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Frank salió arrastrándose durante el último riff de las guitarras.

Le ha dolido una barbaridad el mero hecho de desabrochar el cinturón de seguridad, ni hablar de abrir la portezuela y dar una voltereta para caer fuera, y es muchísimo peor cuando choca contra el suelo. Las costillas están por lo menos agrietadas, si es que no se le han roto del todo, y el hombro izquierdo es un bulto más cercano al codo de lo que debiera. Ni siquiera quiere saber lo que le pasa a su rodilla derecha. No importa. Tiene que alejarse del coche.

Sabe que cualquier movimiento supone un riesgo, que una costilla rota podría perforarle un pulmón o que el sangrado interno podría convertirse en una hemorragia interna y entonces no contaría el cuento, pero peor es freírse de golpe cuando el coche estalle como si fuera el cuatro de julio.

Se ha arrastrado sobre el vientre como quince metros antes de la explosión; entonces se aplasta bien contra el suelo y hunde el rostro en la tierra antes del estallido. La conmoción es como un golpe contra todo su cuerpo y siente que le arden las costillas como si él mismo se hubiera prendido fuego.

«Pero estoy vivo —piensa—, y no debería estarlo».

Se queda bien aplastado contra el suelo un par de minutos; en primer lugar, porque tiene que recuperar el aliento; en segundo lugar, porque es posible que Jimmy baje a dar el tiro de gracia. Además, sabe que pronto habrá bomberos y policías por todas partes, si es que no están allí ya.

Cuando recupera el aliento, se sujeta el hombro izquierdo y lo vuelve a poner en su sitio, mordiéndose el brazo para no gritar. Vuelve a tumbarse de espaldas y respira con dificultad.

Es una suerte que esté lloviendo, porque el fuego podría extenderse más rápido de lo que tardaría Frank en apartarse de él. Dadas las circunstancias, las llamas no son más que gas ardiendo y aire y no alcanzan a prender la hierba húmeda ni los árboles empapados.

Frank empieza a alejarse a rastras, siguiendo el fondo del cañón. Calcula que tiene que apartarse como mínimo medio kilómetro del lugar del accidente y sabe lo que tiene que buscar: algún lugar donde esconderse hasta que oscurezca. Tarda media hora en encontrar uno: una grieta bajo una roca en la pared de enfrente del cañón. Un espeso arbusto de mezquite oculta la entrada y la roca que sobresale por encima lo protegerá un poco del viento y de la lluvia. Se desliza dentro. Apenas cabe, y dolorosamente, en posición fetal.

Más allá, en el cañón, ve a los bomberos rociando el coche con grandes chorros.

«Estarán buscando un cuerpo —piensa Frank— y no encontrarán ninguno, pero los polis seguirán el rastro del coche alquilado hasta un tal Jerry Sabellico, de modo que esa parte ya está cubierta».

Todo su equipo de supervivencia ha quedado en el coche: su ropa, sus armas, su dinero. Todo.

«Por ahora no puedo hacer otra cosa —piensa Frank, mientras trata de encontrar una postura más cómoda— más que temblar dentro de una cueva, todo dolorido, después de haberlo perdido todo, y esperar a que se haga de noche».