Kilómetros de agua

—No llores, Sofía. No… no llores.

Ella mira para el lado de la ventana. Es la primera vez que él dice su nombre. Y no puede evitar que le guste que lo diga, que le guste escucharlo. Sentirlo como algo lindo, algo para ella. Idiota. Una idiota absoluta, eso es. Como una estúpida, empieza a llorar más fuerte todavía. Se tapa la cara, porque le da vergüenza que todo el mundo en el café vea cómo llora. Si es por ella, mejor que de las otras mesas lo miren a él. Sí, que lo miren. Y que piensen: ese tarado de barbita está haciendo llorar a la chica esa. Qué imbécil debe ser. Qué idiota. De todos modos Sofía no hace ruido. Una cosa es llorar, y otra comportarse como una pendeja escandalosa. Y no está dispuesta a semejante cosa.

Cuando se calma un poco levanta la cabeza y lo mira. Él tiene delante, sobre la mesa, las dos fotos que Sofía trajo y que le dio en el palier de su edificio. Ella ni siquiera se acordaba de que se las había quedado.

—Ahora… ahora vamos para casa —agrega él, en tono de querer calmarla.

Entonces, si usa ese tono como de disculpa, no era Sofía, la loca. No era que a ella le parecía ridículo y ofensivo que la hubiera llevado a un café. Se da cuenta de que se portó para el carajo. Bueno, en una de esas es tonto pero no tanto.

—Lo que pasa es que… entendeme. No es fácil, así, de repente, estoy en casa trabajando y de pronto me tocan el timbre… tengo una hija de catorce años… llega con una valija… la mamá es una novia que tuve en Villa Gesell hace un montón de tiempo, y no la vi nunca más…

Sofía tiene que aceptar que sí, que puede tener derecho a que le resulte raro. Pero no es culpa de ella que sea raro.

—Además… no sé… pensá que estoy casado. Hace varios años, ya. Vivo con mi mujer. Fabiana, se llama. Y ella… cuando le diga…

Sofía lo mira. Otra sorpresa. Porque ni se le había pasado por la cabeza que pudiera haberse casado. En realidad, ni que se hubiera casado ni que nada. Su papá, hasta hace un rato, era un nombre, Lucas Marittano, y dos fotos de diez por diez de colores desvaídos en las que una chica y un chico aparecen abrazados en la playa. Ahora no sabe qué pensar de esta sorpresa. Alarga la mano para que le devuelva las fotos. No sabe por qué, pero de repente no quiere que él las siga mirando. Como si no estuviese a la altura de lo que esas fotos significan. Si es que todavía significan algo.

Lucas se las da, y ella lo mira fijo. La cara es la misma. Ahora la tiene un poco más flaca. O será la barba, que lo hace parecer más flaco. Sofía se pregunta si será parecida a él, físicamente. No sabe. Nunca sabe darse cuenta de esas cosas. Alguna de sus amigas tienen hermanos chiquitos, y ellas se los muestran, entusiasmadas, mientras le preguntan “¿Y? ¿Se parece a mí? ¿Vos qué decís?”. Y lo preguntan con cara de que creen que sí, que se parecen. Para Sofía los bebés, los chicos chiquitos, no se parecen a nadie. Se parecen nomás a otros chicos chiquitos.

—¿Tenés hijos? —le pregunta.

Termina de decirlo y se arrepiente. La pregunta está mal. Tendría que haberle preguntado si tiene “más” hijos. ¿O ella es de plástico? Lucas contesta apenas con una mueca y un gesto de la mano, hacia su lado, como diciendo “Vos sos la única y me acabo de enterar”. Eso, suponiendo que todas esas palabras entren en una mueca. Sofía piensa que sí. Lucas habla de repente, como si le molestase el silencio de los dos.

—Son muchas cosas juntas, Sofía. Todavía no caigo, debe ser eso.

Lucas mira el reloj, le hace una seña al mozo de que deja el dinero sobre la mesa y salen. Otra vez él carga con la valija. Caminan la media cuadra de regreso. Suben hasta su departamento. El dichoso 11 F. Sofía va todo el camino en el ascensor pensando que van a encontrarse con su mujer, pero cuando abren la puerta resulta que el lugar está vacío.

—Vuelve en media hora de trabajar —aclara Lucas, mirando el reloj—. Vos… ¿vos tenés a alguien, acá, en Buenos Aires?

—No. No tengo.

La hace sentar en un sofá, mientras abre la puerta de una habitación y se queda en el umbral rascándose la cabeza.

—¿Pasa algo?

—Ehhh… no. Estoy pensando dónde ubicarte.

Mira el reloj cada diez segundos, tan seguido que Sofía empieza a ponerse nerviosa. Se levanta y va hasta el umbral en el que él está parado. Es una habitación llena de cajas apiladas y cosas amontonadas. Le hace acordar a las bauleras que hay en el garaje de su edificio, en Villa Gesell. Como casi todos los departamentos son de los turistas, en las bauleras se acumulan sombrillas, reposeras, tablas para barrenar las olas. A través del alambre tejido, cuando una va al sótano, ve cómo van juntando tierra. Arena y tierra, en realidad. En este departamento son cajas y pilas de libros. Lucas camina hasta la ventana y levanta la cortina de enrollar. A la luz de la tarde, el embrollo de cosas es todavía más impresionante.

—¿Y este despelote? —pregunta ella.

—Es mi estudio —responde Lucas, pero apenas, como para adentro.

Va hasta la pared más lejana y empieza a desarmar una montaña de cajas. Se levanta una nube de polvo con cada cosa que mueve. Debajo de toda la pila de trastos aparece una cama. Una cama sin hacer, con el colchón tapado por una colcha arrugada y sucia.

—Lo que pasa que esta habitación no se usa —Lucas habla como disculpándose.

—¿Pero no decías que es tu estudio?

Él se queda mirándola, como si su pregunta necesitase una respuesta mucho más larga que un simple “sí”. Y en ese momento se siente un ruido de llaves en la puerta. Lucas se incorpora, alarmado, y le hace gestos de frenarla con las manos, aunque Sofía está tan quieta como al principio. Le habla en un susurro.

—Quedate acá. Quedate que le explico un poco. —No espera que le conteste. Sale y cierra la puerta.

Sofía siente cómo le sube la rabia por el cuerpo, por el cuello, por la cara. ¿Qué es ella? ¿Un bicho, que no puede presentarla a su mujer? Se acerca y trata de espiar por la cerradura. Pero no se ve nada más que una mancha clara de luz. Sí escucha la voz de ella. La voz de Fabiana.

—Hola. ¿Qué decís? ¿Y el café? No te entiendo. ¿Qué pasa?

Sofía no alcanza a darse cuenta de si él le contesta en voz baja o ella habla sola. De pronto se siente ridícula, ahí, con el ojo pegado a la cerradura. Se levanta y va hasta la ventana.

Desde esa altura se ve un buen pedazo de Morón. Hay unos cuantos edificios, pero algunas manzanas más allá empiezan las casas bajas. En Gesell pasa lo mismo, aunque si uno está en un edificio que mira al mar, sin que nada se lo tape, ve un montón de kilómetros de agua. ¿Se dirá así? “Kilómetros de agua.” Le suena raro lo que acaba de pensar. El departamento de ellas, donde vivieron siempre con su mamá, tenía un balcón grande desde el que se veía un pedazo de mar. No se veía completo por culpa de dos edificios altos, pegados a la playa, que tapan toda una parte del horizonte. Pero igual se ve. A Sofía le gusta ver el mar desde ahí. Esos kilómetros y kilómetros de agua azul, o verde, o gris, según el color que tenga el cielo. De chiquita pensaba que era el agua la que cambiaba de color. Pero una vez su mamá le explicó que el agua refleja el color del cielo. Por eso, al atardecer, el agua se pone negra. Esa, la del atardecer, es la única hora a la que no le gusta mirar el mar, porque la pone triste esa agua negra. Está pensando justo en eso, en el agua negra, cuando se da cuenta de que en la otra habitación han empezado a gritar.