Frank llama a información y consigue el número del despacho del senador.
—Quisiera hablar con el senador, por favor.
—¿Quién le habla?
—Dígale que es un amiguete de sus tiempos de Solana Beach.
—No creo que se pueda poner, señor.
—Fíjese que yo creo que sí que podrá —dice Frank—. ¿Por qué no le dice que tiene que ver con Summer, a ver quién acierta?
Un minuto después, el senador se pone al teléfono.
—Si suele grabar sus llamadas —dice Frank—, le sugiero que apague el aparato.
—¿Quién es?
—Usted sabe quién soy —dice Frank—. Esperaré.
El «hijo afortunado» vuelve a la línea unos segundos después.
—De acuerdo, hable.
—Usted sabe quién soy.
—Tengo una idea bastante aproximada.
—Pues se equivoca de tío —dice Frank—; se equivoca de chófer. Ya sé que cuesta distinguir a las personas sin importancia, pero fue Mike Pella el que conducía la limusina aquella noche y no yo. Si hubiese sido yo, esto no habría ocurrido, porque no le habría dejado que matara a golpes a una chica y se saliera con la suya.
—No sé de qué está hablando.
Frank acerca al teléfono el pequeño dictáfono y le hace escuchar la narración de Donnie Garth.
—Está mintiendo —dice el «hijo afortunado».
—Claro —dice Frank—. Mire, a mí me da igual. Debería importarme que usted matara a aquella chica y que ahora haya matado a la otra, pero la cuestión es que yo tengo una vida que quiero vivir y una familia que tengo que mantener, conque el trato es este, senador: quiero un millón de dólares en efectivo o hago pública esta información. Ya sé que no puedo ir a la policía ni a los federales, porque están a sus órdenes, pero iré a los medios de comunicación y entonces lo menos que puede pasar es que su carrera llegue a su fin. Es posible que no podamos imputarle el asesinato de la chica, pero podemos situarlo en la escena del crimen y ya no hará falta nada más.
—Tal vez podríamos adoptar la posición de que…
—Un millón de dólares, senador, en efectivo —repite Frank— y quiero que los entregue usted en persona.
—Eso no va a poder ser —dice el «hijo afortunado».
—¿Cuál de las dos cosas? —pregunta Frank—. ¿El dinero o usted?
—Yo —dice el «hijo afortunado».
—Entonces mande a su proxeneta, Garth —dice Frank y le indica dónde y cuándo.
Sigue un largo silencio y después:
—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
—Soy un hombre de palabra. ¿Y usted?
—También.
—Entonces, ¿trato hecho?
—Trato hecho.
El «hijo afortunado» cuelga el teléfono.
Frank apaga la grabadora. No es un niño y sabe que no van a venir a darle un millón de dólares, sino a matarlo.
«Podría salir corriendo —piensa Frank— y podría correr mucho. Podría correr durante años, quizá, pero ¿qué clase de vida sería? ¿Verme a mí mismo convirtiéndome lentamente en el pobre Jay Voorhees, hasta sentir alivio cuando finalmente me alcancen? Eso no es vida. Que vengan. Vamos a acabar con esto».