Febrero de 1999

Lucas maneja el auto con la misma serenidad con la que hace otro montón de cosas. Cuando Sofía se ubicó de copiloto, la primera vez, sintió un poco de miedo al verlo entrecerrar los ojos detrás de esos lentes gruesísimos que usa. “Este tipo está ciego”, parecen gritar esos lentes, que tienen tanto aumento que le achican los ojos que, de por sí, ya son chiquitos.

Y sin embargo, no. El auto va suave, sin tironeos ni frenadas bruscas. Cuando algún idiota hace alguna maniobra inesperada, o zigzagueante, o imprudente —y acá en Buenos Aires está lleno de estúpidos así— su papá ni se molesta en insultarlos. Chasquea la lengua, niega despacito con la cabeza y suspira, como si con el airecito que suelta, en el suspiro, también soltase el último cachito de esperanza que guardaba en el género humano. Pero enseguida retoma la conversación, como si nada.

Hoy, por fin, salieron para Villa Gesell a buscar los dichosos papeles que quiere la hinchapelotas de la directora de la escuela, y Sofía está hecha una pila de nervios. Los primeros kilómetros se los pasa hablando como una radio de cualquier pavada que se le cruce por la cabeza, porque los nervios la vuelven locuaz. Pero al rato se da cuenta de que su papá está en otra, y no le presta la atención que le presta siempre, hasta cuando a ella se le da por hablar de la pavada más grande del mundo.

Sofía hace la prueba de quedarse callada, a ver si se da cuenta o si sigue metidísimo en su propia cabeza y comprueba que sí, que sigue hundido en sí mismo, porque no abre la boca ni le hace una pregunta que le dé pie para continuar su monólogo.

Pero el silencio viene bien porque de repente Lucas habla, como si lo que viene pensando pudiese salir así, de a poquito, porque afuera ha encontrado un silencio que lo recibe bien, sin presiones, para que fluya de a poco. No tiene nada que ver, pero en ese momento Sofía piensa en un subte de esos que se ven en algunas películas, que andan un rato por debajo de la tierra y de pronto salen a la luz del día. No sabe por qué el modo en que su papá se pone a hablar le hace acordar a eso, como si sus pensamientos fueran ese tren que viene por la oscuridad y de repente le da el sol y uno puede verlo desde afuera.

—Parece mentira, pero nunca volví a Villa Gesell.

Eso es lo que dice, y gira la cabeza, se miran un segundo, él pestañea, sonríe con esa sonrisita de disculpa que pone a veces, y vuelve a mirar la ruta.

—En todos estos años, desde ese verano en que la conocí a tu mamá. Nunca volví.

Sofía se sorprende un poco. Será que, para ella, todo el mundo va a Villa Gesell de vacaciones, todo el tiempo. O todo el verano, por lo menos, en especial la segunda quincena de enero y un poco menos en febrero. Después se van, y Gesell queda para los que son de ahí. Para bien o para mal, les dejan Gesell a ellos. Pero la voz de Lucas la obliga a prestarle atención. No sabe si le habla o se habla. Pero habla, y Sofía quiere escucharlo.

—Fue el verano de 1999. Con Fabiana habíamos quedado en veranear en Gesell, los dos.

—¿Ya salías con ella?

—Sí —dice su papá, y se queda un poco cortado—. Sí.

¿Pensará que a ella le molesta eso de que haya conocido a su mamá mientras salía con Fabiana? A Sofía no le molesta, pero no sabe cómo decírselo. Prefiere esperar a que siga hablando.

—Yo iba de vacaciones a Mar del Plata con mis viejos. Tus abuelos, digamos. Los que no llegaste a conocer. Y quedamos con Fabiana en encontrarnos en febrero en Villa Gesell. Se suponía que ella venía desde Buenos Aires con algo de plata que teníamos ahorrada, porque yo tenía unos pocos pesos. Y que el 1° de febrero nos encontrábamos ahí. Y menos mal que mi viejo, pobrecito, que era recontraprevisor, me acompañó a la terminal de Mar del Plata y me dio algo de plata. Ahora te explico por qué digo “menos mal”. Llegué a Gesell y se suponía que Fabiana me estaba esperando.

—¿En la parada del Pinar o en la terminal grande?

—No, en la terminal grande, la del Paseo 140.

—¿Y entonces?

—Llegué a eso de las once de la mañana. Preocupado, encima, porque mi ómnibus se había atrasado un poco, y Fabiana debía estar esperando desde las seis de la mañana. Bajo del micro, miro para un lado, miro para el otro, no la veo por ningún lado. Pensé: claro, debe estar en la cafetería, no se va a pasar cinco horas esperándome acá que no hay ni donde sentarse. Además estaba frío. Había una sudestada de esas de varios días, con mucho viento y frío y cielo nublado… Bueno, no te voy a contar a vos lo que son esas sudestadas. Pero en la cafetería tampoco estaba.

—¿Y entonces?

—Empecé a preocuparme. No teníamos alquilado nada. No teníamos celular, en esa época, tampoco. Tenía que estar ahí. Nervioso y todo, hice memoria. Rutamar era la empresa por la que viajaba. Me acerqué a la boletería, con pánico de que le hubiera pasado algo al micro, en la ruta. Me dijeron que no, que nada, que el micro que salía de Retiro había llegado puntual, nada raro. Tampoco me quedé tranquilo. Capaz que le había pasado algo al salir de su casa, en Buenos Aires, y no había tenido modo de avisarme.

—Qué nervios. ¿Y qué hiciste?

—Fui a buscar un locutorio y llamé a su casa. Me atendió su vieja, y me dijo que no estaba. Cuando me dijo que no estaba me quedé cortado. Entonces sí había salido de su casa la noche anterior. Entonces sí le había pasado algo en el camino. Algo grave.

—¿Y qué era?

Lucas niega con la cabeza, con esa sonrisita que pone a veces, y que no tiene nada que ver con la alegría.

—Mi suegra me aclaró, enseguida. “Salió hace una hora, Lucas”, me informó. “¿Cómo hace una hora? ¿Perdió el micro de ayer?”, le pregunté, más tranquilo, pero todavía sin entender casi nada. “No. ¿Qué micro? No viajó. Está acá, en Buenos Aires. Me dijo que la llames hoy a la noche, que te explica.” Casi enseguida cortamos. Salí de ese locutorio sin entender nada. Hacía frío, tenía sueño, corría un viento que te volaba, y tenía que esperar hasta la noche para que Fabiana me explicara por qué no había viajado.

—¿Y qué hiciste?

—Anduve por ahí. Fui a la playa, cargando el bolso. Encima era un bolso gigantesco, de cuero, pesadísimo, que mis viejos me habían regalado para el viaje de egresados de quinto año. No era muy cómodo, pero lo usaba siempre. Me lo calcé como mochila y entré a caminar para el centro, por la playa.

—Caminaste un montón.

—Sí, pero con viento a favor.

Lucas se queda mirando a Sofía, como si de repente se le hubiese ocurrido algo.

—Nunca lo pensé así. Ahora es la primera vez que lo pienso. Pero si no fuera por esa caminata vos no habrías nacido.

Ahora es Sofía la que se queda fría mirándolo a él. Se ve que Lucas se da cuenta, porque enseguida arranca a hablar otra vez.

—Sonó muy de teleteatro, ¿no? Esperá que te cuento mejor. O te cuento todo ese día, para que lo entiendas. Caminé, como te digo, con el viento a la espalda, hasta el centro. Las playas estaban desiertas, el mar crecido, las carpas levantadas, las banderitas rojas de “prohibido bañarse” de los balnearios flameando con todo. La verdad, no sabía para dónde agarrar. A la altura del paseo 110 estaba medio congelado, y eso que era mediodía; pero del sol, ni noticias. Entonces paré en un barcito de esos que están cerca de la playa, me senté contra una ventana, para ver el mar, con la idea de pedir un café con leche y ponerme a leer. Y adiviná quién me atendió.

—No te puedo creer.

—Ajá. Tu mamá. Después me enteré de que se había enganchado por la temporada, porque ya trabajaba como maestra, aun sin recibirse. Pero aprovechaba las vacaciones de la escuela para juntar unos pesos. En ese momento no hablamos. Le pedí el café con leche y listo. Pero claro, empezaron a pasar las horas y yo seguía ahí. Y el tipo de la caja me entró a mirar cada vez con peor cara. Le estaba ocupando una mesa, a la tarde se entró a llenar, y yo seguía ahí por el valor de un café con leche. Supongo que no le convenía.

—Qué incómodo…

—Yo soy retímido, encima…

—¿Sos tímido? No te puedo creer.

—¿No se nota? Soy supertím…

—Ya sé, tonto. Pero me lo contás como si no lo supiera.

—Bueno, genia. Perdón. La cosa es que me dio una vergüenza bárbara. Pero estaba tan corto de guita que no me animaba a pagar e irme, porque iba a tener que tomarme otro café en otro lado, y volver a pagar. Así que me quedé. Y el encargado, a cada rato, le decía algo a tu mamá, que miraba para mi lado y le decía que sí. Yo me imagino que lo tranquilizaba con un “Ahora le digo que se vaya”, pero no venía a decírmelo, y yo seguía ahí. A media tarde yo mismo la llamé para que se acercara. Era la décima vez que el tipo le decía algo, y me pareció que si me quedaba iba a terminar perjudicándola. No me acuerdo lo que costaba el café con leche. Pero escarbé en los bolsillos del vaquero…

—Jean.

—¿Qué?

—Que digas jean. Vaquero es una palabra que se dejó de usar en la presidencia de Yrigoyen.

—Ajá. ¿Y cuándo fue presidente Yrigoyen?

—No sé. Hace mucho.

—De 1916 a 1922 y de 1928 a 1930, hasta el golpe de Uriburu, ignorante. Tenés que tomar mucha sopa todavía, jean.

—Ufa. Seguí contando.

—Te decía que raspé el fondo de los bolsillos porque tenía un par de billetes grandes, pero no los quería cambiar. Tu mamá me sonrió, supongo que de pura compasión, mientras yo alisaba los billetes para pagarle. Me fui para la avenida 3, a buscar un locutorio. Ya eran las cinco y pensé que podía encontrarla a Fabiana en su casa. Y efectivamente me atendió.

—¿Y qué te dijo?

Otra vez Lucas demora un momento en contestar, como si estuviera a medias atento a hacer memoria, y a medias a contarle. Y la cara se le pone un poco seria.

—Resulta que, a mediados de enero, había mandado una carta a un estudio contable en el que estaban contratando personal. Y le habían respondido que la querían entrevistar. Justo a fines de enero. Y decidió quedarse a la entrevista de trabajo.

—¿Y no te avisó?

—Parece que tuvo que decidir el 31 de enero, ahí, sobre el pucho. Y ya no tenía manera. Bueno, la cosa es que la entrevista había sido ese día, mientras yo tomaba mi café con leche.

—¿Y viajó esa noche?

—Esperá. No. No viajó. Porque le dijeron que la querían entrevistar de nuevo. Que dejara pasar dos días y llamara, para quedar para otra cita. En otras palabras, que no podía viajar, por lo menos por unos días.

—¿Y qué dijiste?

—Le dije que bueno, que la esperaba. Supuse que, en el peor de los casos, significaba acortar un par de días nuestras vacaciones juntos. Además siempre me gustó bastante la soledad. Me imaginé un par de días así, leyendo en la playa, caminando por Gesell… Le recordé que estaba con muy poca plata. Me dijo que me quedara tranquilo, que eran unos días. Cuando corté me fui a un hospedaje más o menos lindo y tomé una habitación. Decidí usar la plata de mi viejo, mientras llegaba Fabiana. Los días siguientes volví al parador en el que trabajaba tu mamá. El tiempo había mejorado y podía disfrutar la playa. A la tardecita, pasaba por ese bar y me tomaba un café con leche. Por suerte, le pude dar un par de propinas un poco mejores que el primer día, cuando andaba contando los mangos.

—¿Y hablabas con ella?

—En esos días, todavía no. Había muchos clientes, y tu mamá siempre andaba corriendo de un lado para otro. Pero me gustaba mirarla trabajar, sin que se diera cuenta, relojeando desde atrás de mi libro.

—¿Y eso qué es?

—¿Qué es qué?

—Relojear.

—Tu ignorancia no deja de sorprenderme. Espiaba, miraba de vez en cuando. Eso es relojear. Pero el asunto fue el viernes, cuando volví a llamar a Fabiana.

—¿Por?

—Porque me dijo que le había ido bárbaro en la segunda entrevista. Y que la semana siguiente la iban a convocar unos días para trabajar a prueba. Yo me quise morir. Entendía que fuera una gran oportunidad de trabajar, pero ¿justo cuando teníamos esos días de vacaciones juntos? Le propuse que se viniera esa misma noche, que nos quedáramos hasta el martes y que el miércoles a primera hora estábamos en Buenos Aires, para que pudiese trabajar.

—¿Y qué te dijo?

—Me sacó corriendo. Me dijo que tenía mil cosas que preparar, repasar unas cosas que había visto en Contabilidad I en la Facultad que le podían servir, comprarse ropa porque no tenía nada que ponerse. Me quedé helado. No solo porque estaba matando nuestras vacaciones. Sino por el modo en que hablaba. Feliz de la vida, estaba. No digo que le gustase quedarse sin vacaciones. Pero estaba tan contenta por el trabajo, que todo lo demás no importaba.

—¿Y no le dijiste nada?

—Sí que le dije. Le dije que me parecía muy egoísta no buscar una alternativa para hacer las dos cosas. Que yo entendía su entusiasmo. Pero que entendiera mi desilusión. Y ella me dijo que yo no entendía nada, que era una oportunidad genial, que en ese estudio podía hacer carrera, que a fin de cuentas nos podíamos ir de vacaciones a cualquier lugar y en cualquier momento. No era cierto. Yo había pedido las vacaciones en el trabajo con un montón de tiempo, para poder tener la primera quincena de febrero con ella. Me faltaría un año para volver a tener días como para viajar. Pero no le importó. Siguió con eso de su oportunidad, sus sueños, aprovechar su chance. Y colgué. Me fui del locutorio caminando despacio, enojadísimo, pensando qué hacer. Tenía poca plata y mucha bronca. Decidí mantener lo que le había dicho a Fabiana. Me iba a quedar en Gesell. No en el hospedaje, porque era carísimo en esas circunstancias. Pero algo iba a encontrar. Y ahí entró otra vez tu mamá en escena, porque al día siguiente me animé a hablarle. Un poco más, digo, más allá del saludo. Le conté que estaba varado ahí, sin un mango, pero que no me quería volver. Me escuchó, me hizo un par de preguntas y me dijo que volviera a la nochecita, a ver si podía ayudarme. Y resultó que sí: tenía una amiga que trabajaba en un balneario bien lejos, muy al sur, casi en el paseo 150, y que necesitaban un carpero. Le pregunté qué hacía un carpero y me lo explicó con cara de “es un trabajo que cualquier tarado puede aprender”. Y me anotó un par de direcciones de casas de familia que alquilaban piezas para gente que trabajaba la temporada. “Es complicado, a esta altura. O al revés, en una de esas, algunos que vinieron a hacer la temporada ya se volvieron. Hay gente flojita”, me dijo. Y se rió. Me sonó a desafío. A que, a lo mejor, yo era de esos flojitos que no se aguantan. Pero yo estaba tan enojado, y tan decidido, que me fui caminando hasta el balneario donde pedían carpero y conseguí el trabajo. Y de ahí me volví al centro, bah, al paseo 106 y avenida 15, bien atrás, a conseguir alojamiento. Y conseguí también.

Por supuesto que los primeros dos o tres días fueron complicados, porque no tenía ni idea de cómo se levantaban las carpas, o cómo se anudaban las sogas. Por suerte, pasar el rastrillo de arena era una pavada, aunque te dejaba los brazos rotos. Al final, más o menos aprendí. La pieza que alquilé era una pocilga, pero lo suficientemente barata como para que el sueldo me alcanzara para el alojamiento y las comidas.

A tu mamá volví a verla un par de días después. Una noche, en realidad, después del trabajo. La enganché casi yéndose a su casa, al terminar su turno, y me dejó acompañarla. Vivía con sus viejos… tus abuelos, en 10 y 107, o por ahí.

—¿Y entonces?

—Ya hablé demasiado, Viernes. Hablando de Viernes, ¿sabés cebar mate, vos, o las geselinas no saben cosas como esa?