Radio

Sofía y Lucas desayunan juntos, como todos los días. Fabiana ya se fue, bien temprano, a trabajar. Bajan del departamento a eso de las diez y caminan hasta el gentío de la plaza, frente a la estación de trenes.

—¿En qué pensás? —pregunta Lucas imitando, en broma, los ojos muy abiertos de Sofía, su cara de sorpresa.

—No hay caso. No me acostumbro a ver tantos colectivos juntos, todos distintos. En Gesell tenemos una sola línea, el 504.

Él sonríe y no dice nada. Pero la sonrisa es de canchero, y la pone precisamente para eso, para que Sofía la vea y se caliente.

—¡No te hagas el canchero, nene! Como si fuera taaaaan importante que haya colectivos.

—Yo no me hago nada. Sos vos, que te perseguís.

—No me persigo. Hacés esa sonrisita de “esta tarada provinciana”.

—¿Todo eso dice mi sonrisita? Nada que ver. Cruzá que te pisan, Viernes.

—¿Por qué Viernes?

—Por nada.

—Decime, por qué.

—Por nada. Un personaje de una novela.

—¿Qué personaje? ¿Qué novela?

Robinson Crusoe. No la leíste, ¿no?

—No, la provinciana no la leyó.

—Te la voy a prestar. Es muy buena. Un clásico. Tomemos el 172, Viernes.

—¡Cortala con lo de Viernes!

Se acomodan en un asiento doble.

—Te tengo que sacar una tarjeta de estas, para viajar. Pero estaba esperando a que definiéramos lo de la escuela.

—¿Y qué pasó con eso?

—Tenemos una entrevista con la directora, pasado mañana. Yo te aviso.

—¿No estás emocionado con esto del reportaje?

—¿Por?

—¿Cómo “por”? Vas a hablar por la radio, no sé.

—Uh… si vos vieras lo que es la radio.

—¿Ya fuiste?

—No. A esta radio no fui, pero supongo que se parece bastante a otras a las que sí fui.

—¿Y entonces?

—Mirá. Hay radios grandes y radios chicas. Esta es de San Justo, seguro que es chiquita, la escuchan en la zona…

—En Gesell hay un montón, pero nunca fui. Debe ser emocionante… decí la verdad.

—Mirá. Capaz que las primeras veces es así, pero después… —se queda pensando, antes de seguir—. Al principio, cuando recién había salido El desierto de los fantasmas, me entusiasmaba ir a una radio. Después, cuando las ventas explotaron, llegó un momento en que me saturó.

—¿Y ahora?

—Ja. Me parece que sigo saturado.

—No te entiendo.

—¿Sabés qué pasa? Es un poco hincha que te pregunten siempre lo mismo, Sofi.

—¿Cómo lo mismo?

—Es como si fuese el mismo reportaje, repetido cien veces. Te puedo pronosticar las cinco preguntas básicas que me van a hacer en la entrevista. ¿Querés ver?

—Dale.

Lucas empieza a enumerar, tomándose los dedos de la mano izquierda mientras lo hace.

—Uno: ¿El desierto de los fantasmas está basada en hechos reales? Dos: ¿Te imaginabas, cuando escribías la novela, que iba a convertirse en un éxito de ventas en Argentina y en el exterior? Tres: ¿Qué se siente al haber escrito un libro que vende medio millón de ejemplares? Cuatro: ¿Pensaste en escribir una segunda parte de la historia? Cinco: ¿Te gustaría que El desierto de los fantasmas se transforme en una película?

Sofía se queda mirándolo, y Lucas le sostiene la mirada, todavía aferrándose el meñique izquierdo.

—¿Querés apostar algo, chiquita?

—No te creo.

—¿Querés apostar? No te garantizo que sea en ese orden, pero esas cinco cosas me las preguntan seguro. ¿Apostamos una Coca al salir?

—Dale.

Bajan del colectivo, caminan dos cuadras y se detienen frente a una galería comercial.

—Es acá —dice Lucas.

—¿Acá?

Él hace que sí con la cabeza. Suben una escalera, siguiendo los carteles que indican “FM Luces”.

—Raro, el nombre, ¿no? —comenta ella.

—Cierto. Es más habitual que se llamen Espacio, Voces, Redes, Encuentro, nombres así.

Llegan a la puerta de un departamento. Tocan el timbre y les abre un chico joven.

—Venimos a la nota con Malva Soria.

El pibe los hace pasar. El lugar parece la sala de espera de un médico. Se abre una puerta y sale una mujer flaca que usa un montón de pulseras que tintinean. Cuando la saluda con un beso a Sofía le llega un amargo olor a cigarrillo.

—Pasen, Lucas. Pasen. Termina la tanda y empezamos. Qué bueno que pudiste venir.

Entran en una habitación minúscula, forrada con listones de madera y alfombrada con una carpeta gruesa y oscura que tiene un montón de quemaduras de cigarrillo. Sobre una de las paredes hay un vidrio. Al otro lado, el chico que les abrió la puerta maneja una consola de sonido. Hace una seña y dentro del estudio se enciende una luz roja. La flaca se acomoda el pelo y habla.

—Aquí estamos de nuevo, estimados radioescuchas —la mujer arrastra las vocales, las emes, de una manera tan artificial que a Sofía le llama la atención que no se haga un nudo con su propia lengua—. Y hoy con una visita que prestigia nuestro programa. Tal vez, si yo digo Lucas Marittano ustedes no ubican de qué vamos a hablar, quién nos está visitando. Pero si digo que tenemos en el estudio de FM Luces al autor de El desierto de los fantasmas… ¿existe alguien, alguna alma humana que no sepa de quién estamos hablando?

“Alma humana”. A Sofía la frase le da vueltas por algún lado. Lucas la mira un segundo, con una mueca chiquita pero tan graciosa que ella casi larga la carcajada, pero se contiene.

—Lo primero que quiero preguntarte, Lucas, es… uno cuando lee El desierto de los fantasmas lo primero que se pregunta es… ¿La historia es real? Quiero decir, ¿el libro está basado en hechos reales?

Antes de responder, Lucas se rasca la nariz con el pulgar. Pero Sofía sabe que lo que está haciendo es marcar un número uno. Casi una hora después, cuando salen de la radio, se detienen en un maxiquiosco.

—Yo quiero una Coca Zero, piba —dice Lucas, que mira de reojo un televisor sin volumen que el quiosquero tiene encendido.

—Igual, las pagás vos, quedate tranquilo —contesta Sofía, que sigue rabiosa porque no le gusta perder a nada, ni siquiera a las apuestas tontas.

—Sí, es verdad, pero quién me quita el placer de ver esa carita de derrota, Sofita.

—Andá, nene.

Se van tomando las gaseosas mientras caminan por la vereda, rumbo a la parada del 172. El “Sofita” le queda rebotando en la cabeza, en el alma, Sofía no sabe bien por dónde, pero le queda.