Hoy, siendo el último sábado antes de que empiecen las clases, a Sofía le encantaría quedarse durmiendo hasta tarde, pero no son más de las ocho y media cuando Fabiana da tres golpecitos breves en la puerta para despertarla.
—Dale, Sofía, que tenemos que comprar los uniformes.
Recién a la cuarta advertencia se incorpora, desganada y lagañosa. Camina hasta el baño arrastrando los pies y se topa con Fabiana en el pasillo. Sofía se sorprende, la verdad. A Fabiana se la ve como si llevase cinco horas despierta: vestida, maquillada, peinada y con una taza de café a medio tomar en la mano.
—Metele que tenemos que llegar temprano al negocio. Sábado a la mañana, si no, va a ser un lío.
Hace lo más rápido que puede, lo que en este caso significa media hora en el baño, ocho minutos para desayunar y seis para vestirse. Lo del baño viene dividido en dos: cinco minutos al principio, después el desayuno, después vestirse, y veinticinco minutos otra vez en el baño. Y es un calvario porque se levantó con el pelo hecho una escoba. El clima de Buenos Aires se lo pone espantoso. Después de una batalla campal entre el peine y su pelo (ganada sangrientamente por su pelo), y cansada de los golpes repetidos en la puerta y los reclamos de “Apurate, por favor, que no llegamos” de Fabiana, finalmente sale del baño dispuesta a comprar los dichosos uniformes.
Calcula que Fabiana debe haberse enojado un poco con su tardanza. O un mucho. Porque no le dirige la palabra durante las cinco cuadras que caminan hasta la dichosa “Tienda Vocación, 50 años vistiendo a los escolares de la Zona Oeste”, según dice la marquesina. Algo tiene que decir Sofía a favor de la bruja. Tenía razón cuando dijo que iba a ser una pesadilla de gente. Chicos grandes, chicos chicos, de secundaria, de primaria, de jardín. Un revoleo de pibes y de chicas probándose, mostrando a sus madres cómo les queda lo que se van poniendo, recibiendo y devolviendo prendas por encima del barral de la cortina del probador, pibes calzándose chombas en los rincones del negocio… un caos. De paso Sofía comprueba horrorizada que el del San Jorge es, definitivamente, uno de los tres uniformes más feos del universo. Verde con marrón, pollera escocesa a tablitas. No cree que haya un clan escocés con tan mal gusto para la combinación de los colores. Seguro que se les ocurrió a los dueños de la escuela. Para completar el espanto: camisa verde, saquito marrón, zapatos marrones, medias verdes. Le parece haber visto uno más espantoso, con violeta y celeste, de una escuela de El Palomar, que se estaba probando una chica de quinto, sexto grado. Pero el suyo, verdaderamente, da pena.
De todos modos, lo peor no es el color de la ropa. Fabiana le hace sacar número. Tienen el 192, pero cuando van por el 157 la mujer de su papá se abre paso a los codazos hasta el mostrador y, de prepo, encara a una de las vendedoras.
—Necesito el uniforme del San Jorge para ella.
—Tiene que sacar núm…
—Disculpame, linda, pero no me puedo pasar toda la mañana acá.
O la chica es floja de carácter o la mirada de Fabiana es la de una loca a punto de prenderle fuego a la tienda Vocación, o las dos cosas, porque en lugar de mandarla a freír churros le hace un gesto de que espere y se mete en el depósito. A la vuelta, junto con un uniforme azul y gris (mucho más lindo que la porquería del San Jorge) que le alcanza a una señora que tienen al lado, deja varias bolsas sobre el mostrador, y le indica a Fabiana que son para ellas.
Ahí se inicia la segunda parte de la aventura, porque delante de cada probador hay una cola de cuatro personas. Ningún problema para su audaz madrastra (¿es su madrastra, o esos parentescos valen solamente para Cenicienta?). Codo va, codo viene, llega hasta un probador, se asoma por el borde, ve que el que se está cambiando es un chico de quince, o dieciséis, y le dedica una de sus sonrisas de hielo.
—¿Te molesta si lo compartimos?
No espera respuesta. Abre de un tirón la cortina y el pibe, que se está probando una chomba, se queda con la prenda a medio poner, y el codo apuntando al cielo, trabado en la tela.
—Dale, vos terminá de ponértela afuera, mientras la nena se prueba.
Sofía no logra decidir qué le molesta más. Si el modo en que esta mujer se mueve como si fuera la reina del mundo, o que hable de ella como de “la nena” con ese chico. Es alto, con el pelo casi negro, y ojos grandes. Ojalá no tenga más de quince, piensa Sofía, para que no la vea como una borrega. Ojalá que todavía esté ahí parado, cuando ella termine, para seguir cruzándoselo en la puerta del probador. Ojalá que la tierra la trague, si nomás se lo cruza, porque seguro que se pone toda colorada y queda como una estúpida. O como una borrega. Pero sus problemas recién empiezan.
Sofía siente que parece un poco más chica de lo que es. Las viejas dicen que todavía “no pegó el estirón”, que es un modo educado de decir que es una enana. Hasta quinto grado era de las más altas de su grado. Pero desde entonces la empezaron a pasar todas. Según decía su mamá no tiene que preocuparse, porque a ella le había pasado lo mismo, y es todo cuestión de genética. Que ella creció a los catorce y a los quince. Y cuando Sofía piensa en los alcances de la palabra “crecer” se refiere, íntimamente, a crecer en todas direcciones. En otras palabras, no solo se siente petisa, sino que, de adelante, es una tabla. En un baile de la escuela, en Gesell, el año pasado, uno de los varones hizo un chiste de muy mal gusto al respecto, que se le grabó como una quemadura. Y le molestó tanto que no tuvo más opción que alejarse, llenar un vaso grande de gaseosa, volver y enchastrárselo en la camisa. Cuestión de principios. En otras palabras, el tema la tiene un poco perturbada. Es verdad que todavía está a tiempo. Pero el asunto la preocupa.
La cuestión es que el uniforme que se prueba le queda como tres talles más grande. O como cinco. Los puños de la camisa le sobresalen diez centímetros más allá de los dedos estirados. Y puede usarla de vestido, más que de camisa, porque le llega casi a la altura de las rodillas. A la pollera tiene la brillante idea de, en lugar de probársela, medirla en su cintura, con lo que acelera la constatación del inevitable fracaso. Menos mal. Menos mal que no llegó a sacarse los pantalones, porque de repente, sin previo aviso, la cortina se abre de lado a lado y aparece la cara de Fabiana.
—¿A ver, Sofía?
Casi le da un soponcio (otra expresión de su madre, pero ni tiempo de ponerse triste, porque detrás de Fabiana, la cara del chico, que no sabe si la mira con curiosidad, con compasión o con ganas de que le deje libre el probador).
—Uy, no. Eso te queda enorme.
¿Se dio cuenta ella solita o le soplaron?, piensa Sofía. Pero no dice nada.
—Dame la ropa que le pido un par de números menos.
—¿Y si la vas buscando y yo lo dejo a él que termine de probarse?
Recién entonces Fabiana parece percatarse de que el chico está detrás, esperándolas. El chico parece esperanzado. Sin responder, Fabiana sale disparada detrás de la empleada que se dignó atenderlas. Sofía se hace a un lado para dejar pasar al chico.
—Gracias —murmura él.
Del probador de al lado emerge un nene de tres o cuatro años, con un delantal cuadrillé lila. Tiene un chupetín a medio lamer, todo pegajoso y baboseado, colgando de la boca. En un momento se agacha a mirar algo en el piso y el chupetín le resbala por el guardapolvo. Lo llena de pegote. La madre está hablando a los gritos por celular. Sofía piensa en ayudarlo, porque el chupetín ha quedado adherido a la tela, pero en ese momento vuelve Fabiana hecha una tromba, con otro uniforme en la mano. Lo deja en las de Sofía y está a punto de abrir de un nuevo manotazo la cortina cuando, por suerte, el chico la descorre por sus propios medios. Está vestido con una remera de Stone Temple Pilots, ahora que se sacó el uniforme. Se encoge de hombros y le sonríen a Sofía al salir.
Ella ignora qué hubiese pasado de haber tenido dos minutos más. Tal vez nada, o a lo mejor le preguntaba su nombre, o le sacaba charla de cualquier pavada. Pero no pudo comprobarlo porque Fabiana ya la empujaba dentro del probador.
—Probate este, Sofía, a ver qué pasa. Es mucho más chico.
Ella desea con todas sus fuerzas que el chico no haya escuchado eso de “mucho más chico”, porque le suena a reproche. Cierra la cortina de un tirón y se cambia. Le da la impresión de que le queda bien. Horrible, con sus verdes y sus marrones, pero del tamaño correcto.
—Creo que este sí —grita a través de la cortina.
Fabiana se asoma. La mira de arriba abajo, como si fuese un escáner.
—Sí. Este está bien. Sacátelo que lo voy pagando.
Cierra otra vez la cortina. Sofía escucha que le grita desde el otro lado.
—Pasame primero el que te probaste antes, así no me confundo.
Sofía se lo lanza por encima de la cortina. Desea que no lo ataje, que le caiga encima al nene de guardapolvo lila, que se lo pegotee todo de chupetín de frutilla. A ver cómo se lo explica a la empleada. Pero cuando termina de cambiarse ve que Fabiana está junto al mostrador, con una tarjeta de crédito en la mano, y con la empleada esperando, obediente, para pasar la compra. Mientras Fabiana firma el cupón Sofía se acuerda de algo.
—¿De qué escuela son las chombas rojas con el escudito amarillo? —le pregunta a la chica.
—Del Nicolás Avellaneda de Haedo —le contesta.
—¿Por qué preguntás? —se mete Fabiana.
—Porque me gustaron los colores.
—¿Rojo con amarillo te parece lindo? —le pregunta, con cara de que a ella le parece inconcebible.
—Me encanta.
La chica les alcanza la bolsa con la ropa. Fabiana la agarra y sale dando pasos grandes, como si siguiera apuradísima. Sofía le sonríe a la empleada:
—Chau. Gracias.
—Chau. Decile a tu mamá que cualquier cosa con el ticket lo puede cambiar.
No la corrige. Demasiado trabajo. Antes de salir ve que la mamá del chico de jardín deja el guardapolvo pegoteado en un rincón del mostrador, haciéndose la estúpida. Agarra al hijo de la mano y se va sin comprar nada. Fabiana espera en la vereda. Sofía sale del negocio pensando que las dos podrían formar un club, después de todo.