La escuela tiene un portón de hierro alto, verde, con un enorme cartel cruzado encima: “Instituto San Jorge”. Los hacen atravesar un amplio patio de baldosas rojas en el que hay pintadas canchas de voley y de handball. Después esperan en una sala cuyas paredes están llenas de cuadros de próceres y placas de bronce. Sofía se entretiene leyendo algunas. “Al Instituto San Jorge, sus exalumnos de la promoción 1969.” “Al Instituto San Jorge, sus agradecidos egresados de la promoción 1985.” Sigue leyendo placas. Todas se parecen mucho. Solo difieren los años.
—¿No parece un cementerio? Digo, tanta placa de bronce…
—Son regalos de los egresados.
—¿Y alguien las mira, alguna vez?
Lucas se las queda observando un rato largo. Sonríe.
—¿Siempre sos rara, o conmigo hacés un esfuerzo de “rareza”?
Sofía no contesta. No se enoja porque él no se lo dijo como una crítica. Tampoco como una burla. Fue casi como un elogio.
En eso se abre una puerta y los hacen pasar. La directora del San Jorge es una mujer alta, de rulos pelirrojos. Los saluda con un apretón de manos. Sofía intenta acordarse de si alguna vez la saludaron antes así, con un apretón de manos. Le parece que no, que esta es la primera vez. ¿Estará convirtiéndose en adulta o esta tipa es el colmo de anticuada?
—Ustedes dirán en qué les puedo ser útil.
Lucas carraspea y se pone a explicar. Dice que es Lucas Marittano, que es muy amigo del profesor Espíndola y de la profesora Guzmán, y que ellos le han recomendado muy calurosamente el Instituto. Que esta es su hija Sofía, que acaba de llegar de Villa Gesell y que tiene que empezar segundo año…
—Tercero —le sopla Sofía en voz baja.
—Tercero, sí, tercero —corrige.
Tonto. Así parece que no tuviera ni idea de quién es ella, que estuvieran improvisando. Sofía teme que los haga quedar pésimamente mal.
—¿Y qué tal fue su desempeño en el ciclo lectivo del año pasado? —pregunta la directora, y muy a su pesar Sofía nota que esa mujer empieza, definitivamente, a caerle para el traste. Alguien que pudiendo preguntar “¿Y el año pasado cómo te fue?” cambia ese sencillo interrogante por todo ese laberinto de palabras, no merece, para ella, la menor confianza.
—Bien —contesta, segura de que el interrogatorio no va a detenerse tan fácilmente. Pero le encanta el monosílabo porque seguro que le provoca impaciencia a la señora directora.
—¿Y qué considera usted bien?
“No me tutea”, piensa Sofía. “La mina no me tutea”.
—Fui abanderada en el último año de la escuela primaria. Y en primero y segundo del secundario no me llevé ninguna…
—Quiere decir que aprobó todas las materias…
“¿Y no es lo que acabo de decir?”, piensa Sofía. Ah, debe haberle molestado que habló de “llevarse” materias. ¿Quiere hacerse la complicada? Compliquémonos, dale, decide Sofía.
—Es verdad. Aprobé todas las materias. Y, por cierto, tuve un promedio de ocho puntos con ochenta y ocho centésimos.
Eso de los puntos y los centésimos, y el “por cierto” lo dice para molestar a la directora, pero la cara de la mujer no demuestra que haya pescado la ironía. Se limita a asentir. Sofía lo mira a Lucas, como diciendo “Ahora seguí vos, flaco”.
—Como le decía, nos gustaría mucho que Sofía pudiese continuar sus estudios en el San Jorge.
—Siempre es muy difícil encontrar vacantes en nuestra escuela. Tenemos una demanda enorme, como se podrá imaginar.
Sofía intenta imaginarlo. Hordas de chicos agolpados frente al portón verde, gritando “¡Quiero entrar, quiero entrar!” No. No se lo puede imaginar.
—Descuento eso. Ocurre que Sofía acaba de llegar, y para mí sería muy importante que tuviera un marco de contención y calidad académica, y me parece que el San Jorge reúne esas condiciones.
Sofía aprecia que Lucas, cuando quiere, puede ser convincente. Un diplomático, el tipo. La directora los mira un segundo y consulta unas planillas que tiene sobre el escritorio.
—¿Trajeron la documentación pertinente?
—Bueno, este… sobre eso le queríamos preguntar. Pero no queríamos anticiparnos, antes de definir si Sofía tenía la vacante…
La mujer sigue mirándolos. Primero a ella, después a él. Otra vez a ella. Los ojos se le achinan un poco, como si estuviera tomando una decisión difícil. Pero a Sofía le parece que, sobre todo, más que decidiendo, está disfrutando. Eso de mantenerlos en vilo. Tener el poder.
—Creo que el San Jorge le va a dar una posibilidad.
Dice esto y saca un formulario del primer cajón de su escritorio. Se dispone a completarlo.
—¿Trajo su documento?
Sofía lo lleva en el bolsillo trasero del jean. Se incorpora un poco para poder sacarlo. Se lo extiende.
—Sofía… ¿Krupswickz?
Detrás de sus lentes, las cejas de la directora se arquean, interrogativas o disgustadas.
—Sofía tiene el apellido de su mamá. Estamos haciendo los trámites para que yo me convierta en su tutor legal.
—¿Cómo “tutor”? ¿No me dijo que es su padre?
—Lo soy. Pero la mamá de Sofía murió, y los papeles quedaron sin hacer.
La mujer pestañea. Sofía vuelve a pensar que esa frase es como un comodín cuando jugás al chinchón. Siempre es útil. Un comodín te permite convertir dos reyes, que así son un clavo, y veinticuatro puntos en contra, en un juego. La frase “la mamá de Sofía murió” permite cortar los interrogatorios y los reclamos. Alguna vez lo escuchó a Lucas usarla con Fabiana, para detener sus quejas. Sofía misma la usa con él, cuando se pone pesado con algo. Y ahora él acaba de jugar ese comodín: “Su mamá murió”. Eso siempre da un poco de ventaja. Aunque sea unos minutos de buena voluntad.
—Entiendo…
—Sofía vivía con su mamá en Villa Gesell. Por eso…
—¿Además en otro distrito? —la mujer suena contrariada—. ¿Y tan lejos? Aunque sea necesitaría una autorización…
—¿Sabe qué pasa, señora? —Lucas la interrumpe, y Sofía no puede creer lo que escucha a continuación—: Todos sus papeles se quemaron en el incendio.