Dicen que revives toda tu vida en un instante. Puede ser. Frank oye una canción: los Surfaris interpretando Wipeout.
—Ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, a… Wipeout!
Aquella risa sarcástica y enloquecida; después, el famoso solo de batería; después, el riff de las guitarras, y otra vez la batería.
Lo escucha del principio al fin. Wipeout. Es uno de los nombres que dan los surfistas a una caída espectacular cuando montas una ola. En realidad, tienen como millones de expresiones, como darse un castañazo, un tortazo o un guarrazo, off the lip, estar en una lavadora.
A Frank ya le ha ocurrido eso de estar dando vueltas y más vueltas, preguntándote si vas a parar alguna vez, si alguna vez vas a salir a la superficie, si podrás contener la respiración el tiempo suficiente para volver a ver el maravilloso cielo.
Claro que aquello era el agua y esto es la tierra. Y árboles y piedras y maleza y los ruidos espantosos del metal al aplastarse contra todos ellos y después el ruido de un disparo; al principio, Frank piensa que es el golpe de gracia, pero, en realidad, lo que se dispara es la pólvora del airbag. La bolsa le golpea la cara de frente y después por los lados y el mundo se convierte en aquella almohada que cae, aquel trayecto que no tiene nada de divertido mientras el coche cae en picado desde el borde del cañón, restregándose contra todo lo que encuentra a su paso.
Precisamente el roce es lo que le salva la vida. El coche roza la rama de un árbol, que reduce su velocidad; roza después el borde de una roca, cae de lado por encima del borde de un barranco estrecho y se va deslizando hasta que finalmente se detiene contra un viejo roble de los postes.
El riff de las guitarras se desvanece.
Ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, ha, a… Wipeout!