Desde hace algunos días se dedican, sin decirlo, a intentar organizar el lío de sus nuevas vidas. Fabiana para lo único que se involucra es para hacer preguntas corteses y sonreír únicamente con la mitad inferior de la cara. Sofía sigue sintiéndose incómoda con ella. Y Lucas hace todo lo que puede para que el tiempo que comparten los tres sea lo más llevadero posible. Y Sofía no está segura de cómo le está yendo con eso. Le parece que bien. Pero no está segura.
Toda la situación le hace pensar en esos tipos que a veces se ven en las películas, que hacen artes marciales pero moviendo los brazos y las piernas sin pegarle a nadie, todos coordinados. Un poco así siente que se mueven ellos, con ganas de evitar roces y conflictos. Fabiana se levanta primero y se va temprano a trabajar. Sofía amanece a eso de las nueve, con el sol alto que le da a través de las ranuras de la persiana, y con el olor a tostadas que viene de la cocina. Sale del exestudio o exescritorio convertido ahora en dormitorio con el pelo hecho una melena salvaje que Lucas define como “el mejor nido con el que puede soñar cualquier carancho”. Él la espera con el desayuno preparado.
Después van a hacer trámites o compras, o las dos cosas. A veces en Morón, a veces en Buenos Aires. En ese caso, la salida también es un paseo. Sofía conoce así Plaza de Mayo, la Catedral, el Congreso. Palermo, Puerto Madero, San Telmo.
Hoy fueron a conocer el Aeroparque. Hace como tres horas que están pegados a la reja, cerca de la cabecera de la pista, viendo aterrizar esos aviones gigantescos. Al principio a Sofía le dio vergüenza que él la viese embobada como una chiquilina de siete años. Semejante grandulona de catorce. Pero es la primera vez que ve aviones grandes desde tan cerca. En Gesell se ven avionetas, y solo en plena temporada. Esas medio destartaladas que arrastran un cartel de propaganda de bronceador o que pasan atronando con un parlante que grita el anuncio de las obras de teatro que están de gira por la costa. O los fines de semana, algún avioncito de acrobacias. Pero aviones grandes, grandes como estos, muy de vez en cuando, y demasiado altos en el cielo.
—¿Te gustan los aviones?
—No.
Tonto. ¿Todos los hombres serán así, de preguntar cosas obvias, o solo este hombre en particular? Sofía no tiene demasiada experiencia en tratar con hombres, salvo los pocos novios que llevó su madre a casa alguna vez. Y, la verdad, le parecieron una manga de idiotas. Y los de su edad, no sabe. Están sus amigos de Gesell, sí. Pero hasta ahí. No es un tema fácil, ese de los amigos. Ni siquiera el de las amigas. Siempre le da bastante trabajo eso de tener amigos. Ahora que creció, sobre todo. Hasta los once, los doce, la cosa funcionó sin mayores sobresaltos. En la escuela, más que en el barrio. En ese Gesell casi vacío de los inviernos la mayoría de sus compañeros —por no decir todos— vivían lejos de la playa. Es menos frío, menos ventoso. Y más barato, sobre todo. Por el lado del boulevard, bien lejos de la costa. La única marciana que vivía a una cuadra de la playa era ella. Y todo por el capricho de su mamá de tener vista al mar, aunque miles de veces la vio pasarse las tardes en el sillón verde, de espaldas al mar y a la ventana del balcón. Cada vez que la invitaban a la casa de alguien, después de la escuela, eso significaba volver cruzando calles ventosas y desiertas. A su mamá le daba miedo. Y a ella también.
Y encima los varones se pusieron muy estúpidos, últimamente. Hasta los diez, los once años, se podía jugar con varios, conversar con algunos. Ahora se han vuelto imbéciles, salvo que de repente hayan madurado en las semanas que lleva viviendo lejos. Pero no cree. Y a juzgar por lo que le cuentan Carla, Nayla, Celeste (que son sus más amigas), siguen siendo los mismos tarados que dejó.
Y con las chicas le pasa que se siente más amiga de ellas que las demás de ella. Como que ellas se abren, le cuentan. Ella sabe mucho de sus vidas. Todo, casi. Y en cambio, al revés no pasa lo mismo. No porque sean malas. Es que Sofía no dice nada. Prefiere escuchar. Prefiere que hablen las otras. Una mezcla de timidez y…
—Sí, y más timidez —concluye Lucas, y ella se percata de que lo que creyó que estaba pensando lo estaba, en realidad, diciendo. Bueno. Ya está. Ya que empezó a hablar, aprovecha y sigue—. Debo ser muy tímida, nomás. Pero siempre tengo miedo de ser pesada. De hablar de cosas que a los demás los aburran, de que me tomen por rara…
—Sí, te entiendo. A mí muchas veces me pasa lo mismo. Tampoco te preocupes, Sofía. Es bueno tener amigos. Pero no es fácil que de las dos partes se pueda ser igual de amigo. Que cuenten lo mismo, que se abran en la misma medida…
—Mamá decía que era porque yo era muy madura. Que por eso me costaba entablar relaciones simétricas.
—¿Así te decía? ¿“Relaciones simétricas”?
—Sí. ¡No te rías!
—No me río.
Se quedan callados. En los días buenos su mamá decía cosas así. En los días malos no decía nada. Ni sobre ese tema ni sobre ningún otro. Pero mejor no pensar. ¿Cómo llegó a detenerse en eso? Ah, sí: los amigos, y antes que los amigos, los hombres, y antes que los hombres, los aviones.
—La verdad, me encantan los aviones. ¿A vos no?
—Sí. Me impresiona un poco ver cuando despegan.
Otra vez en silencio contemplan cómo un enorme Embraer de Aerolíneas toca suavemente la pista.
—¿Anduviste alguna vez en avión? —pregunta Lucas.
—No.
—Cuando estás por tocar tierra no se escucha ruido. Recién cuando aterriza vuelven los sonidos. Se ve que las ondas chocan con la tierra, algo así.
—A mí me sorprende cómo algo tan pesado puede despegarse así del piso, ¿no?
—Exacto. Siempre me impresiona. ¿Quéres comer algo? ¿Tenés hambre?
—Esperá. Veamos dos más.
Aterrizan otros dos y cruzan a comprar un choripán para cada uno. Se acodan en la baranda, de cara al río, para comerlos.
—Tenemos que anotarte en la escuela —dice, de la nada, Lucas, y su tono suena cauteloso.
—Supongo que sí.
—Decime una cosa. ¿Cómo sos, vos, como alumna?
—¿Cómo, cómo soy?
—En la escuela, ¿cómo te va?
Sofía se toma un momento para responder. El sol se refleja en el río amarronado y lo hace brillar. ¿Dice la verdad o mejor no? Decide que sí.
—Bien. Bárbaro me iba. Terminé la primaria como abanderada.
—Qué bueno.
—¿Por qué me lo preguntás?
—Te lo pregunto porque hay varias escuelas a las que podrías ir. Públicas, privadas, grandes, chicas…
—En Gesell fui siempre a una escuela del Estado. A dos, bah. Tuve que cambiar para el secundario.
—Estuve pensando en una privada, no muy grande. Se llama San Jorge. Dan clase un par de profes amigos míos, y me dijeron que es buena.
—¿Es católica? Digo, por el nombre.
—Sí. ¿No querés?
—¿Vos sos católico?
—Eh… sí. No sé. No católico de ir a misa. Pero supongo que sí. Pero si no querés podemos pensar en otra.
—No es eso. Es que no tengo ni idea. Mamá era más atea que las piedras. Y yo supongo que también. Pero podemos probar.
Lucas la mira y vuelve a sonreír.
—¿De qué te reís? —le pregunta.
—Me gusta cómo resolvés las cosas. Pim, pum. Listo. ¿Vamos yendo?
Se acercan a la parada de colectivo. Algunos días salen con el auto. Otros no, porque se lo lleva Fabiana. Hoy vinieron en tren y colectivo. Para Sofía es mejor. Siente que así conoce más la ciudad.
—Así que creés en Dios.
Lucas no le contesta. Levanta la mano para que el ómnibus se detenga. Suben y pasa la tarjeta. Como está casi vacío pueden elegir asiento.
—Sí. Creo en Dios. A los ponchazos, pero creo.
Ahora es Sofía la que se ríe. Él le pregunta por qué, y le dice que por nada. Lo que pasa es que le causó gracias esa expresión de “a los ponchazos”.