Frank abandona el celica en Point Loma y regresa andando a Ocean Beach. Si es que aquello se puede llamar «andar». Más bien es cojear, renquear.
«Parezco el monstruo de una película vieja de bajo presupuesto —piensa Frank—, cuando sale del pantano. Menos mal que, como está diluviando, la gente de San Diego, que le tiene fobia a la lluvia, no anda por la calle; porque, si vieran a este bicho raro desarreglado y sangrando que va tambaleándose por las aceras, llamarían a la policía y entonces se acabaría todo».
Frank no quiere regresar a su piso franco. Es arriesgado regresar a cualquier sitio, pero no tiene ningún otro lugar adonde ir y tiene que ir a alguna parte para refugiarse de los elementos, limpiar sus heridas, descansar un poco y pensar en lo que hará a continuación.
Abre la puerta de su chabolo de la calle Narragansett, sin saber lo que lo estará esperando dentro. ¿La pasma? ¿El FBI? ¿El «equipo de demolición»?
En el apartamento no hay nadie.
Frank se quita la ropa húmeda y ensangrentada y se mete en la ducha, tanto para calentarse como para lavarse las heridas. Las gotas de agua le pican como si fueran agujas. Sale, se seca con suavidad y mira la sangre que ha quedado en la toalla. Busca el agua oxigenada en el botiquín, se sienta en el borde de la bañera y se mira las raspaduras hondas que tiene en las piernas. Hace una inhalación profunda y se echa agua oxigenada en las heridas. Canta Che gelida manina para no pensar en el dolor. En realidad, no sirve de nada. Se examina las heridas y se echa un poco más de agua oxigenada, hasta que ve que la sustancia química hace burbujas.
A continuación, repite el proceso con los brazos y el pecho.
Se levanta lentamente, busca gasas y esparadrapo y se venda las heridas. Le lleva un buen rato. Además, le hace daño el brazo derecho cuando lo mueve y está cansado, molido. Una parte de él simplemente quiere acostarse y renunciar, simplemente quedarse allí tendido hasta que vengan y le metan dos balas en la cabeza.
«Pero no puedes hacer algo así —se dice a sí mismo mientras se aplica la gasa y la envuelve con el esparadrapo, para que no se mueva de su sitio—. Tienes una hija que te necesita, así que concéntrate en lo que está pasando».
Se prepara una cafetera de café negro fuerte y se sienta a pensarlo todo desde el principio.
«¿Qué coño estaba tratando de decirte Mike? Que él trabajaba para los federales. Que los federales lo obligaron a tenderte una trampa. Pero ¿por qué? ¿Para qué me iban a querer ver muerto? No tiene sentido. A lo mejor no era más que otra gilipollez de Mike Pella, como eso de ir a la nevera a buscar la pistola, sabiendo que estaba a punto de hacer caer el telón, y salir cantando una vieja canción que les gustaba en aquella época, allá por el verano de 1972…».
«Hay gente que nace para hacer ondear la bandera
—oh, son rojas, blancas y azules—
y, cuando la banda toca “Saluda al jefe”,
oh, te apuntan con el cañón, Señor…».
«“Oh, te apuntan con el cañón, Señor” —piensa Frank—. Sigue, acábala. Allí hay algo más».
«No soy, no soy, hijo de ningún senador, hijo.
No soy, no soy, no soy afortunado, no…».
«No —piensa Frank—, no soy afortunado. El “hijo afortunado”. Y no fue en el verano de 1972, sino en el verano de 1985. El verano de 1985. Verano, 1985».[4]