Una vez Sofía vio una película que le impresionó mucho. Era algo así como un clásico de los setenta: Expreso de medianoche. Es de un tipo, un inglés, o un norteamericano, no se acuerda bien, que cae preso en una cárcel turca. El lugar es un horror. Una pesadilla. Y el tipo sufre una barbaridad, pero al final consigue escaparse. En la última escena Sofía estaba como loca, sentada en el borde de la silla, viendo si el fulano consigue escaparse o no. Porque el protagonista sale por la puerta, nomás, de la cárcel, vestido de guardia. Y se va caminando, y allá a lo lejos aparece un jeep cargado de guardias, que va de frente hacia el prisionero. Y uno piensa “Ahora lo agarran, ahora lo agarran”. Pero el tipo sigue caminando, lento, despacito, pero siempre derecho, y al final los del jeep lo esquivan y siguen su camino hacia la cárcel.
Bueno. Los cincuenta metros que caminan desde el despacho de la directora hasta la puerta de entrada de la escuela Sofía se siente igual. Solo que ahora son dos los que van caminando como por un campo minado, y Sofía se la pasa suponiendo que la directora va a salir detrás de ellos a gritar que los frenen, que seguro que le mintieron, que eso del incendio es todo una patraña, que le devuelvan la vacante. Pero llegan a la reja, el portero les abre y los saluda, y ya están en la vereda.
Cuando Sofía se siente a salvo se vuelve hacia Lucas y le pregunta, a los gritos:
—¿Se puede saber por qué saliste con eso del incendio?
—No sé, nena. Se me ocurrió.
—¿Pero un incendio? ¿No era suficiente con la tragedia de “la chica huérfana”, que le tenés que agregar lo del incendio?
—¿Y qué querés? Seguro que me empezaba a volver loco con lo de los papeles. Así por lo menos gané tiempo. Además, vos también te prendiste.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Te iba a dejar pagando?
—No, pero entre dejarme pagando y ponerte a llorar porque se te quemaron las muñecas de cuando eras chica…
Sofía sonríe, halagada.
—Qué actriz, tu hija, ¿eh? ¿No estuve supercreíble?
—¡Lloraste! ¡Sos una mentira caminando!
—La próxima vez te dejo solo, a ver cómo te las arreglás.
—¿Lo de la muñeca rubia, que te había regalado yo cuando eras chiquita?
—¿No quedó lindísima esa parte?
—Quedó cursi.
—Pobre de vos. ¿Qué quiere decir “cursi”?
—¿No sabés lo que significa “cursi”?
—No.
—Y después me venís con que sos buena lectora.
—¿Y qué tiene que ver? Nunca me crucé con la palabra “cursi”. Además, me suena antigua. Una de esas antigüedades que vos decís y que no le escucho a más nadie.
—A nadie más.
—Eso dije.
—Dijiste “a más nadie”.
—Ufa.
—Tenemos que ir al escribano, para empezar los trámites. Pero necesitamos que, de la escuela de Villa Gesell, nos manden los papeles para poder anotarte acá.
—Uy, qué lío.
—¿Qué? ¿No están los papeles?
—Sí que están. Pero no falta nada para empezar las clases. Tres días.
—Por eso tenemos que apurarnos. De todos modos, un poco la enternecimos, a la directora. Con eso tiramos un par de semanas.
—¿Viste? ¿No estuve genial con lo de mi muñeca quemada?
—Dale, Andrea del Boca. Vamos que se hace tarde.
—¿Andrea qué?
—Andrea del Boca. ¿No la conocés? ¿Ves que vivís adentro de un frasco de mayonesa?
—¿Ves que sos una máquina de decir antigüedades?
—Igual te perdono.
—¿Por?
—Porque hace un rato dijiste “Qué actriz, tu hija”.
Sofía sacude la cabeza. No sabe qué decir.
—Me gustó escuchar eso de “tu hija” —agrega Lucas.
—Sos un tarado.
—Tenés razón, Viernes. Tenés razón.
—Me tenés podrida con lo de Viernes.
—¿Empezaste a leer la novela?
—¡Cuanto más me hinches con que lea Robinson Crusoe, menos voy a leer Robinson Crusoe!
—Qué carácter, Viernes, qué carácter.