Un vaso de soda

El hombre se queda mudo. Mudo y quieto. Cuando Sofía se detenga a pensarlo más tranquila, después, tal vez concluya que estuvo medio bruta con eso que le acaba de decir. Pero por otro lado: ¿cómo se dice de a poquito una cosa así? “Mirá… no sé cómo te lo vas a tomar… pero me parece… no sé… me dijeron… ¿viste el asunto de los bebés?… Bueno, pues resulta…” No, señor. Así hubiera sido ridículo. Además, no es culpa de Sofía que él no supiera que tiene una hija de catorce años. Ni culpa de ella ni, por lo que sabe, culpa de él. Pero el hecho es que se queda mudo y los ojos se le agigantan. Los abre, enormes, redondos, incrédulos. Se apoya en la pared.

—¿Qué dijiste? —pregunta.

Sofía no le contesta. Porque no es un “qué dijiste”, de “repetime porque no te escuché”, sino de “repetime porque no te puedo creer”. Y bueno. Si no cree, que crea. Qué tanto.

—¿Vos no viviste en Gesell en el 99, o en el 2000, por ahí? —pregunta ella.

Y él hace que sí con la cabeza. Sofía no dice nada más, pero lo mira como diciendo “Sacá cuentas. ¿Cuántos años te parece que tengo?”. Ella se acuerda de algo. Hurga en la mochila. Sus movimientos son torpes, porque abre el cierre sin apoyarla en el piso, para que no se le ensucie. Pero es muy difícil sostener una mochila y, al mismo tiempo, abrirle el cierre. Acá está. En el bolsillo grande. Un sobre blanco y alargado. Lo saca. Dentro del sobre hay dos fotos. En las dos, una pareja joven. La chica es su mamá. El chico es él. Alto, flaco, los rulos parecidos. En las fotos no tiene barba. Ahora sí. Una barba clara, llena de canas. En una de las fotos están sentados en una lonita, en la playa, con el mate al lado. Es de tarde, por cómo les da el sol del lado contrario al mar. Al fondo se ve el edificio de un balneario, pero no se llega a saber cuál es. Y a Sofía nunca se le ocurrió preguntarle a su mamá. En la otra están de pie, en la orilla. Él la abraza por los hombros, y sonríe. Ella mira, seria, a la cámara.

Le alarga las fotos y él las agarra. Las mira un largo rato. Alza los ojos hacia ella. Vuelve a concentrarse en las fotos. Y entonces hace algo que la sorprende. Podría decirse que hace algo que la entristece, pero no. Tristeza le dará después. En este momento, la confunde y nada más. A Sofía, para que algo le dé tristeza, primero tiene que entenderlo. Y en ese momento no lo entiende. Lo que hace el hombre es mirar el reloj, después mirarla a ella, después mirar su valija, de nuevo el reloj, de nuevo a ella. Y de pronto dice:

—¡Vamos!

Y en lugar de ir hacia el ascensor y subir a su departamento, aferra la valija y sale a la vereda. Es tan rápido, tan imprevisto, que se queda quieta. Él insiste.

—Vení, vamos a tomar algo acá a la esquina, que hay un café, y charlamos.

No tiene más remedio que hacerle caso, aunque malditas las ganas que tiene de un café. Caminan, nomás, hasta la esquina. Se sientan y él pide por los dos. Café con leche y medialunas. Le ofrece un tostado pero Sofía dice que no, que no tiene ganas. Mientras traen las cosas, Lucas vuelve a mirarla.

—No te pregunté cómo te llamás.

—Sofía. Te lo dije en tu casa.

—Perdoname, Sofía. Lo que pasa es que fue tan… tan… Pero explicame.

—Vos viviste en Gesell. Y mi mamá, Laura, fue tu novia, ¿no es cierto?

Él frunce el ceño. Mira para afuera. La mira a ella. Se rasca la barba como con furia.

—Sí, pero yo…

—Ya sé que no sabías —interrumpe Sofía—. Ella siempre me dijo que vos no sabías. Vos viviste unos meses en Gesell y te volviste. Yo nací en diciembre de 2000. Mamá nunca te avisó.

—¿Pero por qué?

El mozo trae las cosas. La taza de café con leche. El plato con las medialunas. Un vaso chico con soda. Sofía se distrae pensando en por qué te traen soda con un café, pero no te la traen cuando pedís un té. Más atrás, más lejos, le queda rebotando el otro “por qué”, el que acaba de preguntarle él. ¿No se da cuenta de que ella no se lo puede contestar? O en una de esas no se lo preguntó a ella. Lo preguntó, nomás. Buena pregunta, de todos modos. Para hacerle a su mamá, no a Sofía. Porque ella misma la hizo muchas veces. Y su mamá le dio distintas respuestas. Que se habían peleado y que su papá no quería saber nada con vivir en Gesell. Que ella lo había pateado, y que a él no le había quedado más remedio que volverse a Buenos Aires. A Morón, en realidad, porque era de ahí, del Gran Buenos Aires. Que ni siquiera habían sido novios. Que sí habían sido novios, pero que la relación no daba para seguir. Que siempre le había gustado la soledad. Que solas, ellas dos, era el mejor modo en que podían estar. Que avisarle hubiese sido atarlo, y ella no quería. Que los hombres entienden todo tarde y mal. Su mamá era tan rara. Era muy difícil seguirla en lo que pensaba.

Pero todo eso, ahora, Sofía no lo dice. No tiene ganas. No sabe, en el fondo, qué había esperado de ese encuentro. No está segura. Pero ni loca esperaba ese café con leche, ni esas medialunas, ni esa manera de mirarla como si fuera un bicho. Ni el vaso de soda. ¿Así que “Pero por qué”? Preguntale a tu abuela, piensa Sofía. Capaz que te contesta.

Él levanta la cabeza, como si se le hubiera ocurrido algo, y trata de armar una pregunta:

—¿Y por qué ahora…?

—Mamá murió el mes pasado —lo corta.

“Ahí tenés, tarado”, sigue por dentro Sofía, y sus pensamientos corren, galopan, furiosos. Metete el café con leche en la oreja. ¿O qué pensabas? ¿Que de repente voy a venir a conocer a mi papito porque sí?

Él se pasa la mano por la frente.

—¿Cómo…? —empieza, como atragantado—. ¿De qué…?

—Se murió. Yo qué sé de qué se murió —lo corta Sofía. Y su tono de voz está cada vez más cargado de enojo. Ella misma, toda ella, está cada vez más cargada de enojo.

¿Es tan estúpido de no darse cuenta? Recién se conocen. Le toca el timbre. Él le abre. Ella le dice quién es. ¿Y el imbécil la lleva a tomar un café a la esquina? A Sofía le da muchísima rabia. Aunque no quiere, siente cómo los ojos se le llenan de lágrimas. Y eso le da más rabia todavía.