«Cuatro cadáveres más —piensa Frank mientras conduce por el desierto—: el inglés Pat Porter y sus dos muchachos. Y Mac».
Cuatro candidatos más, aunque no se podía decir que tuvieran mucho peso. ¡Joder! Han pasado casi veinte años. Incluso entonces, corrió el rumor de que la gente de Londres sintió alivio cuando se enteraron de que Porter y su pandilla no habían aprovechado el billete de vuelta.
¿Y Mac?
No tenía familiares ni amigos y el Departamento de Policía de San Diego no se había esforzado precisamente en investigar el asesinato de un ex policía deshonesto.
Evidentemente, Mike perdió el Club Pinto. Sin Mac para contenerlo, lo llevó al borde de la ruina y acabó por quemarlo antes de que Hacienda, el banco o los demás acreedores se lo quitaran. Entonces lo acusaron de provocar el incendio y lo mandaron diez años a la sombra.
Al final, los Migliore se quedaron con todo el negocio de los clubes de estriptis de San Diego y la prostitución y la pornografía consiguientes, con la Combinación como sus grandes protectores.
«Pero ¿qué tendrá todo esto que ver conmigo? —se pregunta Frank—. ¿Será posible que los federales hayan reabierto alguno de los casos de la guerra de los clubes de estriptis y vayan a por los Migliore? ¿Y por eso estarán eliminando a los posibles testigos, incluido un servidor?».
En tal caso, podría ser que Mike estuviera bajo tierra en lugar de huido. Frank sale de la carretera y detiene el coche. Está cansado.
Lo golpea como una ola fría y fuerte.
Aquel cansancio, aquella… desesperación, aquel reconocimiento de la realidad: que él puede correr y luchar, correr y luchar y ganarles a todos, pero que, al final, inevitablemente, acabará por perder.
«Coño —piensa Frank—, si ya he perdido. Mi vida. En todo caso, la vida que a mí me gusta. Frank el vendedor de carnada ya está muerto, aunque Frankie Machine sobreviva. Se ha ido mi vida: mi casa, los amaneceres en el muelle, el puesto de carnada, ver a los clientes, enseñar a los chavales, la “hora de los caballeros”. Todo esto ha desaparecido, por más que yo esté “vivo”. Y Patty y Donna y Jill. ¿Qué me queda de ellas ahora? ¿Encuentros breves y tensos en un hotel en alguna parte? ¿Abrazos furtivos en un ambiente cargado de temor? Tal vez un beso apresurado, un apretón rápido. “¿Cómo estás?” “¿Qué novedades tienes?” A lo mejor algún día tendré nietos. Jill enviará fotos a algún apartado postal. Tal vez me pueda conectar con una de esas páginas de Internet y vea crecer a mis nietos en la pantallita de un ordenador portátil. Si a partir de ahora la vida no es más que huir, ¿vale la pena? Podría tragarme la pistola aquí mismo…».
«Por Dios —piensa—. Te has convertido en Jay Voorhees. Y eso es lo que te mata, más seguro que una bala».
Hace una llamada telefónica.