No lo vio venir. Es lo que pasa: que el cansancio, el disgusto y el mero rollo de tener que huir hacen que uno se descuide.
Evidentemente, no lo iban a matar en la casa de un testigo protegido, porque eso sería revelar la jugada. No acabarían con él muy cerca, sino que esperarían a que se hubiese alejado unos cuantos kilómetros y después lo harían. Y lo harían parecer un accidente. La cuestión es que no se da cuenta hasta que es demasiado tarde.
El lexus plateado lo va siguiendo a toda prisa y, más adelante, un envoy negro, un utilitario deportivo negro y pesado, se acerca ruidosamente, pasa al lexus y se pone al costado de Frank.
En el envoy va Jimmy el Niño, meneando la cabeza hacia arriba y hacia abajo, como si estuviese escuchando una de esas gilipolleces del hip-hop; entonces sonríe a Frank y da un volantazo a la derecha.
El envoy choca contra el coche de Frank y lo envía hacia el borde del precipicio. Frank logra controlarlo, pero Jimmy vuelve a embestirlo.
Las leyes de la física están contra él. El empresario que Frank lleva dentro sabe que los números no mienten nunca: la aritmética es incuestionable. Un vehículo más pesado y a más velocidad siempre va a ganar el combate. Trata de detenerse y suelta el acelerador, para poder meterse detrás del envoy, pero el lexus lo tiene encajonado y lo golpea hacia delante. La única esperanza de Frank es que venga un coche en el otro sentido que obligue al envoy a esquivarlo, pero ni eso serviría de nada, porque el envoy no tendría sitio donde ir y mataría a algún civil.
«Eso es lo único que puedo decir en mi defensa —piensa Frank—: que nunca me cargué a nadie que no estuviera metido en el ajo. Solo a mafiosos».
Logra mantenerse en la carretera durante la primera parte de la curva amplia, pero —la física es la física y los números no mienten— la segunda mitad es demasiado para el cochecito de alquiler, sobre todo cuando Jimmy el Niño choca contra él, por si acaso.
Frank gira la cabeza y ve a Jimmy diciéndole adiós. Después se despeña.