Cuando Sofía baja del micro son las cuatro de la tarde. Morón le parece un lugar horrible, lleno de gente, de ruido, de olores feos. Camina detrás de uno de los choferes hasta la baulera del ómnibus para recuperar su valija. Un chico mal vestido se trepa a la bodega y le hace un gesto interrogativo. Sofía le señala la valija enorme y negra. El pibe la arrastra como puede, a los tumbos, por encima de las otras, y la desliza hasta la vereda. Salta desde el micro y vuelve a mirarla. Ella entiende que espera una propina, mete la mano en el bolsillo del jean y saca sus pocos billetes arrugados. Tal vez por el tiempo que demora estirándolos, o porque se da cuenta de lo que le pasa, el chico termina diciéndole “Dejá”, y se trepa otra vez al maletero a buscar el bolso de otro pasajero.
Ella escucha un ruido como a golpecitos en un vidrio. Desde el piso superior, la señora del budín la saluda y mueve las manos como preguntándole algo. Sofía cree comprender y le hace un gesto tranquilizador, de chica superada, de no necesito que me esperen, vengo siempre, me arreglo sola, que le vaya bien, señora.
Por suerte el ómnibus arranca enseguida, llevándose el ruido del motor y el olor a gasoil quemado. Del bolsillo izquierdo saca el mapa de Google que imprimió en el locutorio de Gesell, antes de salir. Mira la altura de Rivadavia. Gira el plano como para ubicarse. ¿De qué lado tienen que estar las vías del tren? No entiende para dónde queda cada calle.
—¿Dónde tenés que ir?
La pregunta la sobresalta. Es, otra vez, el chico de las valijas. Sofía no sabe si tiene que tenerle miedo o pedirle ayuda.
—Veinticinco de Mayo 183 —murmura.
El chico señala en la dirección por la que se fue el ómnibus.
—Veinticinco de Mayo es la que viene. Doblá para allá, después seguí hasta mitad de cuadra, un poco más, capaz.
—Gracias —se despide Sofía.
Arrastra la valija equilibrándola lo mejor que puede. Tiene ruedas, pero están chuecas, y la maldita va tan pesada que se bambolea para un lado y para otro y todo el tiempo parece a punto de volcar. Cuando baja el cordón para cruzar Rivadavia se le engancha en los adoquines y la manija hace un ruido como si se hubiese roto toda por dentro. Sofía pega un tirón y consigue zafar la valija. Tiene miedo de que cambie el semáforo y cruza corriendo mientras un auto blanco le toca bocina. ¿No ve que se le quedó atrancada, el muy tarado?
Según las indicaciones que le dio el chico le falta caminar media cuadra. Le cuesta encontrar los números de la calle, porque son todos negocios con vidrieras del piso al techo, y a los dueños solo parece importarles sus letreros de “Sale”, “Off” y demás porquerías. Ningún cartel con la altura de la calle, que le sirva para orientarse.
Al final encuentra un número: el 140. Resopla, cada vez más fastidiada. Entonces, el edificio que busca tiene que estar en la vereda de enfrente. Ni loca camina otra vez hasta la esquina para cruzar por la senda peatonal. No con esa basura de valija a la rastra. Se lanza a mitad de cuadra. Las rueditas, al caer desde la vereda a la calle, hacen un terrible ruido a roto. Ya no le importa. Si es por Sofía, que la podrida valija se abra ahí mismo como la panza de un pescado de esos que sacan en el muelle, cuando los limpian los pescadores. Por suerte ahora, cuando cruza, no hay ningún imbécil con auto blanco que la apure con la bocina. En la vereda de enfrente se encuentra con lo mismo: un local, otro local, una vidriera, otra vidriera, ningún número.
Casi en la esquina por fin localiza la puerta. Es de vidrio y metal dorado. Unos números horribles de mármol, un uno, un ocho y un tres. El portero eléctrico es gigantesco. Catorce pisos. Doce letras en cada piso. Siente la tentación de apoyar la mano y barrer todos los pulsadores para después salir corriendo, como hace con sus amigos en Villa Gesell, en la temporada, cuando está lleno de turistas y los departamentos todos ocupados. Pero acá está sola, no tiene hacia dónde correr sin perderse, y arrastrando esta valija, cualquier vecino enojado la alcanza enseguida. Además, y sobre todo, no está de ánimo.
Busca: piso 11, departamento F. Aprieta el botón. Un timbrazo largo. Su mamá siempre la retaba por eso. “No te quedes pegada”, le decía. Es que a Sofía siempre le agarra la duda de si la habrán escuchado, y le parece preferible apretar de más y no de menos. Pega la oreja al parlante del portero eléctrico. Se tapa la otra, porque es tanto el barullo de la calle que le da miedo que la atiendan y no escuche lo que le digan.
—¿Quién es? —contesta una voz de hombre. Una voz metálica. La voz de un robot.
—Me llamo Sofía —se tropieza con su propia voz. Lo ensayó un montón de veces. Hasta en el viaje, antes de ponerse a charlar con la señora del budín. Pero ahora le cuesta—. Estoy buscando a Lucas Marittano.
Se hace un silencio. ¿Se hace un silencio o ella está aturdida por el ruido de los colectivos que siguen pasando? Se acerca más todavía al bronce del portero. Aprieta más fuerte la mano sobre la otra oreja.
—¿Hola? —insiste.
—Sí, soy yo. ¿Pero qué necesitás?
—Tengo que ver a Lucas Marittano. Me dieron esta dirección.
No dice nada más. En eso quedó consigo misma. Empuja la puerta. En una de esas le está abriendo y con tanto batifondo ella no escuchó la chicharra. Pero no se mueve. Le da vergüenza que alguien la vea empujando la puerta. Capaz que piensa que es una ladrona que quiere entrar de prepo. Igual, no hay nadie cerca, ni del lado de adentro ni del lado de afuera.
—No abre —grita.
—No. Hay que bajar. Está con llave y… —dice algo más que Sofía no entiende.
—¿Qué?
—Que esperes. Que ya bajo.
Justo en ese momento se acerca una señora joven con un nene chiquito. Lleva unas llaves en la mano. Sofía se corre a un costado, para dejarla pasar.
—¿Entrás? —le pregunta.
—No, gracias. Ya bajan a abrirme —le contesta, pero le gusta que le haya preguntado. A Sofía le revienta cuando está en la puerta de un edificio y alguien que entra o que sale le cierra la puerta en las narices, mientras la mira con cara de “seguro sos una chorra”. Le enferma. Pero esta señora le sonríe y le pregunta eso, así que le gusta. La mira alejarse con su nene y subir al ascensor.
Se queda esperando. Le gustaría ver el numerito indicador de los pisos en que están los ascensores, para asegurarse de que esté bajando alguno y de que sea cierto, nomás, que él viene a abrirle. Pero están de costado en el pasillo, así que no hay manera.
De repente aparece un tipo. No sale del ascensor. Asoma la parte de arriba del cuerpo, sin salir del todo. Sofía supone que quiere asegurarse de que haya alguien esperándolo. De que no lo tomaron para la joda como en ese chiste de Gesell en la temporada de verano. Sofía lo mira a su vez. Sale por fin del ascensor y camina hasta la puerta. Abre.
—¿Sí?
—¿Sos Lucas? —pregunta ella.
—Sí.
—Soy… Me llamo Sofía.
Se detiene. Le da miedo que el tipo cierre la puerta y se vaya corriendo. Pero si sigue callada corre el mismo peligro. Mejor que se decida.
—Vengo porque me dijo… Tus datos me los dio mi mamá. Mi mamá se llamaba Laura Krupswickz. Te conoció en Villa Gesell.
Él frunce el ceño, como pensando, pero parece que se ubica, porque hace que sí con la cabeza. Listo. Ahora o nunca.
—Bueno. Parece que vos sos mi papá.