55

Mike Pella regresa a casa desde el bar, enciende la luz del salón y se encuentra a Frank Machianno sentado en la butaca reclinable La-Z-Boy, con una calibre 22 con silenciador apuntándole al pecho.

—Hola, Mike.

Ni se le pasa por la cabeza salir corriendo —estamos hablando de Frankie Machine—, así que Mike dice:

—¿Quieres una cerveza, Frankie?

—No, gracias.

—¿Te importa si yo me tomo una?

—Si de la nevera sale algo que no sea una budweiser —dice Frank—, te meto dos balas en la cabeza.

—Será una coors, si no te importa —dice Mike mientras se acerca a la nevera—. Baja en calorías. Una persona de mi edad tiene que vigilar los hidratos de carbono. Y tú también, Frankie, que ya no eres un chaval tampoco.

Saca la cerveza, le arranca la tapa con el pulgar y se sienta en el sofá, enfrente de Frank.

—Sin embargo, tienes buen aspecto, Frankie. Debe ser por todo el pescado que comes.

—¿Por qué, Mike?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué te chivaste? —pregunta Frank—. Precisamente tú.

Mike sonríe y bebe un trago de cerveza.

—Yo te respetaba —dice Frank— y te admiraba. Tú me enseñaste sobre esto y sobre…

—Las cosas ya no son como antes —dice Mike—. La gente ya no es como antes. Ahora nadie es leal a nadie. Las cosas han dejado de ser así. Tienes razón: ya no soy la persona que era. Tengo sesenta y cinco años, ¡por Dios! Estoy cansado.

Frank lo mira y sí que es diferente.

«Es curioso —piensa Frank—, porque lo veo como era antes, no como ahora. Tiene el pelo canoso y le queda poco. Tiene el cuello delgado y la piel arrugada y las manos que sujetan la lata de cerveza también están arrugadas. Tiene surcos en la cara que antes no tenía. ¿También yo pareceré así de viejo? ¿Me estaré engañando cuando me miro al espejo? Y mira este lugar: una butaca reclinable usada, un sofá de mierda, una mesa de centro barata, un aparato de televisión. Una cafetera Mr Coffee, un microondas, una nevera y nada más. No hay nada hecho con amor o con cuidado, nada que parezca haber sido vivido, no hay fotografías de seres queridos. Un lugar vacío, una vida vacía. ¡Dios!, ¿es esto lo que me espera?».

—No quiero morir en chirona, ¿vale? —le está diciendo Mike—. Quiero sentarme con una cerveza, quedarme dormido en mi propio sillón, mirando un partido de fútbol, con la página desplegable de la chica del mes de julio en las rodillas. Estoy harto de toda esta gilipollez de la mafia, que no es más que eso: una gilipollez. No hay honor, no hay lealtad ni nunca los ha habido. Coño, nos hemos estado engañando a nosotros mismos. Ya tenemos más de sesenta años y lo mejor de nuestra vida ha quedado atrás, conque ya va siendo hora de que crezcamos de una vez, Frankie. Estoy harto de todo y ya no quiero seguir formando parte de esto. Si me vas a disparar ahora, está bien, mátame. Si no, que sea lo que Dios quiera.

—Tú mataste a Herbie —dice Frank.

—Me has pillado —dice Mike.

—Y temías que yo lo supiera y me chivara —dice Frank— y que eso jodiera la inmunidad que te habían prometido y por eso contrataste a alguien para que me matara. ¿Cómo iba yo a hacer algo así, Mike? No soy un chivato. No soy como tú. Así que, si te preocupa que se lo vaya a contar al FBI…

Mike ríe, pero no hay alegría en su risa; no es divertida, sino amarga, airada, cínica.

—Frankie —dice—, ¿para quién trabajo yo ahora?