El amigo de Lucas hace varias cosas que provocan que a Sofía le caiga bien de entrada. Uno: le frena el carro a su mujer, que le pregunta “¿Cómo estás, querida, estás muy cansada, querida, te puedo ofrecer algo de comer mientras está lista la cena, querida?”, y mientras tanto la valija con las ruedas de porquería que se traba en los adoquines del caminito. Si le vuelve a decir “querida”, Sofía larga la valija y le salta al cuello. Pero el tipo, el tal Claudio, le dice “Dejá, María. Dejá que yo me ocupo”.
Dos: cuando ve que la valijota se le atranca por centésima vez en los malditos adoquines le hace un gesto de que espere y la levanta como si fuera la bolsa del pan. Se la lleva así, como haciéndole upa, y le dice “Vamos”. Ella lo sigue, y este Claudio es tan grandote que le tapa el sol que ya se recuesta sobre la medianera, y Sofía siente como que va siguiendo a una montaña que camina.
Tres: cuando pasan por la cocina, sin detenerse, sostiene la valija con un brazo solo, como si no le pesara nada, para tener la mano derecha libre. Abre la heladera, se agacha, corta una banana de un racimo, se la lanza a Sofía por el aire, para que la ataje, y le dice que mejor coma algo porque se va a caer redonda. Cierra la heladera con un caderazo y siguen avanzando, aunque ahora ella va pelando la banana y se da cuenta de que tiene hambre.
Cuatro: le pregunta si le gustan los perros y cuando le dice que sí abre la puerta del jardín de atrás y le ofrece conocer a la Loba mientras él acomoda sus cosas. La Loba resulta ser una perra bóxer marrón con el hocico negrísimo que cuando se le acerca se emociona toda. Menea ese rabo cortito que les dejan a los bóxers cuando les cortan la cola y baja la cabeza mientras se balancea y pega saltitos con las patas de adelante como invitándola a que le haga mimos, y saca apenas la lengua como si quisiera darle lengüetazos a la distancia, y Sofía le sonríe y se agacha y entonces se viene al humo toda torcida porque no se decide y no está segura de si quiere olfatearla, lamerle las manos o ponerle el lomo para que la rasque. Entonces hace todo junto y se agacha, se levanta, se menea, se tuerce, salta y se vuelve a agachar.
No ladra nada, y esa es una de las cosas que más le gustan a Sofía de los bóxers. Su amigo Axel, allá en Gesell, tiene dos, un macho y una hembra, y por eso sabe que los bóxers son unos perros buenísimos y redulces a pesar de esa cara de malos que tienen. O en una de esas es mejor que tengan esa cara de que están siempre a punto de gruñirte o de comerte, porque así los idiotas que les tienen miedo a los perros no se les acercan y los que no les tienen miedo pueden tenerlos todos para ellos y hacerles mimos tranquilos. Que los tontos y los miedosos, mejor, se copen con esos perritos histéricos que te caben en una mano y que son una porquería que se la pasan ladrando. Ay, cómo odia los perros que son así.
Ojalá su vieja le hubiera dejado tener un perro. Mil veces le pidió Sofía, y mil veces le dijo que no. Ofreció ocuparse de sacarlo dos veces por día, ofreció hacerse responsable de darle de comer y de bañarlo, ofreció trabajar los fines de semana para comprar el alimento balanceado. Todo eso ofreció, pero no hubo caso. No quiso.
Se acuerda de esas cosas, se acuerda de su mamá, y se pone triste. A lo mejor por eso, o de puro cansada, se deja caer y queda sentada sobre las baldosas del patio y la espalda apoyada en la pared, y la Loba se tira panza arriba para que la rasque, pero como se da cuenta de que a Sofía el largo del brazo no le da para alcanzarla, se le viene más cerca. Primero se le sienta encima y después se echa y después se acurruca y Sofía le hace mimos un rato largo, larguísimo.
Ser perro debe ser facilísimo. Estás ahí, sin nada que hacer, dormís, jugás, te echás otra vez. Seguro que no piensan, los perros. O no piensan en cosas difíciles y tristes. No hay perros tristes. Ojalá ella hubiera nacido perra. Pero perra bóxer, eso sí, y no uno de esos cuzquitos histéricos que lo único que hacen es joder con sus ladridos de laucha.