Frank está sentado en la pequeña choza en la sierra, a las afueras de Escondido. Hace años que conoce aquel lugar, situado al final de un camino de tierra en un cañón, por encima de los naranjales. Es un lugar donde se esconden los «mojados». Ellos viven aquí arriba lejos de la «migra», bajan justo antes del amanecer a recoger naranjas y regresan al atardecer.
Claro que ahora no hay allí ningún «mojado». No se recogen naranjas en invierno, bajo la lluvia.
De todos modos, le llega el olor ácido de los naranjos que hay más abajo. Le produce nostalgia, tristeza, pensar que no estará por allí para saborear las naranjas en primavera.
Tiene una pistola y cuatro balas. No van a ser suficientes. Vendrán con un ejército, así que da igual que tenga cuatro balas o cuarenta o cuatrocientas o cuatro mil, porque él es uno solo.
«No puedes ganar esta batalla. Todos aquellos tópicos sobre la vida… son todos ciertos. Si pudieras cocinar una vez más, cabalgar una ola más, tener una conversación con un cliente, sonreírle a un amigo, abrazar a tu amante, tener en brazos a tu hija… Si tuvieras una oportunidad más, la usarías de otra forma».
Si tuvieras otra oportunidad.
«Deja de sentir pena por ti mismo —piensa—. Después de todo, te lo tienes merecido. Has hecho un montón de cosas malas en este mundo. Has matado y eso es lo peor que hay. Puedes justificarlo todo lo que quieras, pero, cuando miras atrás a tu vida con los ojos abiertos, tú sabes lo que has sido. Lo único que puedes lograr, tal vez, ¡tal vez!, es hacer un poco de justicia a una difunta. Quitarle las piedras de la boca. Tal vez darle a su hija la oportunidad de tener un futuro de verdad, del mismo modo que quisieras darle una oportunidad a tu propia hija. Jill. ¿Qué va a hacer ella? Te tienes que ocupar de tu propia hija».
Llama a Sherm.
—Frank, gracias a Dios. Pensé…
—No le des las gracias aún —dice Frank—. Oye, quiero saber…
—Fueron los federales, Frank —dice Sherm—. Me tenían pillado. Fue tu colegui, Dave Hansen… Me puso un transmisor. Él pasó la información.
—Ya no importa —dice Frank—. Lo único que importa es que alguien se ocupe de Jill y de Patty. Si me has encartado, me has encartado. Seguro que tendrías tus motivos. Es sangre bajo el puente…
—Frank…
—Hay algunas propiedades —dice Frank—. Tú sabes sacarlas. Si algo me pasa, liquida los activos y asegúrate de que se paguen los estudios de medicina de Jill.
—Cuenta con eso, Frank.
—Tienen que dejar que me ocupe de mi familia —dice Frank—. Pueden hacer conmigo lo que quieran, pero tienen que dejar que me ocupe de mi familia. Así se hacía siempre en los viejos tiempos.
—Me ocuparé de Patty y de Jill —dice Sherm—. Tienes mi palabra.
Cuesta oír el tono de voz de un hombre por teléfono, sobre todo con aquellos móviles de lata, pero Frank queda conforme con lo que oye. De todos modos, no puede hacer otra cosa, más que confiar en que el Cinco Centavos haga lo correcto con el dinero, aunque Sherm lo haya traicionado.
Si quedan rastros de honor en esto, dejarán que un hombre se vaya sabiendo que no deja a su familia en la estacada.
—Oye, Sherm —dice Frank—, ¿te acuerdas de aquella vez en Rosarito, cuando tú llevabas aquel sombrero enorme?
—Me acuerdo, Frank.
—¡Qué buenos tiempos aquellos!
—Joder, sí que fueron buenos.
—Adiós, Sherm.
—Ve con Dios, amigo mío.
Frank lo ha dispuesto de tal modo que tendrán que subir y con el sol de frente. Quiere tener todas las ventajas que pueda, aunque al final de poco le servirá.
«Aunque, si te llevas contigo, digamos que a Jimmy el Niño, habrás hecho algo bueno. Puede que cuente a mi favor cuando responda ante el hombre. Ve con Dios».
Oye el coche antes de verlo. Después cesa el ruido del motor.
«Ingenioso —piensa Frank—. Vienen a pie. Dejarán mucho espacio en torno a la cabaña y se irán acercando poco a poco, por todos lados».
Se tranquiliza, apoya el cañón de la pistola en el alféizar y se prepara para meter una bala en la primera cabeza que se asome.
Aparece una cabeza, pero no dispara… porque es Donna.