Para festejar que la novela sigue en carrera, Lucas y Sofía van a almorzar a La Intendencia. Por el camino ella va explicando que siempre supo que sería finalista, que no había manera, no había posibilidad de que la hubieran descartado. Su papá la escucha, o la escucha más o menos. Mientras se sientan Sofía sigue hablando. Ahora se le da por imaginar qué hacer con el dinero. Es tanta plata que no sabe para qué alcanza. Un barco, dice, y Lucas pregunta para qué quiere un barco, si ella se marea navegando, a juzgar por la vez que tomaron una lancha colectiva en el Tigre. Además, no cree que alcance. Los barcos son caros, le aclara. Un barco no, descarta ella entonces. Un auto. Ya tienen, objeta su papá. Otro, más lindo, o más grande, se corrige, porque la verdad es que el auto de su papá es lindo. Lucas no le contesta pero la mira con la misma cara de “para qué lo quiero”. Sofía lo da por descartado. Una casa, propone. Ahí la cara de Lucas es menos escéptica, como si considerase la posibilidad. Una casa en un country, agrega. Su papá dice que no, que los countries no le gustan. Sofía le pregunta si le habló del cumpleaños de Anabela, su compañera de la escuela, que hizo una reunión un sábado a la noche, en su casa del country. Le contesta que se lo contó unas quinientas veces, pero que si quiere se lo vuelva a contar. Ella lo mira con cara de “qué vivo” pero toma nota mental de que lo dijo demasiadas veces. Pero le impactó, qué quiere. Todo prolijito, casas lindas, los parques, las callecitas. Pudieron andar por ahí hasta las cuatro de la mañana sin que ningún adulto les dijera la consabida frase de “Es peligroso, mejor vengan adentro”. Lucas adivina que está pensando en eso y le dice que tal vez sea más seguro, pero que siente que perderían más de lo que podrían ganar. Sofía está a punto de preguntarle por qué, pero se da cuenta de que lleva una hora y media hablando sin parar y no lo ha dejado meter cucharita, y eso es lo que hace la tarada de Fabiana, y ella no quiere ser como la tarada de Fabiana. Y entonces detiene su verborragia y le pregunta:
—¿Y vos qué querés?
Su papá levanta los ojos del menú y la mira, con esa cara de pensar un montón de cosas juntas, pero no está segura de si esas cosas juntas tienen que ver con lo que ella le preguntó o con lo que viene pensando por su lado.
—Si te dijera, te sorprendería —le dice, haciéndose el misterioso, y vuelve a bajar los ojos hacia la lista de pizzas.
—Dale, decime.
—¿Te gusta la fugazzeta?
—Contame para qué usarías la plata del premio.
—Lo de la casa podría ser —arranca su papá, lento, como de a poquito. Ella ya sabe que ese es su modo de entrar en confianza como para empezar a contar—. Pero si tuviera que elegir, pero elegir en serio, me gustaría comprar un cultivo. No muy grande, ¿eh? Media manzana, como mucho. Con uno o dos invernáculos. Algo así.
—¿Un cultivo? ¿De manzanas?
—No, zapalla, un cultivo no muy extenso. De media manzana, me refiero a la superficie. Media hectárea.
—¿Y qué es un cultivo? ¿Un campo, decís?
—No. Es donde se crían las plantas. Te tengo que llevar. Por allá por Pontevedra hay muchos. No es tan lejos. ¿Viste que uno compra plantas en los viveros? Bueno, hay personas que cultivan esas plantas, las crían, digamos, y después las venden a los viveros. Hay de plantas y hay de flores. Pero para flores tenés que saber mucho más. No me animo.
—¿Cómo que se crían plantas?
—Más bien que se crían. Se cultivan, bueno. ¿De dónde te pensás que salen las plantas?
—De las macetas. No sé, de los viveros.
—Bueno, pero alguien se las vende primero a los viveros. Yo quiero trabajar de eso. Con arbustos, que son más fáciles. Después, si aprendo, sí con plantines de flores. Pero después, al principio no me animaría. Eso seguro.
Debe tener cara de confundida, porque está confundida. Si le daba una lista de cien opciones de “qué quiero hacer con los trescientos mil dólares del premio Wilkinson de novela juvenil si me lo gano”, lo del cultivo de plantitas no entraba en las primeras noventa y cinco opciones para arriesgar. Lucas habla mientras llama al mozo para hacer el pedido:
—Me parece que no contabas con mi fantasía botánica, Viernes. Hablando de Viernes….
—Ufa. No, no lo empecé. Con todo lo que tengo que estudiar en esa escuela en que me metiste, no me hablés. Además, la directora se entretiene persiguiéndome.
—¿Sigue con lo de los documentos?
—Sigue. Pero pará. Contame lo de la agricultura.
—Cultivos.
—Eso. Cultivos.
—Te voy a llevar. No es lejos. En Pontevedra hay un montón. Muchos los fundaron inmigrantes japoneses… ¿sabés por qué? Porque no tenían que hablar, comunicarse. El idioma se les complicaba mucho. Bah, me dijeron, y a mí me gusta la teoría.
—No te entiendo.
—Claro, vos pensá que era mucho más fácil ser inmigrante, acá en Argentina, si eras español, o italiano. Por el idioma: el español era el idioma que se hablaba acá. El italiano, con todos los tanos que vinieron, era casi lo mismo. En cambio a los japoneses se les dificultaba mucho. Por eso abrieron tantas tintorerías. Porque podían atenderlas, trabajar, sin necesidad de hablar mucho. Pues bien, con los cultivos hicieron lo mismo.
Lucas interrumpe su explicación histórico-migratorio-lingüística cuando viene el mozo con las gaseosas. Ella aprovecha a preguntar:
—¿En serio te gustaría dedicarte a eso?
—¿Tan ridículo te parece mi plan?
—No sé si ridículo. Pero me… sorprende.
—¿Por?
—Para empezar, no tiene nada que ver con los libros. No me estás diciendo: me voy a viajar por el mundo, así me inspiro. O me voy a comprar una cabaña frente al mar, para irme a escribir ahí.
Su papá la mira con esa cara de nada, o de un montón de cosas que ella no entiende y que es lo mismo que nada.
—¿Qué me mirás con esa cara?
—¿Con qué cara?
—Con esa.
—Pensaba que para ser una adolescente semisalvaje criada entre médanos inhóspitos sos bastante perspicaz.
—Tratá de no meter más de una palabra inentendible por oración. Porque me pierdo.
—¿En qué parte te perdiste?
—Lo de inhóspitos lo saco por contexto. Lo de perspicaz me cuesta un poco más.
—¿Cómo puede ser que me metas un “contexto” bien utilizado y te hagas problema por un “perspicaz”?
Ella no le contesta, o esta discusión va a eternizarse. Le hace el gesto de que siga hablando y su papá le hace caso.
—Es que lo de los libros… ¿me creés si te digo que no tengo nada para escribir? No sé, Sofi. No me siento escritor. Ya lo hablamos, y no te quiero aburrir.
—Vos te tirás a menos.
—No. Eso lo dice siempre Fabiana. Te pido que no lo digas vos también, porque no es cierto.
Lo dice serio. No enojado, pero serio. Sofía se da cuenta de que es verdad, esa frase se la escuchó a su mujer y la repitió sin pensarla demasiado. Estaba ahí y la usó, como un repasador para agarrar la pava sin quemarte. Una no piensa en el repasador. Lo usa y listo.
—No estoy hablando de si soy buen o mal escritor. No lo soy. Punto. No sé si lo fui alguna vez. Escribí una novela —dos, en realidad— en un momento muy especial de mi vida. Me sirvió. Mucho me sirvió. Me permitió seguir adelante. Ni más ni menos, me permitió no quedarme llorando por los rincones cuando tu mamá me pateó y me sacó de su vida. Y, de paso, publicar una de las dos me hizo ganar un montón de dinero que jamás hubiera pensado ganar. Pero eso no tiene nada que ver con ser escritor. No siento la necesidad de escribir, de inventar historias. Y eso es lo que hace un escritor. No solo escribir. Necesita escribir, también. Y yo no lo necesito. No lo quiero. No lo siento. No lo pienso.
Nueva interrupción, cuando el mozo trae la pizza de cebolla y muzzarella.
—No sé si vos sabés a qué te querés dedicar.
—Ni idea.
—Y es lógico, a los catorce años. Lo raro sería que sí supieras. O que estuvieras supersegura de lo que querés hacer. Pero yo, que acabo de cumplir cuarenta, sí tengo algunas cosas claras. Y estar sentado frente a una compu, intentando llenar la pantalla de palabras que no me salen, no es precisamente mi sueño para el futuro.
—Capaz que no te salen ahora. Y dentro de un tiempo te vuelven a salir.
—No, Sofi. Me salieron antes. Me salieron todas juntas. Pero ya está. Ya las escribí. Alguna vez escribí. Como alguna vez conocí a tu mamá. Como alguna vez estuve en quinto grado. Pero ya pasó. Si pienso en el futuro no me veo escribiendo, ni contestando reportajes, ni sacándome fotos, ni viajando por todos lados hablando de mis libros.
—Pero eso te permite vivir bien.
—Sí, y por eso lo hago. Lo sigo haciendo. Pero vos me preguntaste mi sueño, no el pronóstico del tiempo.
Lucas sonríe, como si la frase que acaba de decir fuese demasiado seria. En una de esas lo fue. Pero igual a Sofía le gustó.
—Yo me imagino así. Ahí, me imagino. Leyendo en los ratos libres. Escuchando música. Preparando los almácigos. Regando. ¿Qué?
Se ve que lo que Sofía se está imaginando se le escapó a la cara. Le vino a la cabeza la imagen de un enano de jardín en medio de las plantitas. Mejor dicho, de su papá vestido como se ve a los enanos de jardín, con esos pantaloncitos de colores chillones y tiradores, y un gorro ridículo. Se lo imagina con una pipa asomando de la boca y una carretilla llena de flores. Y larga la risa.
—¿Eh, nena, qué te pasa?
—Nada, nada, una cosa que se me ocurrió…
Y sigue riéndose. A su papá le molesta que no le diga. Es tan curioso como ella, pero se hace el superado. Le patea los pies por debajo de la mesa, para que le diga.
—¿Te puedo hacer de Blancanieves? —le pregunta, y el chiste le parece tan genial que suelta una carcajada tan ruidosa que de las otras mesas empiezan a mirarla.
—¿Qué? ¿Blancanieves por qué?
Sofía renueva su carcajada, mientras mueve los pies hacia atrás, para que las patadas de Lucas no la alcancen. Cuando se calma un poco, se seca las lágrimas con la servilleta.