Menos mal que se supone que ese tipo es amigo de su papá, porque si no lo fuera sería verdaderamente para tenerle miedo. Tiene los ojos chiquitos y fijos. Si pestañease de costado, en lugar de arriba abajo, serían por completo los ojos de una serpiente. La oficina tiene madera, mucha madera, por todos lados, y unas bibliotecas altas cargadas de libros pesados, de lomos iguales, que tienen aspecto de ser aburridísimos.
Lucas y Sofía están sentados frente a un escritorio que también es de madera, del lado de las visitas. El escribano, que se llama José Paredes Pintos, del lado del dueño de casa (o dueño de la escribanía, correspondería decir). De vez en cuando toma apuntes de lo que Lucas le explica, en una hoja de papel grueso que debe costar unos cuantos pesos y unos cuantos árboles, pero el escribano-serpiente no parece demasiado preocupado por la ecología. Usa una lapicera plateada que debe pesar tanto como esos libros de tapa dura que tiene ordenados, como un rebaño silencioso, en los muchos estantes de la biblioteca.
A Lucas se lo ve cómodo. Sofía no sabe si no se da cuenta de lo raro que es su amigo el escribano, o será que su papá es tan raro como el otro, y por eso le parece de lo más normal.
—El proceso hay que iniciarlo en un Tribunal de familia, Lucas. Acá en Morón.
Hablan del trámite para que su papá la reconozca como hija, y sea todo legal. Sea todo legal y la hinchaquinotos de la directora de la escuela deje de romperles la paciencia con los benditos papeles. Sofía imagina ese día. Sueña con la escena. La directora entra en el aula, interrumpiendo como siempre, sin pedir disculpas al profesor, como siempre, ni a los alumnos, como siempre, como si nadie tuviera nada más que hacer en el mundo que hablar con ella de lo que ella quiere y cuando a ella se le ocurre, y grazna un “¿Trajo sus papeles, Krusni?” (que es lo mejor que le sale la pronunciación del apellido Krupswickz). Y Sofía, en lugar de agachar la cabeza, como hace siempre, ponerse colorada, como siempre, y decirle que todavía no, como siempre, se levantará con un portafolios enorme, que habrán comprado con Lucas para la ocasión, caminará hasta el escritorio del profesor, le pedirá que corra sus cosas (después de todo, ya nadie estará concentrado en la clase que venía dictando) e irá sacando los dichosos papeles. Seiscientos, setecientos papeles de distintos colores y tamaños, llenos de sellos y de firmas, ante la mirada impávida y derrotada de la bruja. Ese día, Sofía será feliz. Profundamente feliz.
Pero por ahora es un sueño. El escribano-reptil anota con su lapicera gris. Buenos músculos, debe tener el escribano en el pulgar, el índice y el mayor, manipulando todo el día esa especie de bazooka con tinta. ¿Hay músculos en los dedos? Sofía se anota mentalmente preguntarle a la de Biología.
—Hay que proponer testigos que puedan acreditar que sos el padre —está diciendo ahora el amigo Paredes Pintos.
Lucas lo escucha tocándose la barba, como hace cuando piensa. Lo escucha y asiente. También se balancea en su silla, que es de madera y cruje con sus movimientos. Sofía se pregunta cuánto tardará el escribano-culebra en pedirle que se quede quieto. Teme que, si sigue hamacándose, termine partiéndola, y el escribano le retire su amistad para siempre. Casi sin darse cuenta ella estira el brazo y lo toca. Lucas la mira. Ella le hace un gesto que significa, dentro de su cabeza, que se quede quieto. Dentro de la de Lucas parece significar lo mismo, porque le hace caso. A Sofía le gusta lo que acaba de suceder. Como si lo hubiera cuidado, y él se hubiese dejado cuidar. Con su mamá eso jamás pasaba. Pero no quiere pensar en su mamá, aunque lo que está diciendo el tal José la lleva sí o sí a acordarse de ella.
—No sé si pensaron en un examen de ADN. Se los puede pedir el juez, o en una de esas es mejor que lo aporten ustedes directamente.
—¿Te parece que será necesario, José? —pregunta Lucas.
—Yo no tengo problema —dice Sofía—. Hagámoslo.
—Pero nos tienen que sacar sangre…
—Supongo que sí, papá.
—No. ¿Y no hay otra manera? —pregunta su papá, que de repente parece nervioso.
—No nos precipitemos —levanta la mano el escribano—. Primero acompañemos la documentación. ¿Tienen el documento de Sofía?
—Sí —dice ella.
—¿La partida de nacimiento?
—Sí —dice su papá.
—¿El acta de defunción de su mamá?
Los dos hacen silencio. No. No la tienen. Y a Sofía le preocupa que el escribano-víbora salga con eso.
—¿Es necesaria? —pregunta.
—Absolutamente —dice el escribano.
—Uy.
—Pero en algún lado tiene que estar —dice su papá.
Sofía no tiene ganas de que anden curioseando. Carajo.
—La verdad, no sé —dice después de una pausa—. En mi casa no quedó. Tal vez la tenga alguna de las vecinas.
—¿Qué vecinas? —pregunta su papá.
—La vieja, Graciela, o la joven, Agustina.
—¿Quiénes? —pregunta el escribano.
—Las vecinas de la mamá de Sofía, en Villa Gesell —aclara Lucas, y después se encara con ella—. ¿Estás segura de que no trajiste ese papel?
—Segura —seguro que está segura. Enseguida propone—: ¿Y si hacemos lo del ADN?
—Son requisitos diferen… —empieza el escribano.
—No —corta Lucas, terminante, ella no entiende por qué.
—¿Por qué no?
—Esperen —se mete el escribano.
—Porque no —insiste Lucas, como quien no tiene la menor intención de dar el brazo a torcer.
—¿Cómo porque no? —Sofía empieza a sulfurarse, porque no le gustan esas reacciones de “no porque no”.
—Porque tengo belonefobia.
—¿Qué?
—Belonefobia.
—¿Y eso qué es?
Un tiqui tiqui tiqui los saca de su discusión. Es el escribano o, mejor dicho, su superlapicera golpeando sobre el escritorio.
—El acta de defunción vamos a necesitarla, sí o sí.
Lucas y Sofía hacen silencio, aunque por motivos distintos.
—Habrá que ir a Villa Gesell a buscarla —dice su papá, después de pensarlo un poco.
Sofía se queda callada, mientras estudia rápidamente sus posibilidades. Casi enseguida se levantan y empiezan las despedidas. Cuando salen puede acercarse a la biblioteca y pispear un poco los títulos de los libros. Cuestiones de técnica notarial en materia de actas, se llama el primero que ve. El de al lado: Inscripción y personalidad jurídica. Una lectura mercantil a la luz de la Constitución y la legislación de asociaciones. Parece una obra maestra del terror. Ya en la vereda, le pregunta a su papá:
—¿Con qué se come eso que dijiste adentro?
—¿Qué dije?
—Cuando hablábamos de hacer un examen de ADN.
—Ah, nada. Además ya lo escuchaste a José. El acta de defunción la necesitamos igual.
—¿Cómo nada? Blenosequé, dijiste.
—Belonefobia, dije.
—¿Y eso qué es?
Lucas resopla y camina unos pasos. Ella no lo sigue. Lo obliga a detenerse y volver.
—¿Te pensás quedar acá?
—Hasta que me digas qué es.
—Miedo a las agujas.
—¿Qué?
—¡Significa que tengo miedo a las agujas, nena! Eso. Me dan fobia las agujas.
Ella asiente. Lo mira fijo y él le devuelve la mirada. Sin hablar, Sofía le hace el gesto de que se pongan en marcha. Aguanta seis, siete pasos. Al octavo, está riéndose a carcajadas.