Basquetbolistas

El primer día de escuela de Sofía es una montaña de sorpresas. Para empezar, llegan tardísimo. Fabiana se lo había anticipado la noche anterior, mientras preparaba sus cosas de trabajo. “Lucas, fijate que Sofía tenga el uniforme listo. Sofía, fijate que Lucas se ponga el despertador con tiempo. Lucas, no te olvides de pedirle al portero que le diga al tarado del cuarto piso que deje su auto bien al costado o no vas a poder salir de la cochera. Sofía, sacate el esmalte de las uñas o te van a hacer un llamado de atención. Lucas…” Fue un infierno.

Si hace el esfuerzo de ser justa, Sofía tiene que reconocer que es posible que hayan empezado un poco tarde con los preparativos. Pero se engancharon a ver una película, y cuando se quisieron acordar eran como las once y media de la noche. Pero esa manía que tiene Fabiana de portarse como un sargento del ejército, apoyadita en el umbral de la puerta del pasillo, y con la mano en la cintura como tomándoles examen, a Sofía la saca. No está segura de cómo lo toma su papá, pero a ella la pone del tomate. En una de esas a él también lo fastidia bastante. Como para que no lo fastidie. No para, la mina. O, más bien, no para hasta que, de repente, se hace la agotada y dice algo al estilo de “Yo cumplí con avisarles” y se manda a mudar.

El lunes a la mañana, de hecho, cuando se despertaron, todavía no se había ido a trabajar. Pero no movió un dedo. Lucas entró en el escritorio a despertarla y ella calcula que le dio bastante trabajo conseguirlo, aunque sus recuerdos son borrosos. No lo hizo a propósito, pero estaba destruida de sueño. Habrá sido la ansiedad, pero después de la película se quedó desvelada. Como a las dos, o dos y media, recién, consiguió dormirse. Claro, a las seis y media estaba cansadísima.

Cuando logra despegarse de las sábanas y arrastrarse hasta el baño, el espectáculo de su cabello es, como siempre, deplorable. No tiene, hoy, aspecto de escoba. Es, más bien, como si dos escobas se hubiesen peleado a muerte, y hubieran sido derrotadas las dos. Además le dan ganas de ir al baño, pero al mismo tiempo no, porque basta que se siente en el inodoro para que se le vayan las ganas, y basta que se levante para que le vengan otra vez. Y encima su papá se pone a hacer tostadas, y Sofía tiene el estómago dado vuelta de los nervios (eso le pasa siempre), y el olor la enferma. Lo peor es que el olor a tostadas se transforma, al ratito, en olor a quemado. Sale del baño con la idea de ir a la cocina a ver qué pasa, y se ve que Lucas tiene el mismo pensamiento porque se chocan en el pasillo, y en la cocina hay un humo que parece Londres en las novelas de Sherlock Holmes. Pero no es un crimen a las orillas del Támesis, sino cuatro tostadas de pan integral incineradas en el horno eléctrico a doce mil grados durante demasiado tiempo. Y como Fabiana ya entró en la etapa de “Arréglense como puedan, yo les avisé, par de idiotas”, se limita a darle los últimos toques a su maquillaje en su dormitorio, antes de irse a trabajar, sin hacer el menor esfuerzo por prestarles una mínima ayuda. Apenas se asoma a la puerta de la cocina, con la cartera al hombro y las llaves en la mano, hace un gestito de “adiós” mientras Lucas se quema con la bandeja del hornito y Sofía ataja, en pleno vuelo, una de las tostadas carbonizadas, y casi se quema viva, la verdad, porque están que pelan.

Por supuesto, todo lo que profetizó Fabiana la noche anterior se cumple a rajatabla. Todas las demoras y confusiones. Incluso lo del idiota del cuarto piso que deja el auto mal estacionado, y Lucas tiene que hacer un montón de maniobras para poder sacar el suyo sin rayar los dos. Y cuando llegan a la calle del colegio se encuentran en un embotellamiento feroz. “Qué habrá pasado”, pregunta él en voz alta. Suponen que es un accidente, o cosa así, pero resulta ser que no, porque cuando consiguen acercarse (y acercarse significa diez minutos a paso de oruga y quedar otra vez varados a una cuadra y media) ven que no pasa nada, nada excepto el montón de autos estacionados en triple fila delante de la escuela con chicos y chicas y padres y madres y abuelos y abuelas bajando donde se les canta, sin preocuparse en absoluto por la cola infernal de autos que se ha formado detrás.

Es tan tarde que Sofía le propone a Lucas que la deje, nomás, ahí en la calle, y él interrumpe su discurso sobre lo-imposible-que-es-construir-un-país-como-la-gente-si-todo-el-mundo-se-maneja-como-una-manada-de-egoístas-hijos-de-tal-por-cual, mira la hora y acepta.

El portero le indica a Sofía hacia dónde tiene que correr para formarse. Y junto con ella hay unos cuantos, más grandes y más chicos, que llegan tan rezagados como ella. Pero con esto de no saberse los recorridos Sofía se demora un poco más que el resto. Gira para un lado cuando los demás van para otro, o sube una escalera que no hay que subir, o se pasa dos pasillos del camino correcto, y termina llegando cuando todos los demás están prolijos, callados y formados.

Porque eso es, finalmente, lo que sucede. Cuando consigue orientarse por el sonido de los parlantes, desemboca en un enorme tinglado lleno de chicos y chicas vestidos con el horrible uniforme marrón y verde del San Jorge. No conoce a nadie, de manera que intenta darse cuenta de cuál será su grupo por los tamaños de los cuerpos.

No es fácil, por dos motivos. Uno: le parece que ve borroso de lejos. Lo que pasa es que antes de tener que usar anteojos prefiere caerse muerta (o casi, tampoco es para tanto). Dos: la directora está en pleno discurso cuando aparece Sofía por el costado del patio cubierto, y la mina gira el cuello y la ve, y mete una pausa en el discurso, como para que los doscientos que están ahí detecten a la nueva (o sea, ella) que llega tardísimo ni más ni menos que el primer día de clases. No es que se queda callada. Tanto no. Pero sí que mete ese silencito antes de seguir diciendo obviedades, justo después de expresarles que es una alegría volver a verlos (su cara de vinagre vencido desmiente esa afirmación de la alegría) y antes de recordarles lo importante que es que se esfuercen porque el nivel académico de la escuela es el de siempre, es decir, un poco mejor cada día.

Cuando termina, y en medio de los tibios aplausos de los docentes, que están agrupados un poco más allá, y de los casi inexistentes aplausos de los alumnos, Sofía encara veloz hacia las filas y se mete en la que le parece que debe ser la suya.

—¿Ustedes son de tercero? —le pregunta a la chica petisita que inicia la hilera.

—No. De segundo —la chica señala un poco más allá.

—¿Acá es tercero? —vuelve a preguntar, esta vez a una rubia de trenzas.

—Sí. Tercero A.

—Gracias.

—De nada.

Se inclina un poco para ver más allá de la rubia. Las de atrás son más altas todavía. Sofía duda de si la petisa es ella o en esa escuela todos son hijos de basquetbolistas.