—Tienen a Jill —dice.
—¿Cómo?
—Lo siento, Frank —dice ella—. Tienen a Jill.
Frank apenas presta atención mientras ella le cuenta el trato. Oye sus palabras, las asimila, pero en realidad lo único que suena en su cabeza son las palabras «Tienen a Jill. Tienen a Jill. Tienen a Jill. Tienen a Jill. Tienen a Jill».
Tu fe. Tu confianza. Tu amor. Tu vida. Tu hija.
—Mañana por la mañana —dice ella—, a las cuatro. Bajo el muelle de Ocean Beach. Tienes que ir desarmado, pero con cierto paquete que ellos quieren. ¿Tú sabes de qué hablan, Frank?
—Sí.
—Tú les das el paquete y ellos me entregan a Jill a mí —dice Donna—. Tú te vas con ellos, Frank.
Él asiente con la cabeza.
—¿Cuánto hace que trabajas para ellos? —le pregunta.
—Desde siempre —dice ella—. Desde los quince años. Mi padre era un borracho y solía pegarme y no era eso lo peor que hacía. Tony Jacks impidió que siguiera haciéndolo; él me sacó de allí. Él me rescató, Frank.
Cuando acabó con ella, le buscó un trabajo y un marido, le cuenta a Frank.
—Cuando Jay se marchó —dice Donna—, me quedé triste, pero no destrozada. En realidad, yo no estaba enamorada de él. Nunca volví con Tony, pero sigo en deuda con él, Frank. Tienes que comprenderlo. Yo le vigilo las cosas de San Diego y nada más.
—Les has entregado a mi hija.
—No lo sabía —dice Donna, llorando—. Pensé que solo querían hablar con ella, Frank. No sabía que iban a hacer… esto.
—Diles que estaré allí —dice Frank—, con el paquete. Y me iré con ellos, si veo a Jill, si la veo sana y salva.
Él sabe que no la soltarán. Sabe que la matarán.
«Dios mío, por favor, ¡que no esté muerta! Por favor, dame siquiera una pequeña oportunidad de salvarla».