Por fin Lucas se levanta. Y claro, tampoco va a quedarse ahí, arrodillado, hincado, o como se llame, para el resto de la eternidad. Camina rápido hasta el dormitorio en el que Fabiana se ha encerrado y da unos golpecitos en la puerta.
—Dale, Fabi. Abrime.
Su mujer no contesta.
—Dale, Fabi. Hablemos, te pido por favor.
Se gira hacia Sofía, como si ella pudiera responderle en lugar de la otra. Ella se encoge de hombros. No quiere estar ahí. Le da vergüenza. Por él. Por ella misma. Siente que no tendría que estar viendo esto. Piensa en volver a la pieza, la que está llena de cajas y cosas. Pero se demora, intentando entender qué corchos espera él que haga. Lucas se rasca la cabeza, camina hacia la cocina, gira, vuelve hacia la puerta cerrada.
—Así no arreglamos nada.
Dice eso, y Sofía no entiende si se lo dice a Fabiana, si se lo dice a ella, si se lo dice a él mismo, si se lo dice a nadie. Otra vez el silencio. Baja el picaporte sin hacer ruido, como para intentar abrir. Sofía se da cuenta de que es al divino botón, porque oyó el ruido de la cerradura cuando Fabiana pasó la llave, al entrar a su pieza. Seguro que Lucas, en su angustia, su culpa o lo que sea que tiene, no lo notó. Efectivamente, la puerta no se abre. Él de nuevo empieza a caminar para un lado y para otro. Por fin, como si se decidiera, se le acerca.
—Vamos a hacer una cosa, Sofía —está nervioso. Pestañea rápido—. Yo la conozco, ya me pasó, otras veces. Se pone… no es mala mina. Pero con las cosas nuevas se… como que se bloquea. Esperame.
Se mete en su estudio. Sofía no lo sigue. Sale enseguida y, para su sorpresa (y también para su enojo, para su rabia, para su tristeza, para su “no te puedo creer”), viene arrastrando la enorme valija negra. La apoya contra la pared porque, como está medio deformada, no se mantiene parada.
—No te preocupes —se ataja—. Tengo una idea, como para salir del paso. Después lo arreglamos bien. Vos quedate tranquila.
Mientras habla va hasta la cómoda en la que dejó antes su teléfono celular. Aprieta algunas teclas para buscar un número en el directorio de contactos.
—Mi amigo Claudio vive en Ramos Mejía, y tiene dos nenes. Le puedo pedir si me hace la gauchada de que te quedes con ellos, unos días. Yo seguro que lo arreglo, lo que pasa es que ahora… Pensá que fue todo muy repentino. Para mí, para ella. Pero es buena mina, vas a ver.
Sofía traga saliva. Intenta pensar.
—No te hagas problema —lo corta—. Vamos, pero primero quiero ir al baño. ¿Puede ser?
—Sí, claro. Vení, por acá.
Lucas enciende la luz y se hace a un lado para dejarla pasar. Ella cierra la puerta. Se sienta sobre la tapa del inodoro. No es cierto que necesitara hacer pis. Lo que necesitaba era estar sola, sin los ojos de nadie para verla. Se abraza las rodillas y se queda mirando los cerámicos del piso. Fue una idiota. ¿Qué se creyó? Por eso mejor no entusiasmarse con nada. Para qué te vas a ilusionar. El mismo día que conoce a su papá la lleva a tomar un café con leche, le presenta a su mujer que es una bruja y se la saca de encima como si fuera un gato enfermo que le tiraron en la puerta de la casa.
Ojalá tuviese plata. Mucha plata. Si tuviera mucha plata Sofía saldría del baño y le diría que se vuelve a la agencia de pasajes a sacar el boleto de vuelta a Villa Gesell. Y que su amigo Claudio se vaya a la mierda. Y que él lo acompañe.
Los cerámicos del piso se le ponen borrosos. Cierra fuerte los párpados y caen dos gotas grandotas, como bombas desde un avión de guerra. Caen casi al mismo tiempo, y se estrellan, y quedan chatas y grandes contra las baldosas color tiza, con un montón de gotitas más chicas alrededor, como si fueran las hijas gotitas de las otras dos. Que idea estúpida, la de las gotas hijitas. Todas sus ideas deben ser igual de estúpidas. Las ideas chicas, como la de las gotas, y las ideas grandes, como la de tomarse el micro desde Villa Gesell hasta Morón.
Sofía se seca con la manga y se mira en el espejo. No quiere que se le note que estuvo llorando. Sale del baño. La puerta del dormitorio sigue cerrada. Lucas está sentado con el codo apoyado en la mesa del living. No lo mira. Agarra la valija y la arrastra hasta la puerta de entrada. Abre. La puerta es pesada. La valija se choca con las paredes mientras tironea de ella hacia el pasillo. Mierda. Mierda de valija.