Corría el año 2002. Hacía dos semanas que Dave no aparecía por «la hora de los caballeros» y Frank sabía por qué.
Todo San Diego sabía lo que mantenía ocupado al FBI: la desaparición de una niña de siete años de su dormitorio del primer piso en una casa de un barrio residencial en las afueras de la ciudad. Los padres de Carly Mack la habían acostado la noche anterior, y cuando fueron a despertarla por la mañana, la niña había desaparecido.
Desaparecido sin más ni más.
«Terrorífico —pensó Frank cuando lo leyó en el periódico. Es la peor pesadilla para un padre. No se podía imaginar cómo se sentirían los Mack. Recordó aquel instante de pánico atroz cuando, durante diez segundos, había perdido de vista a Jill en el centro comercial—. ¿Despertarte y ver que ha desaparecido y de tu propia casa, de su propio dormitorio? Inimaginable».
Así que Frank no esperaba ver a Dave por un tiempo. El FBI siempre se encargaba de los casos de secuestro y escuchó a Dave hablar por la radio y decir que estaban haciendo todo lo posible por encontrar a la pequeña Carly Mack y pidiendo a cualquiera que tuviera información que la ofreciera. Los medios de comunicación revoloteaban en torno a aquello como las gaviotas en torno a un barco pesquero, exigiendo que la policía encontrara a la pequeña Carly. Como si Dave necesitara que lo pinchasen. Frank sabía que estaría trabajando en ello las veinticuatro horas, los siete días de la semana.
Por eso se sorprendió bastante aquella mañana al ver a Dave remando mar adentro sobre su tabla. El agente alto iba derechito hacia la rompiente, pero vio a Frank y le hizo una seña con la barbilla. Frank remó también y se reunió con él en el lugar alejado de la rompiente donde muchos de los tíos mayores iban a esperar una ola o simplemente a tomarse un respiro y a hablar de sus cosas.
Dave tenía mal aspecto. Aunque por lo general parecía sereno, a pesar de lo que pasara o de lo mucho que lo presionaran, aquella mañana Dave tenía ojeras y una expresión en la cara que Frank no le había visto nunca. Frank llegó a la conclusión de que era furia. En los ojos de Dave había furia.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó Dave.
—Claro.
Dave tenía mucho que contar.
Los padres de Carly, Tim y Jenna, eran promiscuos. La noche anterior, Jenna había estado en un bar con una amiga llamada Annette, buscando alguien con quien pasar la noche. Se le había acercado un hombre de mediana edad llamado Harold Henkel, pero ella lo había rechazado.
A eso de las diez, Jenna y Annette dejaron de buscar carne fresca. Annette telefoneó a su esposo, que fue a casa de los Mack para el cuarteto de siempre. Tal vez fuera decepcionante, pero era mejor que nada.
Jenna subió a ver a los dos niños: Matthew, de cinco años, y la pequeña Carly, y vio que los dos estaban dormidos. Dio a cada uno un beso en la mejilla, cerró la puerta y fue a la «sala de recreo» que tenían en el garaje, donde siguieron con la fiesta.
Los cuatro reconocieron que bebieron algo de vino y fumaron algo de hierba. Annette y su marido se marcharon a su casa a eso de la una y media de la madrugada. Ni Annette ni su marido habían salido de la sala de recreo antes de marcharse a su casa. Tim y Jenna no fueron a ver otra vez a los niños antes de irse a la cama.
A la mañana siguiente, a eso de las nueve, el hermano, Matthew, fue a la habitación de Carly a jugar con ella, pero no la encontró allí; no se preocupó y bajó a tomar un tazón de cereales. Tim le preguntó si Carly estaba despierta y Matthew respondió que pensaba que estaba abajo. Jenna seguía durmiendo.
Tim buscó por toda la casa y no encontró a Carly. Se asustó, salió y la buscó por todo el vecindario; después llamó a los vecinos. A esas alturas, Jenna se había levantado y empezaba a sentir pánico. Matthew lloraba. Al cabo de quince minutos llamaron a la policía.
—Adivina quién vive a una manzana y media de su casa —dijo Dave.
—Harold Henkel —dijo Frank.
Dave asintió con la cabeza.
—Lo hicimos venir. Tiene una caravana que deja aparcada en la calle. Dijo que había estado fuera todo el fin de semana, en el desierto, cerca de Glamis. La caravana estaba impecable, Frank. Todavía tenía olor a desinfectante.
—¡Dios mío!
—El lunes por la mañana llevó la chaqueta y algunas mantas a la lavandería —dijo Dave—. Conseguí una orden de registro, revisamos la casa y su ordenador. El disco duro estaba lleno de pornografía infantil. Lo hizo ese hijo de puta, Frank; fue él quien se llevó a la niña, pero se niega a responder a mis preguntas y está a punto de llamar a un abogado. Si lo imputo, jamás dirá dónde está Carly. ¿Y si estuviera viva, Frank? ¿Y si la dejó en algún lugar del desierto y se nos está acabando el tiempo?
Dave tenía los ojos llenos de lágrimas. El tío estaba a punto de perder el control. Frank nunca lo había visto así, ni en un estado parecido.
—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Frank.
—Tenemos que averiguar dónde está, Frank —dijo Dave—, sin pérdida de tiempo. Si está viva, tenemos que encontrarla antes de que sea demasiado tarde. Si está muerta… En tal caso las pruebas se deterioran segundo a segundo. Si le preguntamos a él, Frank, la perdemos a ella, pero si alguien pudiera hacer hablar a Henkel…
—¿Y por qué me lo dices a mí, Dave? —preguntó Frank, aunque ya sabía la respuesta.
—Pues —respondió Dave—, porque tú eres Frankie Machine.
Aquella noche, Dave amonestó a Henkel, pero sin formular ningún cargo. Le advirtió que no saliera de la ciudad y después lo sacó del edificio federal por la salida de atrás en una furgoneta cerrada, para protegerlo de la prensa, y lo llevó al centro, donde podría coger un taxi para ir a donde quisiese.
—Tal vez no quiera regresar a su casa —le advirtió Dave—, porque los medios de comunicación la tienen rodeada.
Henkel se subió al primer taxi que vio. Una manzana después, Frank detuvo el taxi y Mike Pella bajó de la acera, se subió al asiento posterior y le clavó una aguja en el brazo antes de que Henkel pudiera reaccionar.
Cuando Henkel despertó, estaba otra vez en medio del desierto, desnudo y atado a una silla. Un hombre que tenía aproximadamente su edad y era apenas un poco más bajo estaba sentado en un taburete frente a él, silbando un aria, mientras pasaba meticulosamente la hoja de un cuchillo para filetear pescado por dos afiladores dispuestos en ángulos de cuarenta y cinco grados en una madera. Primero por el derecho y después por el izquierdo; primero el derecho y después el izquierdo.
Era una herramienta de afilar cara que Frank se había comprado para mantener en buena forma sus cuchillos de cocina Global, que eran más caros aún. Había pocas cosas en el mundo que desagradaran más a Frank que un cuchillo mal afilado.
Una de ellas, sin embargo, era una persona capaz de hacer daño a un niño. Eso ocupaba el primer lugar en la lista.
Frank se dio cuenta de que Henkel había vuelto en sí. No le extrañó que Jenna Mack no hubiese tenido interés: Henkel era un hombretón con michelines y se estaba quedando calvo en lo alto de la cabeza; tenía bigote entrecano y perilla alrededor de la boca gruesa y unos ojos azules claros que empezaban a agrandarse por la confusión y el temor.
Su caravana estaba aparcada a seis metros de allí, en un barranco, en medio del desierto.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Quién es usted?
Frank no dijo nada y se limitó a seguir pasando la hoja por los dos afiladores y a disfrutar del sonido del acero contra la piedra.
—¿Qué coño es esto? —aulló Henkel.
Hizo fuerza contra las cuerdas que le mantenían los brazos bien sujetos a la silla. Miró hacia abajo y vio que tenía los tobillos pegados con cinta adhesiva plateada a las patas de la silla.
Frank siguió silbando un aria de Gianni Schicchi.
—¿Es policía? —preguntó Henkel con tono imperioso, aunque su voz dejaba traslucir un ligero tono de pánico—. ¡Contésteme, coño!
Frank deslizó la hoja primero por un afilador y después por el otro. Primero por uno y después por otro, lenta y cuidadosamente.
—Mis abogados lo harán papilla —gritó Henkel, como un estúpido.
Frank lo miró entonces; a continuación probó la hoja contra su pulgar e hizo un gesto de dolor como si se hubiese cortado. Se apoyó la hoja en el regazo, retiró los dos afiladores, volvió a ponerlos en la caja y con cuidado los sustituyó con dos barras de titanio y entonces empezó todo el proceso otra vez.
El sol comenzaba a salir, débil y rosado.
Todavía hacía frío por allí, de modo que Henkel estaba temblando de todos modos, pero entonces se puso a temblar de miedo. Empezó a gritar: «¡Socorro! ¡Socorro!», aunque debía de saber que era inútil. Una rata del desierto como Henkel tendría que saber que estaban en medio del Parque Estatal del Desierto de Anza-Borrego y que nadie lo iba a oír.
«Debe de saberlo —pensó Frank—, como sabía que nadie oiría los gritos de Carly Mack».
Frank pasaba la barra por un afilador y después por el otro. Primero uno, después el otro.
Henkel empezó a sollozar; después su vejiga se aflojó y la orina le bajó por la pierna hasta la cinta adhesiva que le sujetaba los tobillos. La barbilla le cayó sobre el pecho y la cabeza le bajaba y le subía mientras lloraba.
Frank acabó de cantar el aria de Gianni Schicchi y cambió a Nessun dorma. Pasaba la hoja por una barra y después por la otra; primero una barra y después la otra. Volvió a probar la hoja, asintió con satisfacción y con mucho cuidado volvió a poner las barras en la caja. Se levantó del taburete, apoyó la hoja en la piel del pecho de Henkel y dijo:
—Harold, tienes que tomar una decisión: prisión perpetua, tal vez una inyección letal, o te arranco la piel.
Henkel gimió.
—Te lo voy a preguntar una sola vez —dijo Frank—. Harold, ¿dónde está la niña?
Henkel se lo dijo: había dejado a Carly en el pozo de una vieja mina, a tan solo trece kilómetros de allí.
—¿Está viva? —preguntó Frank, tratando de que no le temblara la voz.
—Lo estaba cuando la dejé —dijo Henkel.
Después de violarla, no tuvo agallas para matarla, de modo que la abandonó allí a su suerte. Frank dejó el cuchillo, se sacó un teléfono móvil del bolsillo, llamó a Dave y le dio las señas. Después dijo a Henkel:
—Ahora nos vamos a quedar aquí hasta que lo comprueben y, si me has mentido, cabronazo, tardaré cinco horas en matarte y hasta el mismísimo Dios hará oídos sordos.
Henkel empezó a rezar un acto de contrición.
—Ya que rezas —dijo Frank—, reza para que la niñita esté viva aún.
Lo estaba, aunque por poco: estaba al borde de la hipotermia y muy deshidratada, pero seguía viva. Dave Hansen llamó a Frank, lloroso, mientras la subían a un helicóptero.
—Y, Frank —dijo—: Gracias.
—Que los periódicos no se enteren —dijo Frank.
Así fue, por supuesto. Tampoco lo contó Henkel. Frank lo desató y lo dejó allí, con la advertencia de que aquello no había ocurrido nunca, que Henkel se lo había confesado al FBI y que si salía a la luz otra historia, no duraría ni un día en prisión.
Mike llegó con el coche, se llevó rápidamente a Frank y diez minutos después llegaron los federales. Aquella noche, Frank se sentó delante de la televisión a ver el reencuentro de Carly con su madre y su padre y lloró como un niño.
Henkel no abrió la boca. Se declaró culpable para conseguir una reducción de la pena, le cayeron doscientos noventa y nueve años y sobrevivió dos de ellos como piñata del bloque de celdas, hasta que un motociclista con un cigüeñal se dejó llevar y le reventó el bazo. Henkel murió antes de que el servicio médico de urgencias llegara tranquilamente a la escena.
Se retiraron los cargos contra el motociclista por falta de pruebas, sobre todo porque otros veinte tíos se presentaron a declarar que habían sido ellos y lo habrían testificado en un tribunal y, en cualquier caso, los fiscales tenían otras cosas que hacer.
Los Mack se fueron a vivir a otra ciudad y cambiaron de «estilo de vida».
Frank y Dave no volvieron a hablar del tema, salvo una vez, durante la primera «hora de los caballeros» después de que encontraran viva a Carly Mack.
—Te debo un favor —fue todo lo que dijo Dave.
No dijo nada sobre Frankie Machine ni sobre lo que sabía acerca de la otra vida de Frank ni sobre cómo Frank había conseguido que Henkel confesara.
Tan solo: «Te debo un favor».