La primera luz del día encuentra a Frank en San Diego. Cuenta con la protección de la niebla y la hora para no ser visto y con la de la pistola que lleva en la cadera para evitar cualquier daño.
Frank renquea hacia la esquina de la calle 11 con Island, donde los viejos duermen sobre cartones en la acera. Al pasar cojeando junto a la fila de personas sin hogar que duermen en la calle, los oye farfullar y rezongar, huele su olor corporal a sudores nocturnos endurecidos y orina vieja y la peste de la piel podrida.
Se detiene ante la puerta de la Island Tavern y la aporrea. Está cerrada, pero sabe que en el interior encontrará a los bebedores empedernidos que van a tomar la primera copa del día. Al cabo de un minuto, la puerta se abre con un chasquido y se asoma un ojo amarillento.
—¿Está Corky? —pregunta Frank.
—¿Quién quiere saberlo?
—Frank Machianno.
Frank oye una conversación confusa; después se abre la puerta y el viejo —Frank trata de recordar su nombre y finalmente lo consigue: se llama Benny— lo deja entrar y señala el bar.
El detective (retirado) Corky Corchoran está sentado en un taburete, encorvado sobre la barra, con un vaso bajo de whisky en una mano y un cigarrillo en la otra. Frank se sienta a su lado.
—Cuánto tiempo, Corky.
—Cuánto tiempo.
Hace mucho, antes de que se apoderaran de él la bebida y la amargura, Corky era un poli de puta madre. Como tantos otros, solía aceptar un sobre para hacer la vista gorda ante el juego y las prostitutas, pero, para las cosas serias, Corky era un tío legal y todo el mundo lo sabía.
Si alguien le pegaba a una mujer, si hacía daño a un civil o si mataba a una persona que no estaba en el rollo, Corky iba a por él, y cuando Corky iba a por alguien, seguro que lo encontraba. Claro que aquello fue hace mucho tiempo.
—¿Te invito a algo, Corky?
—Pensé que nunca lo dirías.
«Corky nunca fue un tío grandote, pero parece haber encogido —piensa Frank mientras hace señas a Benny para que le sirva otra copa—. Y tiene el pelo fino y seco, la piel amarillenta, bien tirante contra los huesos de la cara».
—Necesito que me ayudes, Corky.
Corky acaba la copa anterior, coge la de Frank y se la bebe de un trago.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Summer Lorensen.
Corky lo mira sin comprender y sacude la cabeza.
—Fue en 1985 —añade Frank para situarlo—. Tú estabas en Homicidios por aquel entonces. Todos aquellos asesinatos de prostitutas.
—«No se han registrado víctimas humanas».
—«No se han registrado víctimas humanas» —dice Frank—. Exactamente. Encontraron su cadáver en Mount Laguna, en una cuneta junto a la carretera.
Corky se queda pensando un buen rato. Justo cuando Frank piensa que el viejo policía se ha vuelto a meter en el bosque encantado, Corky dice:
—Tenía piedras en la boca.
—Exactamente —dice Frank—. Quedó sin resolver, pero después el departamento se lo atribuyó al «asesino del río verde».
Corky se saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y enciende otro. Le tiemblan las manos.
—No fue el «asesino del río verde». A aquel capullo le achacábamos todo. Él solito era toda una hoja de compensación.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Frank—. ¿Cómo sabes que no fue él?
Corky saca a relucir aquella claridad cristalina que a veces tienen los borrachines. No son frecuentes y no duran mucho, pero ahora se encuentra en ese estado y Frank espera que le dure lo suficiente.
—Primero —dice Corky—, la mataron a golpes; no la estrangularon. El «asesino del río verde» estrangulaba a sus víctimas. Ella presentaba traumatismos en el cuello, pero se los hicieron post mórtem. Segundo, no había indicios de penetración. Él violaba a sus víctimas. Tercero, no la mataron allí junto a la carretera.
—¿Cómo lo sabes?
—No había manchas de sangre, Frankie. Hacía mucho que había dejado de sangrar.
—Pero tenía piedras en la boca —dice Frank.
—Coño, ¿y qué? —preguntó Corky—. ¿Acaso su asesino no podía leer el periódico?
—Entonces, si tú sabías…
—El departamento me hizo callar —respondió Corky—. La orden vino de arriba: «Dejad en paz el caso Lorensen y dedicaos a otra cosa. No se han registrado víctimas humanas».
Corky da otra calada larga a su cigarrillo.
—Fue el principio del maldito fin para mí, Frank —dice—, la cima de la pendiente resbaladiza.
Frank coge su billetero, saca dos billetes de cien dólares y los mete dentro de la mano de Corky. Le trae recuerdos de otros tiempos.
—No te dejes ver —dice Frank— y no dejes que nadie se entere de que has hablado conmigo.
Corky lo mira fijamente.
—¿Vas a seguir adelante, Frank? Sigue mi consejo: no lo hagas. No querrás acabar como yo.
—Tú estás bien, Corky.
—Ya no habrá otro verano para mí, Frankie.
Se ha ido. Tiene los ojos hundidos en la cabeza y la mirada perdida y Frank se da cuenta de que Corky Corchoran está en un lugar donde vive él solo: en algún lugar del pasado, tal vez, en algún lugar del futuro, pero no en el aquí y el ahora.
«Tiene razón —piensa Frank—: no habrá otro verano para él. Y, probablemente, para mí tampoco».
Da una palmadita a Corky en el hombro.
—Nos vemos.
—A menos que te vea yo primero.
Frank se vuelve para marcharse y está casi en la puerta cuando oye que Corky dice:
—¡Oye, Frank!
Frank se vuelve. Corky sonríe y le dice:
—Nos lo hemos pasado bien, ¿verdad?
—Sin duda.
Corky asiente.
—De puta madre. Nos lo hemos pasado de puta madre.
Frank vuelve a salir a la mañana neblinosa.
«De acuerdo, piensa, piensa. ¿Quién más estaba allí aquella noche? Donnie Garth, para empezar, pero con eso no vas a llegar a ninguna parte. Y había otra chica, la pelirroja. ¿Cómo se llamaba? Alison. Aunque aquello pasó hace más de veinte años. ¿Quién sabrá dónde está ahora?».