Cincuenta por ciento de sonrisa

Hoy Sofía se murió de aburrimiento, porque estuvo sola casi todo el día. Fabiana se fue tempranísimo a trabajar. ¿Siempre habrá hecho lo mismo, o lo hace ahora, para no cruzarse con ella?

Lucas le dejó una nota en la mesa de la cocina, avisándole que tenía que hacer unos trámites en el centro. Que se veían a eso de las cinco. Que si tenía ganas podían ir al cine y a cenar.

Sofía contestó que sí por mensaje de texto, y se pasó el día paveando y mirando tele. Los canales son los mismos que en su casa. El único que falta es uno que transmite lo que pasa en las calles de Villa Gesell. Tiene una cámara que enfoca la playa, desde el muelle. Otra en la avenida 12. Otra en el pinar. Y va cambiando. Todo el día. Un plomazo. Pero de a ratos una lo pone, de puro aburrida. Sobre todo en esos días de invierno de viento y lluvia, cuando no da ni para asomar la nariz. Sofía jamás pensó que fuera a extrañar un canal de televisión así, pero lo extraña.

Pasó un rato largo divagando en internet. También envió mensajes a sus amigas, pero le contestaron así nomás, rapidito, porque estaban en la playa. Le dio envidia. Los últimos días de febrero son lindos para ir a la playa. Casi no quedan turistas, y los que quedan son tranquilos. Nada que ver con los idiotas de la temporada alta. La segunda quincena de enero, Santo Dios. Lo peor de lo peor.

A las cinco Lucas pasa a buscarla y se van al cine. Ven una peli futurista con Tom Cruise que le gusta muchísimo. Cuando salen él no tiene mejor idea que preguntarle si le gustó conocer un multicine.

—No te entiendo —le contesta Sofía.

—Claro. Esto de varios cines en el mismo lugar, dando películas distintas.

—¿Pero qué te creés, que vivo adentro de un frasco? Ya los conocía, ¿sabés?

—¿Ah sí?

—Sí. Fuimos varias veces a Mar del Plata.

—Ah, en Mar del Plata. Porque en Gesell, multicines…

Sofía se da vuelta para mirarlo, porque la voz le suena a que se está burlando. Efectivamente, se está burlando.

—Ojo que vos vivís en Morón, que tampoco es Buenos Aires.

—Pero tenemos multicines.

—Sí. Uno solo.

—Uno solo es más que ninguno.

Ella se queda pensando qué contestarle mientras van hacia el patio de comidas.

—Quedé con Fabiana en encontrarnos acá, para cenar.

—Claro, claro.

¿Claro? Y sí, en algún momento se la tiene que encontrar. Es muy probable que lo hayan preparado. Que su primer encuentro sea en un sitio neutral. “Primer encuentro” es un modo de decir, porque ya se vieron un minuto en su departamento. Pero en medio de la pelea que estaban teniendo con Lucas. Mejor ni acordarse. Se ve que ahora tendrán una especie de presentación oficial. Paciencia. A Sofía se le viene la imagen de un perrito que te llevan a tu casa, como sorpresa, y todo sale mal. Te da miedo, te sobresaltan sus ladridos, te da un tarascón en los dedos y te sale sangre. La vez siguiente, por si acaso, te llevan el perro a la placita, para que lo conozcas. Algo así. Así se siente. Fabiana: nena que se asustó la primera vez. Sofía: perrito inquieto. Se sientan a una mesa vacía, en medio de otro montón de mesas iguales. De fórmica son las mesas. O parecen. Muy poca gente, en ese anochecer de mitad de la semana. Sofía observa los locales de alrededor, mientras piensa qué tiene ganas de comer. En ese momento Lucas le hace una seña, y ella mira en la dirección que él le señala.

Ahí viene Fabiana. Mientras se aproxima, Sofía tiene tiempo de mirarla. Es una mujer muy linda, la verdad. Es alta, o parece alta con esos zapatos de tacos enormes. Lleva una blusa lindísima, una pollera corta que le luce las piernas. La cartera es preciosa y hace juego con los zapatos. Sofía repasa lo que ella misma lleva puesto. El jean gastado, la remera básica, las zapatillas negras. Se siente un bicho.

Mientras se acerca, Fabiana levanta un brazo, saludándolos. Sonríe, pero para Sofía es una sonrisa de esas que ponen las directoras de escuela cuando a una la cruzan por la calle. Una sonrisa de “sonrío porque no tengo más remedio que sonreír, pero me encantaría no haberte visto”. Sonrisa con la mitad inferior de la cara. Un cincuenta por ciento de sonrisa. Media sonrisa porque es sonrisa sin los ojos, que son lo más importante cuando alguien sonríe. Cuando llega a la mesa el beso es igual de falso, de mejilla con mejilla y como con asquito, sin rozar con los labios el cachete del otro. Beso hecho de ruido, no de labios. Fabiana se sienta y mira alrededor:

—A ver… pastas… hamburguesas… comida mexicana… lomitos… qué pocas ganas da todo, ¿no?

Qué lindo comienzo. ¿Para qué fueron a comer ahí si ella va a criticar cada cosa?

—Supongo que vos te pedirás una de esas hamburguesas colesterolosas llenas de porquerías, ¿no, Lucas?

Él sonríe. Sofía no. No le hace gracia el comentario.

—Sí. Una hamburguesa. ¿Vos, Sofía?

—También.

Le señala, en dos esquinas opuestas, el Mac y el Burger, como dándole a elegir. Ella indica el puesto que quiere.

—Vamos allá. Son mucho más grandes. Bah, digo yo.

—¡Totalmente de acuerdo! —dice Lucas, contento con la coincidencia.

—Yo voy a comerme una ensalada —interviene Fabiana, con cara de reprobar la decisión de sus acompañantes.

Demoran unos minutos, cada cual en el negocio elegido.

—Lo que me molesta un poco de comer en los shoppings es esto de que tenés que interrumpir la conversación para buscarte la comida —comenta él, mientras esperan, después de pagar, que les preparen el pedido.

Sofía no le contesta, porque está pensando que en este caso está supercontenta de que estén pidiendo la comida en lugares distintos. Capaz que en el futuro la mina le cae bien. Pero por ahora no tiene nada de ganas de charlar con ella. Cuanto menos tiempo tengan que conversar, mejor.

Cuando vuelven con las bandejas Fabiana ya está sentada con su ensalada. Le arroja la pregunta así, de improviso, casi sin esperar que se acomode:

—¿Sabías, Sofía, que Lucas es escritor?

Fabiana se lo pregunta como si le estuviera tomando examen. O a ella le suena así. No está segura.

—Sí sabía —le contesta—. Mamá tenía un libro de él.

—¿No digas? —pregunta Lucas.

—Sí. El desierto de los fantasmas —agrega—. Era un libro grandote, pesado, que en la portada tenía una foto de unos médanos y un zapato viejo, gastado, tapado a medias por la arena.

—Y sí, difícil que fuera otro —dice Lucas, con una sonrisa torcida.

—¿Por qué? —pregunta ella.

—Porque es el único libro que publiqué —sigue con la mueca de costado.

—Por ahora —dice Fabiana.

—Fabiana es demasiado optimista.

—Y Lucas demasiado derrotista —vuelve a cortarlo—. Además, no sé si sabés, Sofía, pero El desierto de los fantasmas vendió medio millón de ejemplares, lo tradujeron a quince idiomas, desde el inglés al…

—Polaco —termina la frase él, y Sofía se da cuenta de que ella lo repite con frecuencia, como una propaganda, como un eslogan, y por eso él puede remedarla.

Fabiana pone cara de que no le gusta nada que él le remate la frase.

—No te enojes, Fabi, pero no da como para hacerme tanta publicidad.

—No me enojo. Digo las cosas como son.

Lucas le sonríe, como para aflojarla, pero ella le sostiene la mirada sin dejar su expresión de “muy” seria.

—Me cuesta sentirme un escritor —dice él, encarándose otra vez con Sofía—. Un solo libro, por más éxito que tenga…

—Hay un estudio de cine de Estados Unidos que le quiere comprar los derechos de la novela, para hacer una película.

—¡Una película! —se admira Sofía.

—Pero eso del cine nunca es seguro. Te dicen, te ofrecen, te prometen, y después…

—¿Y la novela nueva? ¿O me vas a decir que es el mismo libro? —insiste Fabiana.

Hay algo en la conversación que a Sofía no le gusta. Por un lado sí, porque Fabiana habla de Lucas elogiándolo. Pero por otro lado es como si siempre estuviera retándolo, marcándole cosas. En ese momento Fabiana se inclina sobre la mesa para hablarle directamente a ella, como si le hiciese una confidencia:

—Se llama El veneno del sol. ¿No es un buen título?

Sofía se queda pensando. Ella no tiene ni idea de si ese es un buen título, y eso que le gusta mucho leer. De hecho leyó El desierto de los fantasmas y le encantó. Pero no va a decirlo ahora. No con ella presente. De todos modos Fabiana parece haber hecho esa pregunta porque sí. Como si no esperase una respuesta.

—Lucas lo presentó a un concurso literario superimportante, en los Estados Unidos.

—¿En Estados Unidos? —pregunta Sofía. La verdad es que está sorprendida. Ella sabía que Lucas había escrito un libro. No que era un escritor famoso.

—Sí, es un premio internacional. Participan miles de escritores, cada tres años. Y dentro de unos meses se publica el ganador. Y tu papá está entre los cincuenta seleccionados.

—¿Cincuenta entre miles? —pregunta Sofía.

—En realidad es tan raro cómo se dio… —dice él.

—Y el premio —otra vez interrumpe Fabiana—, además de que te publican la novela, es de trescientos mil dólares —Fabiana remata la frase alzando el vaso, como si brindara, y se toma un largo trago de agua. Ahora sí sonríe con toda la cara. Se la ve feliz.

—Es un montón de plata, ¿no? —pregunta Sofía.

—Sí, Sofía —dice Lucas. Pero que seas seleccionado no significa que te lo vayas a ganar…

—¡Ya está el pesimista de siempre! —lo interrumpe Fabiana. Por lo menos, ahora parece haberle cambiado el humor—. Ya escribiste una novela que vendió quinientos mil ejemplares. Ahora vas a ganar. Vas a ver. ¿Alguien quiere café?

Se la ve distinta. Más contenta. O por lo menos más entusiasta. Como si hablar del trabajo de él le hubiese cambiado el humor. Ojalá le dure, piensa Sofía. En una de esas, si todos los días, a la hora de la cena, le saca charla sobre esto, capaz que deja de hacer escándalo y ella se puede quedar. Odia que todo sea tan improvisado, tan frágil, tan vamos viendo, tan no sé cómo sigue.

—Yo prefiero un helado —dice Lucas, y la saca de sus pensamientos.

—Yo también —acuerda Sofía.

—¿Crema y chocolate con almendras? —sugiere Lucas.

—Crema puede ser. Chocolate con almendras, ni loca.