Los amigos del otro

Hoy, finalmente, se juntan con los amigos de Lucas.

Los dos tienen casi la misma edad que él. O sea, tres ancianos de casi cuarenta años. Claudio, al que Sofía conoció el día de su llegada, es alto, altísimo, más alto que su papá. Y grandote, ancho. Debe ser muy pero muy miope, porque tiene unos anteojos grandes y gruesos, que se le resbalan por la narizota todo el tiempo, y todo el tiempo se los está acomodando con manotazos de la mano izquierda. Como si les diera un sopapo a los lentes, cada vez que lo hace. Sofía supone que el día que se conocieron tenía puestos lentes de contacto, porque de otro modo se acordaría de ese tic.

Edgardo, en cambio, es rellenito tirando a gordo, y tiene una pelada como Larry el de los Tres Chiflados. Debe ser muy tímido, porque se cruza de brazos y se queda así todo lo que puede. Mientras habla hace algún ademán, pero cuando se calla vuelve a cruzarse de brazos.

Se encuentran en un club de ajedrez, cosa que ella ni siquiera sabía que existiese. Es una casa vieja, no demasiado lejos de la estación de Ituzaingó, donde la gente se reúne a jugar al ajedrez. Exclusivamente a eso. Hay un bufet, chiquito, muy chiquito, como el kiosco del primer piso de su escuela nueva. Y toman café, una cerveza, pican algo. Es un salón grande lleno de mesas con cuatro sillas, y ahí están, meta y meta jugar al ajedrez.

Así fue como, según le explicó, se conocieron con su papá. No por el club, sino por el ajedrez. Porque fueron compañeros en el secundario, y se pasaron los cinco años del colegio jugando. Por lo que le contó su papá jugaban en los recreos, a la entrada, en las horas de clase, en las horas libres, en los ratos que les quedaban a contraturno antes de Educación Física. Después de que se recibieron Lucas dejó de jugar. O al menos dejó de jugar así, todos los días. Sus amigos siguieron y, como ya no tenían la escuela, se metieron en este club. Su papá también es socio, pero no va casi nunca. No juega pero de todos modos va seguido, para verse con ellos. A pasar un rato charlando, mientras los otros dos juegan.

Claudio no trabaja, pero dice Lucas que le sobra dinero. Y por lo que Sofía recuerda de su casa, debe ser así, nomás. Parece que sus padres eran dueños de un montón de locales en el centro de Morón. Y tenían esos locales porque sus familias eran dueñas de las tierras cercanas a la estación de Morón hace un siglo. Y a medida que creció el pueblo, y se hizo ciudad, y se llenó de negocios, construyeron un montón de locales para alquilar. Habrán sido los bisabuelos de Claudio los que construyeron los locales. Y cuando se murieron sus bisabuelos los locales pasaron a los abuelos. Y cuando se murieron los abuelos pasaron a los padres. Y cuando se murieron los padres pasaron a Claudio, que se los pasará a los hijos chiquitos que Sofía conoció en su casa. Y vive de eso. De lo que le dejan los alquileres.

Edgardo no tiene un peso pero, a su manera, también se beneficia de los locales de Claudio. Cuando terminaron la secundaria Edgardo intentó estudiar en la universidad. Hizo un año de Derecho, un año de Química, seis meses de Arquitectura y dos materias de Filosofía. Pero nunca se sintió cómodo y terminó abandonando. Entonces Claudio le ofreció que le atendiera el kiosquito de Bartolomé Mitre. Mitre es una de las calles principales, en Morón. Corre perpendicular a Veinticinco de Mayo, la del departamento de ellos. Y está llena de edificios. Pero ahí, en medio de los edificios, hay un kiosco diminuto. De ancho tiene dos metros, y lo ocupa todo el mostrador de las golosinas. Y de profundidad debe tener tres metros. Lo único que entra es el mostrador, Edgardo detrás, y al fondo una heladera para las gaseosas. Pero no es una heladera como las de ahora, con la propaganda de Coca o de Pepsi, la puerta de vidrio y el interior iluminado. No. Es una heladera antigua, que debe tener sesenta años y ocupa la mitad de la superficie.

El otro día, caminando los dos por Morón, Lucas le señaló el kiosco a Sofía. Toda la cuadra, en las dos veredas, tiene un montón de edificios altísimos. Y en medio de esas moles, como si fuera un granito, aparece el kiosco. Desde la vereda de enfrente uno alcanza a darse cuenta de que el kiosco no está solo, en ese terreno. Hay una casa viejísima detrás, abandonada, con el techo vencido y unos yuyos altísimos que crecen en lo que alguna vez fue el jardín delantero. El kiosco es una especie de garaje, delante de todo. Cuando lo vieron así, desde la otra vereda, ella le preguntó a su papá por qué los dueños de ese terreno no lo vendían para construir un edificio en torre.

—Debe valer fortunas ese lote, papá. En Villa Gesell lo vi un montón de veces. Casas viejas que quedaron en el centro, perdidas, las terminaron demoliendo para construir edificios. Los dueños se llenaron de plata, vendiéndolas.

—Sí, Sofi. Vale un montón de plata. Pero Claudio no quiere venderlo, para no dejar a Edgardo sin trabajo.

Sofía pensó que era una respuesta un poco limitada. No por la respuesta, sino por el razonamiento.

—¿Y no es mejor que le consiga otro trabajo? ¿O que, con el dinero de la venta del terreno, armen otro negocio, una empresa, no sé, algo, en lo que pueda trabajar Edgardo?

Lucas la miró y sonrió, con la cara que pone cuando le produce pereza explicarle algo demasiado largo, o complicado.

—Capaz que para gente normal esa es una buena solución, Sofi. Pero mis amigos no son gente normal.

A Sofía se le ocurrió un chiste buenísimo para hacerle pero él la interrumpió:

—Por algo son mis amigos.

Es adivino, el guacho, pensó Sofía. Se le había adelantado.

Hoy, en el club de ajedrez, Sofía entiende un poco más cómo funcionan esos dos locos, y por qué Claudio no quiere vender la casa vieja donde funciona el kiosco. Llegaron cerca del mediodía, después de hacer unas compras. Y ahí estaban sentados, estos dos, en plena partida de ajedrez.

Antes de acercarse ella preguntó, en un susurro (aunque había unas pocas mesas ocupadas, ahí todo el mundo tiene tanta cara de estar exprimiéndose los sesos que a uno le da no sé qué hablar a los gritos, porque teme distraerlos), cómo era posible que Edgardo estuviera jugando al ajedrez a esa hora.

—¿Y quién está atendiendo el kiosco? ¿Tiene un empleado?

—No. Lo cierra y se viene para acá —Lucas también hablaba en voz baja.

—¿Pero esta no es la hora de más trabajo?

—Supongo. Pero a estos dos les importa poco. Como Claudio no le cobra alquiler, Edgardo abre un rato a la mañana y un rato a la tarde. Siempre y cuando no tengan torneo, porque en ese caso el kiosco puede quedar cerrado días y días.

Se acercaron y se sentaron a su mesa, tan silenciosamente como pudieron. Viéndolos jugar Sofía pensó que le encantaría aprender. Sabe jugar, en el sentido de mover las piezas. Pero le gustaría poder hacer lo que hacen ellos, sentarse con esa paciencia, con esa calma, a planificar dos, tres, cuatro movimientos de las piezas del rival y de las propias. Porque así juegan, le explicó su papá. Por eso se pueden pasar un rato largo pensando una jugada con la partida recién empezada, cuando uno podría suponer que hay un montón de posibilidades para jugar. Ellos no juegan así. Seleccionan unas pocas. Eligen. Descartan miles de chances antes de quedarse con una. Sofía le preguntó a Lucas si él juega como ellos y le dijo que no. Que en la secundaria estaban más o menos parejos, pero que después ellos se convirtieron en jugadores en serio. “Bueno, pero vos hiciste otras cosas más importantes”, le dijo ella. Él la miró extrañado. “Los libros, tarado.” Ahí puso esa sonrisa medio de costado, como dando a entender que no era para tanto, y cambió de tema.

Claudio, cuando se sientan, sonríe y los saluda con un beso en la mejilla. Edgardo les dedica apenas un gesto. Está encorvado sobre el tablero. Tiene los brazos cruzados. Como Sofía podrá comprobar en breve, siempre los tiene así. Cuando habla, cuando espera clientes en el kiosco, cuando camina. Ahora, mientras juega, para mover una pieza estira la mano, hace el movimiento y vuelve a cruzarse de brazos, como si ese fuera un nido en el que viven sus manos.

—Discúlpenlo —dice Claudio—. No puede distraerse porque lo estoy destruyendo. Apenas pierda los saluda.

Edgardo levanta la vista, con expresión asesina, pero no dice nada y enseguida vuelve a concentrarse en la partida. Sofía advierte que deben llevar seis o siete movidas. Apenas se han comido un peón cada uno. Supone que la partida está pareja, pero evidentemente no lo está, aunque ella no sea capaz de darse cuenta por qué.

—¿Qué pasó con el concurso, Luquitas? —pregunta Claudio.

—Mañana —responde Lucas.

—¿Mañana qué? —pregunta Sofía.

—¿Se pueden callar? —pregunta Edgardo.

—No —contesta Claudio.

—Mañana se publica en internet la lista de los diez finalistas —dice Lucas.

—¿Por qué por internet? —pregunta ella.

—Porque la editorial que hace el concurso queda en Estados Unidos —acota Claudio.

—Por eso el premio es en dólares —interviene Edgardo.

—Vos dedicate a pensar cómo salir de ésta —lo provoca Claudio, y el otro lo mira feo pero le hace caso.

—Se presentan más de mil novelas, Sofi… Más de mil, en distintos idiomas… Yo lo único que logré fue quedar entre las cincuenta preseleccionadas.

—Pero son trescientos mil dólares —interviene Edgardo, con el dedo índice de la mano derecha en alto. Enseguida vuelve a guardarlo y a mirar el tablero.

—Repito —dice Lucas, que se ha puesto un poco nervioso—. Se presentan más de mil novelas de todo el mundo. Y siempre gana alguna europea o norteamericana…

—No —lo corta Claudio, y como ha sacudido la cabeza, para negar, los lentes se le han escurrido por la nariz y ha tenido que atajarlos con su tradicional manotazo—. De los últimos diez años del concurso Wilkinson, ganaron cuatro europeos, tres norteamericanos, un japonés, una india y una brasileña. El treinta por ciento no responde a tu hipótesis.

Sofía se queda boquiabierta frente a tanta erudición, pero Lucas hace un gesto de que no le dé importancia. Ella está a punto de preguntar algo pero en ese momento Edgardo chasquea la lengua, adelanta su mano derecha y retrocede su alfil desde la posición cinco caballo a la de cuatro torre. Enseguida cruza los brazos. Claudio baja un poco la cabeza, como para ajustar su visión del asunto, y como se le mueven los lentes los endereza con el golpazo habitual. Edgardo, liberado de su turno, toma la posta para seguir la explicación, dirigida a Sofía:

—Tu viejo es siempre el mismo derrotista. Cuando publicó El desierto de los fantasmas dijo que iba a ser un fracaso, que no lo iba a comprar nadie. Y mirá. Se hizo millonario.

—¡Eh, tampoco millonario! —protesta su papá.

—Bueno, retiro lo de millonario. Vivís de lo que te deja ese libro. ¿Sabés cómo me gustaría a mí tener un curro así, para no tener que trabajar como loco de sol a sol?

No termina de decirlo que Claudio y Lucas le clavan una mirada incrédula. Edgardo, que ha terminado de hablar otra vez con el dedito en alto, lo esconde rápido.

—A lo que voy es a que tenés que tener confianza.

—Confianza…

—Sí, confianza.

—De acuerdo. Voy a tener confianza. Y mañana, cuando los del Wilkinson publiquen la lista de cinco finalistas, y El veneno del sol no figure en la nómina, les voy a poner la tapa a los dos. A los tres, porque Fabiana me tiene podrido.

—No me digas que ya está gastando la guita del premio antes de ganarla —dice Edgardo, y de inmediato se queda en blanco, como si acabase de decir una barbaridad.

Claudio lo mira otra vez con cara de “Callate, tarado”, y Edgardo se concentra en mirar el tablero, aunque le toque jugar al otro. Lucas carraspea, como si lo incomodara lo que acaban de decir, o que lo hayan dicho delante de su hija. O al menos a ella le parece que es por eso. Pero se nota que Fabiana les cae mal, y eso la pone contenta. Claudio se acomoda los lentes y juega caballo tres alfil.

Sofía se queda pensando en lo del premio, y en que a veces le cuesta entender a su papá. Por momentos parecería que él no quiere ganar un premio así. ¿O se pondrá en esa actitud para no desilusionarse después?

Cuando un rato más tarde vuelven caminando al departamento, Lucas le pregunta a Sofía si le cayeron bien sus amigos.

—Sí. Mucho —le contesta, y no se lo dice por quedar bien. Se lo dice porque lo siente.

Lucas sonríe.

—Son un poco raros —agrega ella, después.

—¿Un poco? Son rarísimos.

—Sí, son rarísimos.

—Me gusta la gente rara —agrega Sofía.

Su papá pone cara de quedarse pensando, como si no quisiera contestar enseguida.

—¿A vos no?

—Yo diría que me gusta la gente buena, Sofi. Si son raros o no son raros, medio que me da lo mismo.

—Pero no te molesta que sean raros.

—No, qué me va a molestar.

Está a punto de hacer otra pregunta, pero se contiene. Su papá se da cuenta.

—¿Qué?

—¿Qué de qué?

—Que qué me querés preguntar.

—Nada.

—¿Seguro, Viernes?

—Ufa. Otra vez con lo de Viernes.

—Y bueno. Vos faltás a la verdad, yo te digo Viernes.

—Te digo que no era nada. ¿Por qué no me creés?

—Bueno, te creo.

Siguen caminando en silencio, y a ella le molesta un poco haberle mentido. Sí estuvo a punto de preguntarle algo, o de decirle algo, más bien. Iba a decirle que, para ella, seguro que a Fabiana sí le molestaba que los amigos de él sean tan raros. Pero le dio pena. No por Fabiana, ni ahí. Sino por su papá. Por obligarlo a contestarle que sí. Que seguro que sí le molestaba.