Durante más de media hora ni Lucas ni Sofía dicen una palabra. Ni cuando bajan en el ascensor hasta el subsuelo, ni cuando meten la valija con las rueditas chuecas en el asiento de atrás del auto, ni cuando Lucas arranca y avanza por el estacionamiento lleno de sombras, ni cuando saca la mano por la ventanilla y aprieta un botón rojo de la pared y se oye el chasquido del portón levadizo, ni cuando se asoman a la luz del día y ella estornuda dos veces como hace siempre que sale al sol desde un lugar oscuro.
Tampoco hablan en las primeras diez, veinte, treinta cuadras. En un par de semáforos Sofía se da cuenta de que él gira la cabeza y la mira. Pero ella sigue con la vista clavada en la guantera. Lucas se rinde y vuelve a mirar hacia adelante.
—Esto ya es Ramos Mejía —le explica, como si a ella le importara, como si eso cambiara algo—. Salimos de Morón, pasamos por Haedo… Esto ya es Ramos.
Un carajo le importa si eso ya es Ramos, o si Haedo ya lo pasaron. Tres carajos. La guantera —recién se da cuenta— tiene una manijita que está vertical. Calcula que para abrirla hay que ponerla horizontal. Hace la prueba. Sí abre. La guantera está vacía. Vuelve a cerrarla.
—Esto de lo de Claudio es por unos días, nomás. Para ganar tiempo —dice Lucas, y lo dice de una manera como si ya estuviera arrepentido de haberlo dicho. Sofía no piensa dejárselo pasar.
—¿Ganar tiempo para qué? —pregunta, sin dejar de girar la manijita de la guantera.
—Para… acomodarnos. No sé. Ver cómo podemos organizarnos. Tratá te entender, Sofía. Llegaste hoy, hace tres horas. Me mostrás dos fotos en las que estoy con tu mamá. Me decís que sos mi hija. A tu mamá no la veo hace quince años.
Listo. A Sofía la cansó Lucas Marittano.
—¿Pensás que te miento? ¿Es eso? Te “muestro” dos fotos. ¿Y qué querés que haga, si son las dos fotos que tengo? ¿Querés que las invente, si no tengo otras? “Digo” que soy tu hija. ¿Digo? ¡Lo lamento, pero soy! No lo elegí. No elegí que mi vieja se muriera. Pero se murió y no tengo a nadie más.
—Yo no digo que mentís…
—¡Y quedate bien tranquilo que, si tuviera a alguien, me voy con ese alguien y no con un tipo que ni conozco, que vive con una mina que encima es una yegua y que me echa de su casa a las dos horas porque le tiene miedo!
—No te eché. Y no es una yegua. Y no le tengo miedo.
Sofía no le contesta. O, mejor dicho, quedarse callada es su manera de contestarle. De decirle que sí: que sí la echó, que sí es una yegua, que él sí le tiene miedo. Al final, los silencios son mucho mejores que las palabras, parece.
Llegan así, callados, a lo del tal Claudio. Lucas frena y se estaciona delante de una casa grande, con jardín, que a Sofía le hace acordar a las que hay en el Barrio Norte de Villa Gesell, donde está la gente de mucha plata. La zona donde las calles no se llaman paseos y avenidas, sino calles y alamedas.
—Llegamos —dice él, murmurando.
Se baja y le hace un gesto de que lo espere. Claro, querrá avisarle a su amigo. Ponerlo al tanto. Evitarle el disgusto. Mejor dicho, la sorpresa, porque el disgusto no podrá evitárselo. Toca el timbre del buzón y se oye una voz chillona, de mujer. Sofía no sabe si grita o es el micrófono del portero eléctrico que distorsiona. Suena una chicharra y Lucas empuja la puerta de reja, apresura un trotecito hasta el porche, le abren, entra y se cierra la puerta. Ella se queda ahí, sola, en el auto estacionado. Claro. Que hable tranquilo. Total, ella espera. Se queda acá metida en el auto, con lo seguro que es el Gran Buenos Aires a la nochecita. Tarado. Recontratarado.
Ve que Lucas dejó las llaves puestas. ¿Y si arranca y se va? Problema: no tiene ni idea de cómo se maneja un auto. Allá adelante, a tres cuadras, más o menos, debe haber una avenida porque cruzan un montón de autos, camiones, algunos colectivos. Unos son celestes y otros rojos. Esos, los rojos, se parecen a unos que vio en el centro de Morón, cuando bajó del micro. Parece mentira. Hace unas horas que llegó desde Villa Gesell. Parece que hiciera muchos días. Demasiadas cosas, demasiado feas, para que quepan en unas pocas horas.
Si esto fuera una película como las de Estados Unidos, Sofía se las arreglaría para arrancar, el auto daría unos tirones, pero conseguiría hacerlo avanzar. Mientras se alejase, él saldría corriendo de la casa, él y su amigo y la mujer de su amigo, pero no podrían alcanzarla. Gritarían “¡Frená, Sofía, frená!” pero ella no les haría caso. Al contrario. Apretaría el acelerador y se escaparía superrápido. Al llegar a la avenida, cruzaría igual con el semáforo en rojo. Los autos de la avenida le pasarían cerquita, casi chocándola, tocando bocina, pegando frenadas, coleando, se tocarían entre ellos, pero ella pasaría intacta. Eso es algo que nunca entiende de las películas. Se chocan un montón de autos, pero los de los protagonistas no chocan nunca. Se chocan los que frenan. O los patrulleros de la policía que persiguen a los protagonistas. Pero los protagonistas nunca chocan.
Y después… ¿qué pasaría después? No tiene idea. O sí: la cámara iría subiendo, y el auto en el que Sofía se escapa se vería más y más chiquito, más y más lejos. Lástima que no es una película. Igual, por la avenida ve que pasan colectivos. Si sale corriendo y llega hasta ahí, seguro que alguno la lleva a Morón. La entusiasma la idea. Que él salga de la casa y no la encuentre. Que les tenga que explicar a los estúpidos de sus amigos que se le perdió la hija. O la pendeja que “dice” que es la hija. Te duró poco, la hija o “la que dice que es la hija”. Tarado. Cuatro horas y la perdés. Se te escapa. Se vuelve a Villa Gesell porque resultaste ser un asco. Un idiota.
La valija está en el asiento de atrás. Ni siquiera tiene que abrir el baúl. Alcanza con abrir la puerta y pegar un tirón fuerte para bajarla. Después, correr. Por la vereda no, porque las rueditas ya están torcidas y con las rayitas de las baldosas van a terminar de hacerse pelota. Pero por la calle, que es mucho más lisa, capaz que aguantan. Dale, Sofía. Animate. Tres cuadras. Cinco minutos corriendo y no te ven más el pelo.
Pero está cansada. Se siente floja. En una de esas, tiene miedo. No quiere pensar en cosas. No quiere pensar en cuánta plata le queda, ni si le alcanza para el pasaje de vuelta. No quiere pensar en qué decirles a Agustina y a Graciela, a la vuelta. No quiere pensar en qué hace después, porque después es toda la vida contando desde el día en que abra la puerta de su casa. No quiere pensar en nada. Quiere dormir y que nadie le hable. Nunca.
En ese momento oye el chirrido de la puerta. Es Lucas, que viene con una mujer y un tipo. Los dos sonríen. Sofía se rinde. No da más. Quiere que se baje, se baja. Quiere que sonría, sonríe. Quiere que los salude con un beso, chuic, chuic, ahí están los besos. Eso sí, que no la hagan hablar. Que no la hagan hablar, porque los muerde.