El Cinco Centavos estaba esperando una llamada de Frank al número reservado. Son las cuatro de la mañana y, cuando suena el teléfono, está en plena duermevela surrealista.
—Frank, gracias a Dios.
—Sherm.
—Oye, en Tijuana tienes un pasaporte limpio y los billetes de avión —dice Sherm—. Puedes estar en Francia mañana por la mañana. La Unión Europea no extradita por una pena capital. Está todo solucionado para Patty y Jill. ¡Que Dios te acompañe, amigo mío!
—¿Y voy a caer en otra emboscada, «amigo»?
—¿De qué coño estás hablando?
Sherm presta atención mientras Frank le cuenta lo de la emboscada en el banco y el monitor del GPS que condujo al motel de Brawley.
—Frank, no pensarás…
—¿Qué quieres que piense, Sherm? —pregunta Frank—. ¿Quién sabía lo del banco? Tú y yo.
—Vinieron a verme, Frankie —dice Sherm—, pero no les dije nada, te lo juro.
—¿Quiénes vinieron?
—Unos mafiosos —dice Sherm— y también el FBI.
—¿El FBI?
—Ese amiguete tuyo —dice Sherm—: Hansen. Tienen órdenes de arresto contra ti, Frank, por lo de Vince Vena y Tony Palumbo.
«¿Tony Palumbo? —piensa Frank—. Debe de ser el tío del garrote en el barco».
—¿Sabes algo del tal Palumbo, Sherm?
—Se rumorea —dice Sherm— que trabajaba para el FBI, que era informador, el tío que estaba detrás de las acusaciones de la Operación Aguijón G.
«Conque Aguijón G —piensa Frank—. Los clubes de estriptis. Teddy Migliore y Detroit».
—Y los mafiosos, ¿quiénes eran? —preguntó Frank.
—No lo sé —dice Sherm—. Lo único que sé es que yo no les dije nada. Frank, ¿dónde estás?
—Sí, claro.
Sherm parece dolido de verdad:
—Después de tantos años, Frank.
—Lo mismo pienso yo, Sherm.
—En alguien tienes que confiar, Frank.
«¿Tendrá razón? —piensa Frank—. ¿En quién? Solo tres personas sabían que existía aquel banco: Sherm, Mike Pella y yo. Y solo puedo estar absolutamente seguro de no haberme encartado yo mismo. Más vale que encuentre a Mike y no sé dónde estará. Aunque alguien lo sabrá. ¿Puedo fiarme de Dave? ¿Porque hemos sido amigos durante veinte años? ¿Y porque me debe una?».