia la playa en sombras. Y otros días no. Estaba hosca, distante, como si yo fuera un plomazo. Pero en algún momento se aflojó, o se cansó de rechazarme, y digo rechazarme porque yo no me lanzaba de frente pero era evidente que estaba enamorado hasta el cuello. Y entonces nos convertimos en novios, o algo parecido. Algo menos que novios, digo yo. Porque tu mamá nunca le puso semejante nombre. Y yo tampoco.
—¿Por?
—Por no espantarla, calculo. No sé. Pero nunca le puse nombre. No importó, de todos modos. El nombre, digo. Porque me agarré un metejón bárbaro. ¿Sabés lo que es un metejón?
—Claro, tonto.
—Claro no. Si no sabés lo que es relojear, capaz que metejón tampoco. Pero bueno. Me enamoré hasta las orejas. Al divino botón, pero me enamoré.
—¿Al divino botón por qué?
Lucas, por décima vez en la conversación, se queda callado, mirando la ruta, antes de seguir.
—Cuando terminó febrero me quedé sin trabajo. Lógico, si allá en el fondo de Gesell no quedaban ni los perros, de vacaciones. No me desesperé. Me lo veía venir. Pero yo no me había quedado quieto. Había pensado mucho. Había hecho planes. La encaré a tu mamá, esa misma noche. Como había menos gente en todos lados, ella había terminado temprano en el bar. Era su último fin de semana. La invité a cenar. Nada romántico. Apenas me daba para unos ravioles en La Jirafa Azul, no te creas. Pero fuimos. Le dije que quería quedarme en Villa Gesell. Que no tenía ganas de volver a Buenos Aires. Que iba a averiguar si en la Universidad de Mar del Plata había Agronomía, para pasarme. Hablé un rato largo.
—¿Y ella?
—Supongo que siempre fui bastante bueno para interpretar las caras de la gente. Porque apenas empecé me di cuenta de que tu mamá me miraba sombría. Que me dejaba hablar, pero que si hubiera sido por ella habría sido mejor que me callara. O que me fuera de ese restaurante. O que la dejara irse a ella. Irse corriendo. Pero hablé, de todos modos. No pensaba quedarme callado. Yo sentía que tu mamá era la mujer de mi vida. Éramos dos borregos. Pero yo sentía eso. Que valía la pena hacer cualquier sacrificio. Mentira. Porque quedarme ahí, para estar cerca suyo, no era ningún sacrificio. Ya te digo. Me dejó hablar, pero apenas me callé supe que era inútil. Que no iba a aceptar nada de lo que le estaba proponiendo.
—¿Y qué te dijo?
—¿Qué me dijo? Qué no me dijo, es más fácil. Habló despacito, mirando mucho para afuera, por las vidrieras grandes que tiene La Jirafa Azul hacia la avenida 3. Como si estuviese sola. Me dijo que lo lamentaba, pero que ella no se sentía lista para tener algo en serio conmigo. Que no tenía sentido que me quedara en Gesell. Que el invierno era duro. Que no iba a aguantar. Y que si aguantaba por ella, que era inútil. Que no valía la pena, porque ella no quería atarse a nada, ni a nadie. Que tenía grandes proyectos. Y que necesitaba volar sola. Así, lo dijo. Volar sola. Decía eso y miraba para afuera, a la noche ventosa, a la avenida con pocos autos, al verano que se iba. Yo le dije que lo entendía. Que lo aceptaba. Que no me importaba. Que podía quedarme cerca solo por si acaso. Por si ella cambiaba de idea. Que podíamos seguir así. Dejar decantar las cosas. Creo que fue la última vez que me miró. No la última vez que nos vimos. Pero sí la última vez que me miró profundamente. A los ojos. Y me dijo que no. Que eso era posible solo entre dos personas que se aman. Y cuando yo abrí la boca, entusiasmado, listo para decirle que sí, que yo estaba enamorado de ella, y que por eso no tenía problema en quedarme en Gesell, ni de estudiar en Mar del Plata, ni en seguir alojado en esa pieza inmunda, ni en esperar el tiempo que ella necesitase, se levantó, miró la mesa, apoyó las manos, y me dijo que ella no estaba enamorada de mí. “No estoy enamorada. Ni de vos, ni de nadie. Y no creo que alguna vez vaya a estarlo. Lo lamento. Pero no quiero que te quedes”.
—¿Y entonces? —la pregunta de Sofía sonó como ella se sentía. Entristecida.
—Y se fue. Dejó los ravioles casi sin tocar. Igual que los míos. Me quedé un rato largo, hasta que la moza se acercó a preguntarme si quería la carta para ver algún postre. Pagué, me levanté, salí. Los días siguientes me quedé en la habitación, fantaseando con que ella viniera a visitarme, a desdecirse o, por lo menos, a darme alguna chance. Pero no. No vino nunca más. No la vi nunca más.
Otra vez sonríe con esa sonrisa triste.
—Corrijo. Sí la vi. Hace unos meses. Achicada al cuerpo de una chica de catorce años, que estaba en la entrada de mi edificio y me dijo que era mi hija, y tenía mi lunar acá.
Eso lo dice tocándose la mejilla debajo de la barba. Deja de hablar y ahora es definitivo. Mira la ruta. Sofía le ceba un par de mates más. Tiene un nudo en la garganta. Cuando le alcanza el tercer mate, que recibe con la mano derecha, pero sin mirar para su lado, ve que él tiene los ojos apenitas húmedos, y que pestañea rápido para no llorar. Sofía está triste. Tan triste que guarda el mate y el termo, sin preguntarle si quiere más, y se recuesta en el asiento con la cara vuelta hacia la ventanilla. Hace fuerza para dormir, pero no tiene sueño. Hace fuerza para llorar, pero no sabe cómo.