Son las seis y media de la mañana y Sofía tiene los ojos abiertos. La casa todavía está en silencio. Hace un esfuerzo por acordarse de la hora a la que los nenes chiquitos entran al jardín de infantes. ¿Las ocho? Calcula que sí. Antes es demasiado temprano.
Los hijos de Claudio son chiquitos. Así que ahora que se despertó se queda pensando cuánto faltará para que los demás se levanten, y vuelvan los ruidos a esa casa.
Estuvo bueno, al final, cenar ahí. La mujer de Claudio, María se llama, después le cayó mucho mejor que al principio. A veces pasa así con la gente. De entrada es medio idiota pero después, cuando se tranquiliza, resulta que pueden ser buenas personas. Con María pasó así. Cocinó unas milanesas con papas fritas que le salieron espectaculares. A una mujer que cocina así se le perdona que te hinche con sus preguntas como ametralladora cuando recién te conoce. Se puede aguantar. Sobre todo si después la mujer se calma y habla como una persona normal, y no como una radio.
La cena estuvo bien, no solo por las milanesas. A los nenes les dieron de comer temprano, para acostarlos. Claudio y María cenaron más tarde, con Sofía, y charlaron bien. Le preguntaron por ella, por su vida, pero sin zarparse. Cosas de Gesell, de sus amigos, de la escuela. Cosas así, de las que una puede charlar sin ponerse nerviosa.
Como estaba cómoda, Sofía también quiso saber. María es psicopedagoga. Trabaja en una escuela que queda cerca de su casa. Cuando le preguntó a Claudio qué hacía, le dijo que jugaba al ajedrez. “¿Trabajás de eso?”, le dijo. “No. No trabajo. Vos me preguntaste qué hacía, no de qué trabajaba”. Ella lo miró por si le estaba tomando el pelo, pero le pareció que nada que ver, que se lo decía en serio.
Ahora, mientras afuera sigue aclarando, Sofía escucha el runrún de un motor que se detiene a la altura de la casa. El chasquido de una puerta de auto que se abre y se cierra. Mira el reloj. Son las siete menos veinticinco. La calle estuvo desierta toda la noche. Y el ruido fue justo enfrente de la casa. La ventana de su habitación da al jardín delantero. Le gustaría poder ver para afuera, pero no se puede por los postigos. Unos postigos con tablitas de madera que apuntan hacia abajo. Es un auto, seguro. Y alguien bajó delante de la casa, seguro.
No sabe qué pensar. No sabe si ilusionarse o no. Supongamos que sea él. No sabe si quiere que sea o quiere que no sea. El corazón le late en el cuello. Se escucha un timbre. Tiene que ser él. ¿Quién, si no, puede tocar el timbre en una casa a esa hora? Claudio sale de su dormitorio diciendo “Ya va” y dando sus pasos de oso hacia el living o la cocina. Sofía se arrodilla en la cama e intenta ver a través de la persiana, pero las maderitas inclinadas hacen que sólo pueda distinguir el pasto ahí, cerquita, y no hay modo de mirar más lejos. Escucha la voz de Claudio en el portero. La chicharra. El chirrido de la puerta de reja, como el día anterior.
Se deja caer otra vez en la cama. Tiene que ser él. Escucha pasos en los adoquines del caminito, la puerta que se abre, Claudio que dice “¿Cómo andás?”. Más pasos, ahora adentro de la casa. Un par de golpes en la puerta de la pieza.
—Pase —dice Sofía, y la voz le sale flaquita, angosta, poca.
Se abre la puerta. Es Lucas, que asoma la cabeza.
—Permiso…
Ella no le contesta. Se queda acostada boca arriba, con los brazos encima del cuerpo, como las momias y los muertos. Como tampoco le dice que no, él avanza por la pieza, se acerca a la cama, se sienta en el bordecito, a la altura de los pies.
—Hola —saluda.
—Hola —dice Sofía, y sigue sin poder decidir si está contenta o triste o enojada con que haya venido.
Lo mira. Medio de reojo, pero lo mira. Él no. Se sostiene la cabeza con las manos, como esa estatua de los griegos que Sofía no sabe cómo se llama.
—Este…
Dice eso como quien toma impulso para empezar a hablar, pero después del “este…” se queda callado, como sin pilas.
—¿Qué?
Ahora la mira. Se rasca la cabeza. Vuelve a mirar para abajo, con la cara entre las manos. Ahora que lo piensa, Sofía cree que la estatua a que le hace acordar no la hicieron los griegos. Es más nueva. Es vieja, en realidad. Pero mucho menos vieja que los griegos. El Pensador, se llama la estatua. O en una de esas sí. Tanto filósofo pensando, ahí en Grecia, en una de esas la estatua es, nomás, de los griegos.
—¿Cómo estuviste? Acá en lo de Claudio, digo.
—Bien. Me trataron rebién.
A ver si así se da cuenta de que está enojada. Humillada, mejor. Porque eso es lo que está. Enojada con este tipo. Humillada por este tipo que se mira los pies.
—¿Viniste a preguntarme eso? Capaz que podías esperar a que fuera un poco más tarde. Así no nos despertabas a todos.
Lucas vuelve a rascarse la cabeza. ¿Este tipo tendrá un lenguaje de señas, con eso de rascarse? Porque parece que cada cosa que Sofía dice —y que Lucas no le contesta— lo pusiera a rascarse de un modo distinto, un poco más fuerte, un poco más suave, un poco más allá, un poco más para este lado.
—No. Vine a buscarte, Sofía.
Ah. Así que puede hablar. ¿Y la parte en la que le pide perdón?
—Habrá que ver si tengo ganas de ir con vos. No soy un perro que lo traés y lo llevás como vos querés.
Ahora es un Pensador que mira para el costado en el que está ella.
—Tenés razón. Vine a buscarte si vos querés venir. Pero yo quiero que vengas.
Sofía no le contesta. Lo mira. Y de repente le viene un bostezo largo, de esos de boca gigante.
—¿Tenés mucho sueño? —le pregunta Lucas.
No sabe, no tiene por qué saber, que ella bosteza cuando está nerviosa. Y ahora está muy nerviosa, pero no se lo piensa decir.
—No. Dormí rebién hasta que tocaste el timbre.
Sigue con ganas de enojarlo. De herirlo. De provocarlo. Pero él sonríe.
—Yo no pegué un ojo —le dice, y vuelve a rascarse la barba, ahora en el cuello—. Pero me alegro de que hayas podido dormir. No hubiese sido justo que vos también te hubieras desvelado.
—¿Ah no? ¿Y eso por qué?
Lucas suspira. Un suspiro largo, antes de contestar.
—Porque el que estuvo mal ayer fui yo. Así que está bien que el que se haya quedado sin dormir también haya sido yo. Te pido disculpas por haberte traído. Pero necesité toda la noche con la vista clavada en el techo para entender.
—¿Para entender qué?
—Eso. Que yo estuve mal y que no debería haberte traído. Por eso te pido perdón.
No tiene nada que ver, pero de repente Sofía recuerda, como un rayo, que el que hizo la estatua del Pensador se llama Rodin. Eso sí: Rodin no le suena que sea un apellido griego. Siempre le pasa. O a veces. Esto de que cuando hay algo importante que le sucede, pero en lo que no quiere pensar, le viene a la cabeza algo que es una estupidez, comparado con eso en lo que tendría que pensar.
—Está bien. Te disculpo.
Las frases les salen así. De a poco. Como en las películas de antes.
—¿Vamos a mi casa, entonces?
Y a Sofía se le viene al cerebro y a la boca decirle que sí. Que vayan. Porque de repente se da cuenta de que se le pasó. Se le pasó el enojo. No sabe cómo está, pero enojada no está. Pero momento. Tampoco se la va a hacer tan fácil. Se gira hacia la pared. Que espere. Que sufra un poco. Cuenta hasta veinte. Hasta cincuenta. Y no se apura demasiado, mientras cuenta. Cuarenta y ocho. Cuarenta y nueve. Cincuenta. Ahora sí.
—Bueno. Vamos.
Lucas sonríe otra vez. Se pone de pie.
—Te dejo vestirte, acomodar las cosas. Me tomo unos mates con Claudio, mientras. Avisame cuando estés lista, que llevo la valija.
Le hace un gesto de saludo desde la puerta y la cierra despacito al salir. Ahora es ella la que da un suspiro larguísimo. Cuanto más lo piensa más se da cuenta de que no: Rodin no es un apellido que suene a griego.