Rocky

Por suerte para Sofía el San Jorge tiene voley. Tiene un montón de cosas, en realidad. Tiene pizarrones que no están todos escritos de liquid paper, y tiene todas las luces en las aulas, y tiene la basura (o casi toda la basura) en los tachos de basura, y tiene baños limpios. En todo eso es muy diferente de su escuela de Gesell. En lo que se parece es en que también tiene compañeros que le caen bien, y eso es mucho más importante que todo lo otro. En todo lo demás las dos escuelas parecen mundos paralelos. Pero lo de la gente copada se repite.

Todavía no se siente “Amiga”, así, con mayúscula, de demasiada gente. Pero confía en que terminará siéndolo. Ella prefiere ir de a poco. Siempre le generaron desconfianza esos que a los diez minutos de conocerte te tratan como si fueran íntimos de toda la vida. No. A Sofía le gusta ir de a poco, conociendo y dejando que la conozcan. Pero los del curso parecen buena gente.

Y lo del voley está buenísimo. Allá en Villa Gesell jugaban mucho. Había pocas cosas para distraerse, fuera del horario de la escuela, y estaban dale que dale con la pelotita. Por eso en el San Jorge, en la tercera o cuarta clase de gimnasia, cuando la profesora las armó en dos equipos con la idea de ver qué tan bien o mal le pegaban, Sofía se sacó las ganas que tenía guardadas. Las chicas del curso la miraban como si fuera un genio del deporte. Y la verdad es que lo disfrutó. No se hizo la agrandada, tampoco. Cuando vio que más de una era de corcho, en lugar de rematar, trató de armar juego, pasarla, que la tocaran todas. Perdieron unos cuantos puntos, pero le quedó la sensación de que hizo bien. Al final del partido la profesora le propuso integrarse al equipo de la escuela. Y ella dijo que sí.

Eso significa quedarse dos tardes entrenando, pero no hay problema. Las materias las lleva bien. Se está complicando un poco con Matemática, únicamente. Sus compañeros parece que volaran, con el asunto de la Matemática. Y ella apenas va caminando. Y caminando lento. La primera prueba fue un horror: dos cincuenta. Se quiso morir. Pero el profesor es buen tipo, de esos que se ocupan y se interesan por los alumnos sin llegar a ser cargosos. Sofía le comentó que en Gesell no habían visto ni de cerca lo que vieron sus compañeros el año pasado. Y el profesor le consiguió un libro, le manda ejercicios y se los corrige en el recreo.

Cuando llevó la libreta con el dos, para que su papá la firmara, Fabiana comentó algo de ponerle un profesor particular. Sofía se negó. Fabiana insistió en que sí, y Sofía volvió a negarse. Fabiana miró a su marido, como diciendo “Respaldame en esto”. Lucas bajó la cabeza, miró para otro lado y se puso a levantar la mesa. Sofía hubiese preferido que dijera que la cortara, que no se metiese, que ella era grande como para manejar el asunto, algo así. En el fondo, le revienta que nunca se le oponga, que nunca la enfrente. Con sus cosas menos que con las de ella, todavía. Pero por lo menos no le dio la razón. Y bien caliente que se quedó, Fabianita. Pero por eso Sofía tiene que levantar Matemática sí o sí. En la segunda prueba del trimestre metió un siete. No le alcanzó, pero mejoró bastante.

Voley tienen los martes y los viernes, una hora y media. Los partidos del intercolegial son los sábados a la mañana. No son clubes, porque dice la profesora que no les da el nivel. Por lo menos por ahora.

El asunto es que hoy es el segundo partido, y juegan en el colegio. El otro día debutaron en el campeonato y ganaron. Se juega al mejor de tres sets, y ganaron dos a cero.

Las de hoy parecen fáciles. Pero el problema no son las rivales. Son ellas, las locales. O mejor dicho, no ellas, sino el estúpido del padre de Milagros. El otro día zafaron de aguantarlo, porque jugaron de visitantes y Lucas llevó a varias, Mili incluida. Pero hoy, de locales, el papá de Mili decidió acompañarla, y es insufrible. Una patada en la oreja es el papá de Milagros.

Se ubica en un costado de la cancha, pero no como los otros padres, que se sientan, alguno toma mate, aplauden un poco los tantos, pero poquito. Este tipo está loco. Está de pie, salta, amaga como si fuera él el que está jugando. Y no alcanza con mirar hacia otro lado, porque se la pasa gritando: “¡Bien, Mili!”, “¡Dale, Mili!”, “¡Rematá, Mili!” “¡Levantá, Mili!”.

Milagros está colorada y no mira a las demás. Mira el piso, o la pelota mientras está en juego. Pero no hay que ser adivina para darse cuenta de que se quiere morir de la vergüenza. En realidad, todas se quieren matar. Porque cuando ganan un punto el tipo pega un salto, grita un “¡Vamos!” como si fuera la copa del mundo y aprieta los puños. Y las chicas de la otra escuela se van a terminar enojando, porque los padres y las madres que las acompañan son gente normal y están ahí, al costado, callados, o aplaudiendo un poquito, pero sin agresión. Y a Sofía le da ganas de decirles que no se enojen, que el único idiota que está molestando es el padre de Milagros y los demás no, que los padres del San Jorge no son desubicados, pero no se anima. Está esperando que la profe le diga algo, pero la mujer tampoco hace nada. Solamente lo mira, de vez en cuando, como esperando que se ubique. Pero no se ubica. Y no se va a ubicar solo, el infeliz, piensa Sofía. Le tendría que decir la profe. Pero no lo hace. Y Milagros, como es natural, está jugando cada vez más nerviosa, cada vez peor, y el otro no tiene mejor idea que decirle “¡Dale, Mili!”, “¡No te caigas, Mili!”, “¡Vamos que se puede, Mili!”, y Sofía lo mira a su papá, que le devuelve una expresión de no saber qué hacer, de acompañarla en la angustia, pero no se anima a decirle nada al tipo, se ve.

Y Sofía ahora está en el ataque, por izquierda, y Milagros está de armadora, y llevan cuatro puntos perdidos al hilo porque la pobre no da pie con bola, o mano con bola para ser más precisa. O le levanta muy alto, y Sofía se pasa en el salto y cae al piso otra vez antes de que le llegue la pelota, o le levanta a la altura del ombligo y se tiene que hacer un ovillo como si fuera una acróbata china para pasarla de mala manera al otro lado, cuando no la tira directamente afuera intentando armar. Y siguen perdiendo puntos y, como no recuperan el saque, no rotan y no hay modo de reemplazarla en el armado.

Y el tarado de su padre sigue con el “¡No te caigas, Mili!”, “¡Vamos, Mili!”, y de repente tira un “¡Pero te dije que armes, Mili!”. Se ve que se le cae la careta, al idiota, porque lo dice mal, lo dice con bronca, lo dice como si Milagros estuviera jugando mal a propósito, y como si él no tuviera nada que ver con ese modo horrible de jugar.

En ese momento Lucas se incorpora, se sacude la tierrita de los pantalones, y camina hasta donde está el padre de Milagros. Sofía está más pendiente de lo que dicen que del juego en sí. De todos modos no se nota, porque están todas jugando espantosamente mal.

—¿Te puedo preguntar algo? —arranca Lucas, con esa voz educadita que pone cuando está enojadísimo, aunque claro, como el otro no lo conoce, no sabe que está enojadísimo.

—¿Qué? —pregunta el otro, con los mismos modales de porquería con que hace todo, se ve.

—No te quiero molestar… —duda Lucas—. Pero en una de esas estaría bueno que dejáramos que las chicas disfruten el partido, y nosotros nos quedemos más… no sé… en silencio.

—¿Vos quién sos? ¿Sos profesor de la escuela?

Viene una pelota fácil. Milagros la levanta pésimo y Sofía remata peor. Punto para las visitantes otra vez. Lucas está colorado y se toca la barba, de los nervios.

—No. Soy el papá de Sofía —dice, y la señala.

—Entonces no tenés autoridad para decirme nada —dice el tipo, y aplaude mirando otra vez a la cancha, como buscando concentración, y dejándolo a Lucas de florero.

—No te lo digo por autoridad. Te lo digo para que todos podamos disfrutar.

—Disfrutá lo que quieras, pelotudo —dice el papá de Milagros.

Ahí dejan de jugar. Estefi acaba de pasarla, a duras penas, al terreno rival, pero ninguna de las chicas, ni ellas ni nosotras, están atentas al juego. Como si se hubieran puesto de acuerdo, el “pelotudo” del papá de Milagros las obliga a girar la cabeza hacia ellos.

—A mí no me digas pelotudo, pelotudo.

Lucas lo dice y le pega un empujón. Y el otro se le va al humo, y Sofía pega un grito y otras chicas también, y quedan abrazados como si ninguno de los dos tuviera la menor idea de cómo pelear y es una suerte, porque lo último que quiere ella es que ese imbécil le pegue una piña a su papá, y en ese momento algunos padres se acercan a separarlos, mientras el tarado grita:

—¿Qué se mete? ¿Qué se mete? Yo le hablo a mi hija, nada más. Asunto mío y de mi hija. La libertad es libre.

—¿No ves que la molestás, infeliz? —Lucas está sacado. Se va a quedar afónico, como si las piñas que no puede pegar con las manos las pegara con los gritos—. A Milagros y a las otras chicas. Y a las visitantes también. Callate y dejá jugar.

—¡Callate vos, fracasado!

Lucas abre mucho los ojos y Sofía piensa ahora sí, ahora se le va al humo, y entonces la mira y tal vez vea en sus ojos la angustia o los nervios o el pánico o todo junto, porque se queda quieto, aprieta los puños y se le inflan los cachetes como si hiciera un buche con todas las cosas que le quiere decir al papá de Milagros, pero no las dice. Se las calla. Se mete las manos en el bolsillo y rodea la cancha para sentarse al otro lado, bien lejos. La profe pide minuto a la árbitro y las reúne en un rincón, y Sofía ve que está supernerviosa pero no dice nada de la pelea. Habla del juego. Y Milagros se tapa la cara con la mano pero todas advierten que llora por detrás de la mano y Sofía no sabe qué hacer y se le da por agarrarle la mano libre y cuando Mili siente que le dan la mano mira a ver quién fue y al ver que es Sofía intenta sonreír y la aprieta fuerte, pero se le salen las lágrimas peor que antes y encima queriendo agarrar el aire suelta todo por la nariz y le sale un moco medio verde desde la nariz hasta el labio y todas la miran y Micaela larga una carcajada y es como una señal porque todas se empiezan a reír y Milagros también se ríe, y la profe le alcanza un pañuelo de papel y se ríe también y les dice que está bien, que ya van a recuperar el saque.

Vuelven a la cancha y ven que el padre de Mili se fue al bufet a tomar un café o algo. Y los demás padres y madres están serios pero bien. Y la chica de la otra escuela que tiene que hacer el saque deja la pelota en la red y de esa manera tan poco heroica logran finalmente rotar y que la pobre Milagros salga de la posición de armadora. Y en el punto siguiente consiguen conservar el saque, y los papás aplauden, los de un equipo y el otro, como dando a entender que están todos de acuerdo en que el único pelotudo es el papá que se acaba de ir.

Al final pierden 25-17 y 25-20, pero la pasan bien. En el auto, a la vuelta, Lucas comenta algo de la cantidad de idiotas que hay en el mundo. Y Sofía está superorgullosa de lo que hizo pero no se lo quiere decir. Le da vergüenza. Y como le da vergüenza, se escabulle burlándose.

—Bien ahí, Rocky. Bien ahí.

—¿Viste? —Lucas le sigue la corriente, y suelta un segundo el volante, para mostrarle sus manos—. Impresionante el miedo que me tuvo. Estos puños aterrorizan a cualquiera.