A la mañana siguiente Lucas le propone a Sofía que lo acompañe a dar una vuelta. Dice que apenas uno camina unas cuadras sale del centro de Morón y empiezan las casas bajas y las veredas arboladas.
—No será tan lindo como Gesell, pero a lo mejor te gusta.
—No te creas que Gesell es siempre lindo —di-ce Sofía mientras toman el ascensor—. Nuestro edificio está cerca del centro, en medio de otro montón de edificios altos. En invierno se hacen sombra unos contra otros. Y encima están llenos de persianas bajas, como ojos cerrados.
Lucas sonríe.
—¿De qué te reís?
—De nada. Me gustó esa imagen de los ojos cerrados. ¿Te gusta escribir?
Sofía se sorprende. Nunca se lo habían preguntado.
—No. Pero me gusta leer.
—Se te nota.
—¿Por?
—Porque tenés las pestañas medio chamuscadas.
—En serio, te digo.
—No sé por qué, pero se nota. Es muy bueno que leas.
—¿Ah sí?
—Sí. Vení. Doblemos por esta calle para alejarnos del centro.
—¿Y cuándo decidiste que querías ser escritor?
Se toma toda una cuadra para contestar. Demora tanto que ella está a punto de preguntarle de vuelta, por si se ha olvidado. Pero no. Responde tarde, pero responde.
—Mmm… no tengo demasiado claro qué contestarte. Ojo. Metele que este viene rápido.
—Tampoco tengo cinco años, para que me cruces de la mano.
—Perdón. Tenés razón.
—Te pregunté algo…
—Sí. Primero: no creo haber “decidido” nada. Y segundo: no me considero un “escritor”.
—¿Estás fumado?
—¡Qué decís, Sofía!
—Si estás loco.
—No, dijiste si “estoy fumado”. ¿Te parece manera de que le hable a un grande una chica de catorce años?
—Es un modo de decir.
—Qué modo, jovencita. Si lo que querés decir es que te parece raro lo que te dije, bárbaro. Pero buscá otras palabras. No “estás fumado”.
—Okey. Lo que te quería decir. ¿Cómo no vas a ser escritor? Publicaste una novela que vendió medio millón de libros. ¡Medio millón!
—Sí.
—¿Sí qué? Entonces, sos escritor.
Mientras hablan se van alejando del centro. Llegan a una avenida por la que pasan un montón de autos y camiones. Al otro lado hay una plaza. El cielo está cada vez más negro, y el aire más pesado. Demoran bastante en encontrar un intervalo en el tránsito para poder cruzar y sentarse en un banco de la plaza, lejos de la avenida para que no los moleste el ruido de los motores. Lucas señala las calles, alrededor de la plaza.
—Esa avenida separa Morón de Castelar. Acá, donde estamos ahora, es Castelar. Ese es el club Morón.
—¿Pero no me decís que de este lado de la avenida ya es Castelar?
—Sí.
—¿Y por qué ese club se llama Morón, si queda en Castelar?
Lucas la mira, un poco perplejo.
—No sé, pero se llama Club Morón.
Sofía retoma lo que venían charlando:
—Me venías diciendo lo de ser escritor o no ser escritor.
Él asiente y hace una mueca con la boca, antes de seguir conversando.
—Tu mamá era maestra, ¿cierto?
—Cierto.
—Porque trabajaba de maestra.
—Obvio.
—Bueno. Yo creo que uno es escritor si trabaja como escritor. Es decir, si escribe. Yo escribí El desierto de los fantasmas hace diez años. Trabajaba en una oficina, con papeles. Ya estábamos de novios con Fabiana. De repente el libro se empezó a vender. Y vender. Y vender. Me empezaron a invitar a viajar. Feria del Libro de acá. Feria del Libro de allá. Dejé el trabajo y me dediqué full time a eso.
—¿Y qué más querés? ¡Te hiciste rico!
—¡No me hice rico!
—¿Cómo que no te hiciste rico? ¿No me decís que dejaste el trabajo?
—Bueno, sí. Pero rico no me hice.
—Y otra cosa: después escribiste el libro nuevo. ¿Cómo se llamaba?
—El veneno del sol.
—Me gusta el título, aunque mucho no lo entiendo. Pero ahí tenés: seguís escribiendo.
—Error. Lo escribí a continuación de El desierto de los fantasmas. Pero no me gustó cómo quedó. Lo dejé. Lo olvidé, casi. El año pasado Fabiana me puso la cabeza así con que hiciera algo con esa novela. Te digo la verdad: la mandé al Wilkinson pensando que era un modo de archivar el asunto.
—El Wilkinson es el concurso…
—Sí. Se llama así. Hace un par de semanas salió la nómina de cincuenta, y está adentro.
—No parecés contento.
—¿No?
—No sé.
Sofía se acuerda de repente del estudio de Lucas, o escritorio, o como se llame, lleno de polvo y porquerías, y todo desordenado. Como si nunca jamás nadie trabajase ahí.
—¿Pero te gusta cómo quedó? El libro nuevo, digo.
Él la mira. Se rasca la cabeza.
—¿Y por qué en lugar de hablar de mí no hablamos un poco de vos?
—¿De qué querés hablar?
—Cosas de vos. No sé casi nada.
—Sofía Krupswickz, documento de identidad cuarenta y dos millones…
—¿Sofía qué? ¿Tenés segundo nombre?
—No. Sofía solo. Un asco no tener dos nombres.
—¿Por?
—La mayoría de mis amigas tienen dos. De última, si el primero no te gusta, o si de repente cumplís dieciocho y te pudriste del que tenés, podés cambiarlo por otro. Yo no tengo esa suerte.
—Seguime contando, Sofía Krupswickz. En la escuela, ¿en qué año estás?
—¿Es un interrogatorio policial?
—No. Pero dentro de nada empiezan las clases, y estaría bueno tener una mínima idea de en qué corchos de año hay que anotarte.
—Terminé segundo, entro a tercero.
—¿Ya tercero? ¿Pero no tenés catorce?
—Sí.
—Entonces tendrías que entrar a segundo del secundario. A primero con trece y a quinto con diecisiete. Es así.
—No, con diecisiete vas a sexto.
—¿Cómo sexto? Termina en quinto, la secundaria.
—Ay, no te puedo creer. ¿Te tuvieron congelado como a Walt Disney? ¿No te enteraste de que ahora la primaria son seis años, y la secundaria otros seis?
—¿Eso es lo del Polimodal?
—¿Sos marciano? Lo del Polimodal ya fue, no hay más… ¿Qué mirás? —Sofía sorprende a Lucas mirándole la mejilla. Él pestañea, nervioso, como si lo hubiera agarrado en algo malo.
—Nada, ¿por?
Sofía se toca la cara:
—¿Tengo algo?
Él se queda serio. No dice nada. Le roza la mejilla, debajo de la oreja derecha.
—Nada. Eso te miro.
Lo dice con una voz rara. Sofía se toca el sitio que él le tocó primero. Ya sabe. Ahora sí. Es una marquita de nacimiento.
—Un lunar. Lo tuve siempre. ¿Recién ahora me lo ves? —le pregunta.
Lucas gira la cabeza, mostrándole el perfil derecho. Se hace sitio con los dedos, entre los pelos de la barba. Lo que tiene ahí, debajo de la barba, es un lunar igualito al de ella.
—No. El otro día, cuando te conocí en el palier del edificio. Ahí te lo vi.
Se quedan callados un rato. Sofía piensa que es fuerte eso de tener una marca igual a la de otra persona.
Empieza a llover, con unos gotones gordos y fríos.
—Mirá vos, la genética —dice Lucas por fin—. Cosa de mandinga, dirían los gauchos. Mejor vamos yendo. Nos vamos a empapar.
Ella demora en reaccionar. Esta vez los ayuda el semáforo de la otra cuadra y cruzan sin problemas la avenida.
—¿De dónde sacaste eso de si “estaba congelado como Walt Disney”? —pregunta Lucas, ya en la otra vereda.
—Lo leí, nene. Ya te dije que me gusta leer.