49

Eddie Monaco se parecía a Huckleberry Finn, es decir, siempre y cuando Huck tuviera cincuenta años y acabara de echar un polvo. Rubio y de ojos azules, Eddie tenía un aspecto infantil e inocente y siempre conseguía hacer reír a la gente.

Nada parecía importunar a Eddie jamás. Para él, la vida era una fiesta, llena de trinquis, titis y tronquis. Y él no era como Donnie Garth. Eddie era un auténtico matón, que había estado en chirona por extorsión y por falsificación. Claro que, por tener antecedentes, Eddie no podía conseguir autorización para vender bebidas alcohólicas, de modo que tenía un hombre de paja que técnicamente era el propietario del Club Pinto, aunque todo el mundo sabía que el club no pertenecía a Patrick Walsh. El Pinto era de Eddie Monaco.

El club de estriptis quedaba en el bulevar Kettner, en lo que había sido el barrio italiano, a pocas manzanas de Lindbergh Field. Cuando Frank y Mike iban a buscar a alguien al aeropuerto en limusina, Mike se aseguraba de que todos los empresarios que llegaban a San Diego oyeran hablar del Club Pinto. Les soltaban el discursito:

«Lo pasamos a buscar por su hotel, lo llevamos al club y lo devolvemos sano y salvo. Puede beber todo lo que quiera, sin preocuparse por las pruebas de alcoholemia y, si por casualidad quiere compañía en el camino de regreso… digamos que una de las chicas, podemos arreglarlo también, sin ningún recargo. Y si quiere declararlo, no hay problema: le damos un recibo limpio. Hasta podemos facilitarle una cuenta de restaurante, si quiere, para demostrar que ha asistido a una cena de negocios».

Teniendo en cuenta que Frank llevaba allí clientes todo el tiempo y que por lo general acababa llevándolos también de vuelta, al final resultó que pasaba mucho rato allí.

Y hay que reconocer que las chicas eran guapas. Eddie Monaco tenía buen ojo para encontrar talento y era generoso con él.

—Si quieres algo —solía decirle a Frank—, no tienes ni que pedirlo. Un bocadillo, una bebida, una mamada, lo que quieras.

A Eddie le gustaba estar rodeado de mafiosos. Aquello mantenía las cosas en su sitio y proporcionaba al lugar un tufillo de notoriedad y de peligro que atraía al personal. ¿Cómo lo llamaba él? ¿El «toque gansteril»? De todos modos, Mike y Frank le llevaban muchos clientes, de modo que una comida, algo de bebercio y un buen francés en el cuarto oscuro ¿qué podían significar? Aquello era una miseria para Eddie Monaco.

Frank solía aceptar la comida gratis y las bebidas por cuenta de la casa, pero jamás aprovechó lo de las mamadas. Ya era bastante triste lo de las chicas, sin que tuvieran que fingir entusiasmo de rodillas en la oficina; además, con una niña pequeña en casa, estaba intentando ser fiel a su esposa.

No era tan difícil. Las estríperes parecían sexys al principio —por aquello de las luces, la música machacona y el ambiente de puro erotismo—, pero el atractivo desaparecía enseguida, sobre todo cuando uno frecuentaba el bar y llegaba a conocerlas y hablaba con ellas durante los descansos. Entonces, más tarde o más temprano —por lo general más temprano— salían de sus labios las mismas historias cansadas y deprimentes de siempre: los abusos sexuales en la infancia, los padres fríos y distantes, las madres alcohólicas, los abortos en la adolescencia, la drogadicción. Sobre todo las drogas.

Aquellas chicas llevaban tanta coca encima que era un milagro que pudieran parar de bailar alguna vez. A menos que pillaran como amante a algún viejo rico, quedaban atrapadas en el ciclo de la droga, por mucho que intentaran desengancharse, hasta que, convertidas en cocainómanas agotadas, con más rayas en la cara que dentro de la nariz, las echaban a la puta calle.

Entonces entraba otra tanda. Total, que chicas no faltaban nunca.

Eddie tenía cinco coches de época, incluyendo el rolls con el que solía dar vueltas por ahí. Tenía mujeres —montones de mujeres y no solo las bailarinas— y las mujeres tenían montones de joyas que salían de los dedos de Eddie. Eddie tenía una casa inmensa en Rancho Santa Fe y un piso en un complejo residencial de La Jolla.

Eddie tenía trapos chulos, relojes Rolex y fajos de billetes y lo otro que tenía Eddie eran montones de deudas.

Venían junto con su ambición. Nada era demasiado bueno para Eddie ni nada era demasiado bueno para el Club Pinto. Gastó millones en remodelar el lugar —unos millones que no tenía—, pero quería que el Pinto fuera el principal club de topless de California, la base para toda una cadena de clubes. Eddie quería ser el rey en el mundo de los clubes de estriptis y no le importaba lo que tuviera que gastar para conseguirlo.

El problema era que estaba gastando el dinero de los demás. Eddie era experto en eso y gastaba cientos de miles de dólares, pero no parecía importarle en absoluto. Pagaba sus viejas deudas con más dinero que acababa de recibir de otros y así iba pasando la deuda de aquí para allá. Por algún motivo, siempre había gente dispuesta a darle dinero.

Una de aquellas personas era un usurero llamado Billy Brooks.

Billy solía frecuentar el Pinto, se comía con los ojos tetas y culos e iba a la caza de clientes. Solían acompañarlo sus dos sicarios: Georgie Yoznezensky, que, por motivos obvios, era más conocido simplemente como «Georgie Ye», y Angie Basso, que en realidad era el tintorero preferido de Eddie Monaco, cuando no estaba rompiendo piernas para Billy.

Angie era el típico compare, pero Georgie Ye, bueno, Georgie Ye era todo un personaje. Un inmigrante de Kiev alto y desgarbado, con muñecas duras y la cabeza más dura todavía, un tío tan estúpido y tan violento que ni la mafia rusa del distrito de Fairfax lo quería ver por allí. Quién sabe cómo se enganchó con Billy, que le encargaba algún trabajo de vez en cuando y hasta le consiguió empleo como gorila en el Pinto.

Eddie le dio el trabajo por hacerle un favor a Billy y, ¿por qué no?, Billy le había prestado a Eddie cien mil dólares. Lo que pasa es que Billy quería que se los devolviera, pero Eddie no le hacía caso.

Billy iba una y otra vez al club a pedirle a Eddie su dinero. Al principio, Eddie solía decirle: «Mañana, te lo prometo» o «La semana que viene, Billy, seguro», y se lo sacaba de encima ofreciéndole gratis a sus chicas, que se lo llevaban atrás, al cuarto oscuro, y le hacían una mamada o se iban con él a la calle, hasta un motel, para echarse un polvito, pero a Billy no le bastaban los coños y quería su dinero y no se lo daban.

Y tenía que quedarse mirando mientras Eddie alquilaba clubes enteros por una noche para dar una fiesta o paseaba en su rolls con modelos de Playboy abrazadas a él o daba billetes de cien dólares de propina a porteros y encargadas del guardarropa y en general repartía dinero por todas partes como si fuesen avioncitos de papel, pero a Billy no le devolvía ni un céntimo.

No servía de mucho que Eddie fuese guapo, que fuese un tío cojonudo y que Billy no fuese ninguna de las dos cosas. Tenía cara de memo y expresión abatida; feo pelo y fea piel. Debía de ser, pensaba Frank años después, como para Richard Nixon ver a Bill Clinton ligando con chavalas.

Si al menos Eddie hubiese sido amable con el tío, las cosas habrían salido de otra manera, pero Eddie se cansó de tener a Billy encima todo el tiempo y empezó a pasar de él, a no hacerle caso, a no devolverle las llamadas y a pasar a su lado en el club como si no estuviera.

—¿Y yo qué soy? —dijo Billy a Mike Pella una noche—. ¿Un gilipollas?

Era nochevieja y estaban sentados en el bar del Club Pinto, donde Billy había quedado con Eddie para hablar de la situación.

El hecho de que fuera nochevieja no le había caído demasiado bien a Patty.

—Es nochevieja —se había quejado— y pensé que podríamos salir.

—Tengo trabajo.

—Trabajo —dijo ella—. Dar vueltas por ahí con un puñado de putas.

—No son putas —dijo Frank. «En fin, algunas de ellas no lo son», pensó—. Son bailarinas.

—Lo que hacen no es bailar.

—Es la noche que más se trabaja en todo el año. ¿Sabes las propinas que me darán? —preguntó Frank.

«Además —pensó—, ¿vamos a salir en nochevieja a un restaurante o un hotel? ¿Vamos a pagar el doble por la misma comida, que por lo general es de calidad inferior, con un servicio lento y, encima, pagando obligatoriamente el 18 por ciento por el servicio, cuando yo podría salir y ganar bastante pasta?».

—Mira, salgamos mañana por la noche y te llevo a donde tú quieras.

—Nadie sale el uno por la noche —dijo Patty.

—Será más fácil conseguir una mesa —dijo Frank.

—Muy divertido —dijo Patty—. Dos rácanos en un restaurante vacío.

—Te llamo a medianoche —dijo Frank—, así te besuqueo por teléfono.

Por algún motivo, parece que aquello no la aplacó y ni siquiera le dirigió la palabra cuando él se marchó.

Cuando Frank llegó al club, se sentó en el bar a oír a Billy Brooks quejándose a Mike. Mike y Billy habían cumplido condena juntos en Chino, de modo que eran viejos amigos. Mientras escuchaba a Billy quejarse por el problema que tenía con Eddie Monaco, Frank ya sabía lo que diría Mike al respecto, que fue precisamente lo que Mike dijo.

—Sin ánimo de ofenderte, Billy —dijo Mike—, pero deberías saber que la gente habla y dice que estás dejando que Eddie se ría de ti y eso no puede ser bueno para el negocio.

«No, claro que no», pensó Frank.

Un usurero siempre ha de contar con dos cosas: efectivo y respeto. Si dejas que alguien no te pague y encima te lo diga a la cara en público, el resto de tus clientes no tardan en concebir la idea de que no tienen por qué pagarte ellos tampoco. Empieza a correr el rumor de que eres un imbécil, un calzonazos y un pelele y ya te puedes despedir de tu dinero, porque no lo vas a recuperar jamás, ni el capital ni los intereses.

Entonces más te vale dejar de lado aquel negocio y dedicarte a otra cosa más apropiada para ti, como la enfermería o la bibliotecología.

A aquello tenía que hacer frente Billy Brooks y era un problema, porque Eddie Monaco era un tipo duro y también tenía sus propios contactos en la mafia. Si Billy sencillamente eliminaba a Eddie, que era lo que debía hacer, podía tener problemas serios con los Migliore. El dilema era interesante.

La verdad era que todo el mundo estaba a la expectativa para ver cómo manejaría Billy Brooks la situación.

—Estoy jodido, Mike —dijo Billy.

Eso fue todo lo que dijo —¡no dijo ni una palabra más!—, pero Frank se dio cuenta de que Eddie Monaco era hombre muerto.

Mike Pella nunca fue de los que se quedan dormidos.

—Hay montones de dinero en tetas y culos —había dicho Mike a Frank hace un montón de años—. Grandes.

Frank no acababa de entender si Mike se refería a grandes tetas, grandes culos o grandes montones de dinero, pero, en cualquier caso, se moría por entrar en el negocio de los clubes de topless y aquella era su oportunidad. Al día siguiente, el uno de enero de 1987, Mike fue al piso de Eddie en La Jolla. Esperó hasta el mediodía, porque lo más probable era que Eddie no se hubiese acostado hasta las ocho o las nueve de la mañana.

Eddie abrió la puerta con cara de dormido y sonrió al ver que era Mike.

—Oye, tío, ¡qué…!

Mike le disparó tres veces a la cara.

Billy Brooks obtuvo respeto de inmediato y una parte del Club Pinto. Entonces Mike supuso que, si a Bill le tocaba una parte del club, eso quería decir que a él también y, en lugar de dejar a los clientes en la puerta o de entrar de vez en cuando para beber algo, empezó a frecuentar el club todo el tiempo, como si fuese uno de los dueños, ya que, en su opinión, lo era.

Toda la pandilla de Mike —Bobby Bats, Johnny Brizzi, Rocky Corazzo— empezó a rondar por allí y Mike los invitaba a beber, a comer y a que les hicieran una mamada en el cuarto oscuro. A Mike se le estaba acumulando en el Pinto una cuenta más larga que su brazo y Pat Walsh no tenía cojones para pedirle que pagara y Billy tampoco y a Mike jamás se le ocurrió, porque él pensaba que Billy estaba en deuda con él. Y así era.

Y, siendo Mike como era, no se conformó con coger los regalos, cruzarse de brazos y ver cómo llovía dinero. No, él tenía que exprimir el club todo lo que podía y lo que hizo fue dedicarse a venderles coca a las chicas.

Era una actividad suplementaria lucrativa: vendía cocaína a las chicas, esperaba a que adquirieran aquel hábito costoso y después las ponía a trabajar para que pudieran pagarse las papelinas. Así se quedaba con el 50 por ciento de lo que ganaban con la prostitución.

Mike llegó a comprar un bloque de pisos cerca del club y regalaba a las chicas el alquiler del primero y el último mes, sabiendo que el hábito de la coca se llevaría el resto del dinero del alquiler. Angie Basso y Georgie Ye siempre andaban por allí para tirarles el dinero del alquiler y después realmente las tenían enganchadas. Las chicas jamás se podían poner al día y esa era la cuestión.

Al poco tiempo, Mike se quedaba con todo lo que ganaban: las propinas, lo que ganaban como prostitutas y lo de la pornografía. Aquella fue la siguiente maniobra empresarial de Mike: cogía a alguna chica que estaba desesperadamente atrasada con los intereses de la usura y con el alquiler y le brindaba la oportunidad de ganar algo de dinero haciendo un vídeo pornográfico.

Cuando llevaban un año así, Billy fue a hablar con Frank sobre aquella cuestión.

—Va a arruinar el negocio —dijo Billy—. Hay polis por todas partes. Me han trincado a cinco chicas, sí, cinco, por consumo de drogas y prostitución. Ya debe una cuenta de seis cifras…

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó Frank—. Yo me limito a conducir una limusina. —Pensándolo bien, fuiste tú el que lo metió en esto, Billy—. Si no querías a Mike, tendrías que haber resuelto tus problemas tú solito.

—De acuerdo, pero ¡coño, Frank!

—Nada de coño, Billy.

«En todo caso —pensó Frank—, yo ya tengo mis propios problemas. Como un divorcio. Patty lo amenazaba con eso. En realidad, no la culpo. Siempre estoy trabajando. No estoy nunca en casa y, cuando voy, me duermo. Aparte de eso, se pasa la mayor parte del tiempo preguntándose dónde estaré, qué estaré haciendo y con quién… por más que le he dicho cincuenta mil veces que no me acuesto con las chicas».

De todos modos, habían discutido por eso y la última pelea había sido tremenda.

—Ya conocías las condiciones —había dicho Frank—. Cuando te casaste conmigo ya sabías quién era.

—Pensé que eras pescadero.

—Sí, claro —dijo Frank—, y Frank Baptista, Chris Panno, Mike Pella y Jimmy Forliano van a la boda de un pescadero con sobres con dinero en efectivo. Vamos, Patty: que tú has crecido en este barrio y eres una mujer inteligente. No te hagas la Diane Keaton conmigo.

—¡Te estás follando a otras mujeres!

—¡No digas palabrotas!

—O sea, que tú puedes hacerlo, pero yo no puedo decirlo —rió Patty.

—Si lo hicieras más de lo que lo dices —Frank se oyó decir—, ¡tal vez no me vendría la tentación de hacerlo!

—¿Y cuándo quieres que lo haga —preguntó Patty— si tú no estás nunca aquí?

—¡Llevo la comida a la mesa!

—¡Muchos hombres llevan la comida a la mesa y también vuelven a su casa por la noche!

—¡Será que son más listos que yo!

Ella le dijo que si las cosas no cambiaban, presentaría una demanda.

A Frank le rondaba todo aquello en la cabeza, cuando Billy empezó a quejarse de que Mike estaba arruinando el Club Pinto.

—No es asunto mío —dijo a Billy—. Si tú tienes un problema con Mike, arréglalo con Mike.

Era un buen consejo.

Tres noches después, Mike pilló a Frank en el bar y le dijo que tenían que ir a hablar con Billy.

—Este tío me está dando la vara. ¿Te lo puedes creer? —dijo Mike—. Será malgrato.

—Querrás decir «ingrato».

Mike parpadeó.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Porque se dice «malagradecido», en lugar de «inagradecido» —dijo Mike.

—Lo acabo de poner en un crucigrama —dijo Frank. En aquella época, pasaba buena parte del tiempo de espera resolviendo crucigramas—. Lo he buscado en el diccionario.

—Da igual —dijo Mike—. Tenemos que dar su merecido al hijoputa de Billy.

—Pero, Mike, yo no tengo que dar su merecido a nadie —dijo Frank, pero después se lo pensó mejor, porque Mike era pronto de genio. «¿Quién sabe lo que podría ocurrir?», se dijo Frank, así que decidió que lo mejor era intervenir y ejercer una influencia moderadora.

Salieron todos a dar una vuelta en la limusina de Frank, al este desde Kettner, por la zona de los almacenes. Billy se llevó a Georgie Ye como protección. Frank conducía y Georgie Ye iba delante con él, mientras Mike y Billy iban detrás, discutiendo.

Mike parecía dolido.

«Es que está dolido», pensó Frank, y eso era lo curioso: a Mike realmente le gustaba mucho el club y pensaba que tenía participación en él y allí estaba Billy, dejando traslucir (otra palabra de los crucigramas) que en realidad él no había querido herir los sentimientos de Mike.

—¿Por qué me estás encima, Billy? —preguntó Mike—. ¿Para qué me das el coñazo? Si solo estoy tratando de ganarme la vida.

—¡Y yo también!

—¡Y hazlo! ¿Quién te lo impide?

—¡Tú! —dijo Billy—. Has conseguido que la mitad de mis chicas se enganchen a la coca, se prostituyan, hagan películas porno…

—¿Quieres una parte de sus intereses, Billy? ¿Es eso lo que quieres? —dijo Mike—. ¿Por qué no lo habías dicho? Te doy una parte. Simplemente vienes a hablar conmigo como un hombre y me dices…

«Pero Billy no paraba de refunfuñar —pensó Frank—, igual que una mujer. Cuando empiezan, no se conforman con resolver el problema, no, se tienen que desahogar. Conque Billy no se limita a aceptar la oferta de buena pasta, no, tiene que…».

—La pasma anda por todas partes —insistió Billy—. Podríamos perder la puñetera licencia para vender alcohol y, hablando de alcohol, Mike…

—¿Qué pasa?

—¡Por Dios! ¡Lo que debéis en el bar tú y tu gente!

—¡Cómo! ¿Estás contando lo que bebemos, maldito memo?

—Vamos —dijo Frank—, que somos amigos.

—¿Estás llevando la cuenta de lo que bebemos? —dijo Mike—. ¡Rata, roña, agarrao!

—¡Eh! —dijo Billy.

—¡No me vengas con esas, ingrato de mierda! —dijo Mike—. Si no fuera por mí, no tendrías el maldito club.

—¡Ya! —dijo Billy—. Yo no te pedí que te cargaras a Eddie.

«Aquello estuvo mal —pensó Frank—. No estaba bien decir eso y Mike se fue de la olla».

—¿Que no me pediste? ¿No me pediste? —dijo Mike—. No hacía falta que lo pidieras, porque eras amigo mío, Billy, y si tú tenías un problema, y lo tenías, el problema también era mío. ¿Y dices que no me lo pediste?

—Yo no te pedí que…

—No —dijo Mike—, tú no me lo pediste. Te pusiste a lloriquear como una niña pequeña: «Tengo problemas, Mike, y no sé qué hacer, no sé qué hacer». Yo te resolví el problema, gilipollas. Tomé cartas en el asunto.

—¡Pensé que ibas a hablar con él, Mike! —dijo Billy—. Nunca pensé que ibas a…

—¡Por Dios! A lo mejor le disparé al capullo equivocado —dijo Mike.

Frank miró hacia atrás y vio que Mike tenía una pistola en la mano.

—Mike, ¡no!

—Me parece que sí, que me equivoqué y maté al capullo que no debía. ¡Tal vez debería darte a ti lo mismo que a él!

Georgie Ye se metió la mano en el bolsillo, buscando su pistola. Frank giró el volante y condujo la limusina hasta el bordillo y, con la otra mano, retuvo la muñeca de Georgie contra su cintura, lo que no fue fácil, porque Georgie Ye era fortachón.

Billy intentó salir del coche y estaba buscando a tientas la manija para abrir la portezuela cuando Mike empezó a disparar. Tres tiros hicieron zumbar los oídos de Frank. No podía oír nada; solo vio que los labios de Georgie Ye articulaban las palabras «Dios mío». A continuación se volvió y vio a Billy caído contra la portezuela del coche, el hombro derecho era una masa sanguinolenta y tenía un agujero de bala en el rostro, pero respiraba.

Frank le arrancó a Georgie su pistola, se la metió en el bolsillo y dijo:

—Vamos, tengo toallas en el maletero.

Miró a su alrededor: no había otros coches; ningún coche de la policía haciendo sonar la sirena. Se apeó, abrió el maletero, cogió las toallas y dio la vuelta al asiento posterior.

—¡Coño, Mike! ¡Quítate de en medio!

Mike bajó del coche y Frank se deslizó dentro. Envolvió con unas toallas el hombro de Billy y puso otra bien firme contra la herida de la cabeza.

—Georgie, ¡súbete aquí! —Sintió que el grandullón se desplomaba en el asiento—. Sujétale esto bien fuerte contra la cabeza y no lo sueltes.

Georgie Ye lloraba.

—Georgie, ahora no hay tiempo para eso —le dijo Frank—. Haz lo que te digo.

Frank salió, agarró a Mike y lo metió de un empujón en el asiento del acompañante; dio la vuelta, se sentó al volante y pisó con fuerza el acelerador.

—¿Adónde coño crees que vas? —preguntó Mike.

—A Urgencias.

—No lo conseguirá, Frankie.

—Eso es asunto suyo y de Dios —dijo Frank—. Creo que tú ya has hecho tu parte, Mike.

—Hablará, Frank.

—No hablará.

No habló. Billy conocía las reglas y sabía que, después de haber tenido la suerte de sobrevivir a un disparo en la cabeza, no tendría tanta suerte la segunda vez, conque se ciñó a su versión: que un yonqui trató de robarle cuando salía del club, pero que no alcanzó a verle la cara.

En realidad, no volvió a ver nada más, porque la bala le afectó un nervio y lo dejó ciego permanentemente.

—Le vas a pagar —dijo Frank a Mike—. Billy conserva su participación en el club y, además, tú le vas a pagar un porcentaje de los intereses, como dijiste.

Mike no discutió. Sabía que Frank tenía razón y, además, Frank siempre pensó que Mike se sentía culpable por haberle disparado a Billy, aunque jamás lo reconocería. De modo que Billy siguió siendo propietario del Club Pinto, aunque no solía ir mucho por allí cuando salió del hospital. Mirar a las estríperes no debía de ser muy divertido para un ciego.

De todos modos, Billy Brooks mantuvo la boca cerrada. Del que se tenían que preocupar era de Georgie Ye. Al menos Mike estaba preocupado.

—La pasma está investigando por todas partes en esta historia —dijo Mike a Frank una noche—. Saben que la versión de Billy es un rollo patatero y van a presionar. Tú y yo, Frank, podemos hacerle frente, pero no sé qué pasará con Georgie. Me refiero a que si te imaginas cómo reaccionaría en un interrogatorio.

«No —pensó Frank—, no me lo imagino».

—Y gracias, dicho sea de paso —dijo—, por enredarme como cómplice de un supuesto intento de asesinato.

—Es que pierdo los estribos —dijo Mike—. ¿Y qué vamos a hacer con Georgie?

—¿Ya se han puesto en contacto con él los polis?

Mike lo negó con la cabeza.

—Lo que me preocupa es el «ya».

—Pero no podemos cepillarnos a un tío por un «ya» —dijo Frank.

—¿No podemos?

—Mike, si lo haces, no vuelvas a contar conmigo —le dijo Frank—. Te lo juro por Dios que te vuelvo la cara.

Así que Georgie Ye conservó la vida y el trabajo como gorila en el club. La única diferencia fue que, a partir de entonces, salía a romper piernas para Mike, en lugar de para Billy. Hasta empezó a salir con una de las bailarinas, una flaca y menuda llamada Myrna, y parecía que se llevaban bastante bien.

Así tendría que haber acabado todo, pero no fue así. Las guerras de los clubes de estriptis no habían hecho más que comenzar.

Frank no olvidará jamás la primera vez que vio a Big Mac McManus.

¡No te jode! Nadie olvidará jamás la primera vez que vio a Mac. Si uno ve entrar a un negro de casi dos metros y más de cien kilos con la cabeza rapada y un físico envidiable, vestido con un dashiki entallado de piel de leopardo y con un bastón con incrustaciones de brillantes en la mano, no es fácil que lo olvide.

Frank estaba sentado en un reservado con Mike y Pat Walsh cuando entró Big Mac con aire despreocupado y se detuvo en el descansillo que había junto a la puerta principal, del lado de dentro, captando la escena, aunque sería más apropiado decir que dejó que la escena lo captara a él, porque así fue: casi todos los presentes lo vieron y se lo quedaron mirando.

Hasta Georgie Ye tuvo que mirar hacia arriba. Big Mac McManus le sacaba un par de centímetros a Georgie, que parecía tener la sensación de que debía hacer algo, aunque sin saber qué. Miró a Frank para que se lo indicara y Frank se limitó a sacudir ligeramente la cabeza, como diciendo «Tranquilo, Georgie; esto no va contigo».

Así que Georgie dejó entrar a Big Mac.

Big Mac bajó las escaleras y entró en el club. Lo acompañaban tres tíos, tres matones blancos. Frank captó enseguida el chiste malicioso: el negro venía con su séquito y todos eran blancos.

Mac se dirigió directamente al reservado y preguntó:

—¿Billy Brooks?

—Soy yo —respondió Walsh.

—Mac McManus —dijo Mac, sin tenderle la mano—. Quiero comprarle el club.

—No está en venta.

—Tengo intereses que me permiten controlar el Cheetah, el Sly Fox y Bare Elegance, por nombrar solo algunos —dijo Mac—, y quiero agregar el Pinto a mi cartera. Le pagaré un precio justo, que incluya una ganancia generosa para usted.

—¿No lo ha oído? —preguntó Mike—. Ha dicho que no está en venta.

—Perdone —dijo Mac—, pero no estaba hablando con usted.

—¿Sabe quién soy? —preguntó Mike.

—Sé quién es usted: Mike Pella —dijo Mac con una sonrisa—, un mafioso que ha estado en chirona por agresión, por extorsión y por defraudar a una compañía de seguros. Se dice que está usted con la familia Martini, pero no es así. Usted más bien trabaja por su cuenta con el señor Machianno, aquí presente. Es un placer conocerlo, Frank. He oído hablar muy bien de usted.

Frank lo saludó con la cabeza.

—Quiero presentarles a mis socios —dijo Mac—: Este es el señor Stone, el señor Sherrell y el último pero no por eso menos importante es el señor Porter.

Stone era un individuo alto, rubio y musculoso de California; Sherrell era más bajo, pero más grueso, y llevaba el cabello negro con una permanente que acababa de pasar de moda. Los dos iban vestidos con ropa informal: vaqueros y polos.

Porter era de mediana estatura, constitución mediana y tenía el pelo corto. Llevaba traje oscuro, camisa blanca y corbata y un cigarrillo en la boca, en la cual, salvo eso, no aparecía nada más que una sonrisita constante. El cabello negro estaba engominado hacia atrás y Frank tardó un segundo en caer en la cuenta de que el tío trataba de parecerse a Bogart y lo conseguía bastante, salvo que Bogie tenía una faceta blanda, mientras que aquel tío de blando no tenía nada.

Todos saludaron con la cabeza y sonrieron. Mac se sacó una tarjeta del bolsillo y la puso sobre la mesa.

—El domingo por la tarde voy a celebrar una fiestecita en mi casa —dijo— y me gustaría mucho que pudieran asistir, caballeros. Muy informal, muy tranquila. Pueden venir acompañados, si quieren, pero habrá damas en abundancia. ¿Digamos a eso de las dos?

Sonrió, se volvió y se marchó, con Stone y Sherrell pisándole los talones.

Porter hizo una pausa, hizo un esfuerzo especial por llamar la atención de Frank y dijo:

—Encantado de conoceros, coleguis.

—¿Coleguis? —dijo Mike cuando Porter se alejó.

—Es que es británico —dijo Frank.

—Investigadlos —dijo Mike.

No tardaron mucho en obtener la información.

Horace McManus, alias Big Mac, había sido oficial de la Patrulla de la Autopista de California y había pasado cuatro años a la sombra por falsificación. Tenía cuarenta y seis años y desempeñaba un papel importante en el negocio del sexo en California. Ciertamente era socio capitalista en los clubes que había mencionado. También ganaba mucho con la producción y la distribución de películas porno y probablemente se encargaba de enviar prostitutas tanto a los clubes como a los platós de cine.

—Y vive —dijo Frank—, prestad atención, en una finca en Rancho Santa Fe que él llama «Tara».

—¿Y eso qué coño es?

Lo que el viento se llevó —dijo Frank.

John Stone era policía.

—Me cago en Dios —dijo Mike.

—Era socio de McManus antes de que lo pillaran y sigue en la Patrulla de la Autopista de California. Tiene participación en todos los clubes de Mac y pasa la mayor parte del tiempo ayudando a Mac a dirigir sus negocios.

—¿Como si fuera su brazo derecho? —preguntó Mike.

—Más bien un socio.

Danny Sherrell era el gerente del Cheetah. Lo apodaban «el Gran Estrangulador».

—¿Ha sido luchador o algo por el estilo? —preguntó Mike.

Frank sacudió la cabeza.

—Actor porno.

—Vaya —dijo Mike y agregó—: ¡Vaya, vaya! ¿Y el británico?

—Se llama Pat Porter —respondió Frank—. Aparte de esto, no sabemos gran cosa de él. Vino hace cosa de un par de años. Sherrell lo contrató como gorila para el Cheetah y parece que se ha abierto camino en el mundo.

—¡Joder! ¡Polis! —dijo Mike—. ¿Qué vamos a hacer, Frankie?

—Ir de fiesta, supongo.

Tara era una casa increíble. Había sido construida imitando la mansión de la época anterior a la guerra de secesión en Estados Unidos que aparece en la película. La única diferencia era que todos los criados eran blancos, en lugar de negros. Un adolescente blanco con un chaleco rojo salió corriendo hasta la limusina de Frank, abrió la portezuela del pasajero y se sorprendió al ver que no había nadie atrás.

—Vengo yo solo —dijo Frank, arrojándole las llaves—. Cuídamela.

Frank se dirigió a la vasta extensión de hierba verde y suave, donde se habían dispuesto tiendas y mesas. Iba de traje, pero igual se sintió mal vestido en comparación con el resto de los invitados, que iban todos engalanados en distintos tipos de frescura californiana cara e informal. Mucho hilo y algodón blancos, caqui y crema.

Mike se había decantado por el negro sobre negro. Parecía el típico compare y a Frank le dio un poco de vergüenza sentirse incómodo.

—¿Has visto qué despliegue? —preguntó Mike—. Tienen langostinos, tienen caviar, solomillo y champán. ¡Caramba con la fiestecita!

—Lo hace muchas veces los domingos —dijo Frank.

—No me jodas.

Un lugar estupendo, un jardín estupendo, una comida estupenda, un vino estupendo y gente estupenda. Esa era la cuestión: que toda la gente era guapísima. Los hombres eran bien parecidos y las mujeres, increíblemente encantadoras. Somos como chuchos aquí, pensaba Frank.

«Supongo que de eso se trata».

Mac hizo su entrada en el jardín. Iba vestido con un traje de hilo completamente blanco con mocasines Gucci, sin calcetines, y llevaba del brazo a una mujer con un vestido de verano tan ceñido que revelaba más de lo que ocultaba.

—A esa muñeca la conozco —dijo Mike.

—¡Anda ya!

—Que sí, que la conozco —dijo Mike y, al cabo de unos segundos, exclamó—: Es la chica de mayo. ¡Coño, si es la chica de mayo! A McManus le va el rollo de las páginas centrales de Penthouse.

Mac y la chica de mayo fueron pasando entre los invitados, deteniéndose, sonriendo y dando abrazos, aunque era evidente que Mac se dirigía hacia Frank y Mike. Cuando llegó, les dijo:

—Caballeros, cuánto me alegro de que hayan podido venir. Mike, Frank, les presento a Amber Collins.

Frank rogaba que a Mike no se le ocurriera expresar en voz alta su revelación. No lo hizo. Se limitó a decir «Es un placer conocerla» y se la quedó mirando con cara de estúpido.

—Encantado de conocerla —dijo Frank.

—¿Tienen todo lo que necesitan? —preguntó Mac—. ¿Quieren comer algo o beber algo?

—Estamos bien —dijo Frank.

—¿Les apetece recorrer la casa? —preguntó Mac.

—Buena idea —dijo Frank.

—Amber —dijo Mac—, te echaré de menos, pero ¿te puedo pedir que hagas de anfitriona para los demás invitados?

La casa era increíble. Frank, que sabía apreciar la calidad, se dio cuenta de que Mac también lo hacía. Sabía lo que era bueno y tenía dinero para pagarlo. Todo el mobiliario, las instalaciones de agua y los artefactos de cocina eran de primera línea. Mac los condujo a través del enorme salón, la cocina, los seis dormitorios, la sala de proyección y el dojo.

—Practico kung-fu Hung Gar —dijo Mac.

«Casi dos metros —pensó Frank—, más de cien kilos, cachas y, encima, cinturón negro en artes marciales. Que Dios nos ayude si tenemos que cargarnos a Big Mac».

En la parte posterior de la mansión, Mac tenía su zoológico particular: aves exóticas, reptiles y felinos. Frank no era experto en zoología, pero reconoció un ocelote, un puma y, ¡cómo no!, una pantera negra.

—Me encantan los animales —dijo Mac— y, desde luego, todos los movimientos del kung-fu imitan los de los animales: el tigre, la serpiente, el leopardo, la grulla y el dragón. Aprendo con solo observar estos hermosos ejemplares.

—¿Tiene aquí un dragón?

—Es una manera de hablar —dijo Mac—. Tengo un dragón de Komodo, pero el dragón es un animal mítico, desde luego. Su espíritu se lleva en el corazón.

Regresaron a la casa.

—Se parece a la Mansión Playboy —dijo Mike, mientras atravesaban otra vez la sala principal.

—Hef ha estado aquí —dijo Mac.

—¿Conoce a Hefner? —preguntó Mike.

—¿Le gustaría conocerlo? —preguntó Mac con una sonrisa—. Puedo arreglarlo. Vamos al estudio, nos sentamos y conversamos.

El estudio era una habitación tranquila en la parte trasera de la mansión. Todo el mobiliario era de teca oscura. Las paredes se adornaban con máscaras africanas y la alfombra y el sofá eran de piel de cebra. Los sillones eran de algún tipo de piel exótica que Frank no reconoció. Grandes estanterías empotradas contenían una colección de volúmenes sobre arte, historia y cultura africanos y los archivadores de CD, altos hasta el techo, contenían una colección de jazz de archivo.

—¿Les gusta el jazz? —preguntó Mac al ver que Frank observaba la colección.

—Me gusta más la ópera.

—¿Puccini?

—Ha dado en el clavo.

—Usted ha dado en el clavo —dijo Mac.

Apretó un par de botones que había detrás de su escritorio y las primeras notas de Tosca inundaron la habitación. Frank nunca había oído un sonido de mejor calidad y le preguntó a Mac al respecto.

—Son marca Bose —dijo Mac—. Lo pondré en contacto con mi distribuidor.

Mac presionó otro botón y entró un mayordomo con una bandeja con dos copas llenas de un líquido color ámbar, que depositó en las mesas colocadas junto a los sillones.

Whisky escocés de malta pura —dijo Mac—. Pensé que les gustaría.

—¿Y usted no bebe? —preguntó Frank.

—No bebo alcohol, ni fumo ni consumo drogas. —Tomó asiento en un sillón frente a ellos—. ¿Hablamos de negocios?

—No vamos a vender el club —dijo Mike.

—Todavía no conocen mi oferta.

Frank bebió un sorbo de whisky. Era ahumado y suave y un segundo después sintió el calor que le llegaba al estómago.

—Los felicito por el Club Pinto —dijo Mac—. Lo han hecho muy bien, pero pienso que yo lo puedo llevar al siguiente nivel, de una forma que ustedes no pueden hacer.

—¿Cómo? —preguntó Mike.

—Integración horizontal —dijo Mac—. Llevo a mis actrices de vídeo para adultos y las contrato en los clubes y llevo a mis mejores bailarinas y las pongo en los vídeos.

—Nosotros ya lo hacemos —dijo Mike.

—Pero modestamente —dijo Mac—. Yo estoy hablando de primeras figuras, de nombres en la industria cinematográfica, personas que ustedes no se pueden permitir. Por ejemplo, ustedes mandan a sus chicas a acostarse con viajantes de comercio por un par de cientos de dólares; nuestras chicas salen con millonarios.

—Ya nos ha dicho para qué quiere comprar el club —dijo Mike—, pero no por qué se lo tenemos que vender.

—Pueden venderlo ahora y obtener beneficios —dijo Mac— o pueden esperar a que los obligue a cerrar el negocio y perder dinero. Controlo seis clubes en California y otros tres en Las Vegas y dentro de nada estaré en Nueva York. Las estrellas, los grandes nombres, trabajarán en mis clubes y en ningún otro. Dentro de entre seis meses y un año, ustedes no podrán competir conmigo. En el mejor de los casos, tendrán un negocio de mala muerte, que venderá cerveza de barril a Joe el fontanero.

—Podría plantearme venderle el 49 por ciento —dijo Mike.

—Pero a mí no me interesaría comprárselo —replico Mac—. Sí que me plantearía una participación del 80 por ciento y créame que, con ese 20 por ciento, ganará usted más que con el 100 por ciento actual.

Hizo un gesto con la mano como para abarcar su finca y Frank captó lo que quería decir: chicos, miren mi casa y después miren la de ustedes.

«Tiene razón —pensó Frank—. Era lo que más convenía: sacar partido de la venta del 80 por ciento y después dejar que Big Mac ganara dinero para ellos».

—¿Y qué tendríamos que hacer con el club si le vendiéramos este porcentaje? —preguntó Mike.

—Nada —dijo Mac—. Ir hasta el buzón a retirar los cheques.

Frank se dio cuenta de que aquel era el problema, porque a Mike le encantaba el club, le gustaba representar el papel de propietario, ser el jefe. Aquel era el fallo que tenía el plan y Mac no se daba cuenta. No había calculado bien lo que realmente interesaba a Mike Pella.

—Me gustaría conservar algún poder de decisión en el negocio —dijo Mike.

—¿Se refiere a vender coca a las chicas y después prestarles el dinero para pagarla a un interés muy elevado? —preguntó Mac con una sonrisa—. No, eso tiene que terminar. El negocio está creciendo, Mike Pella, y le conviene crecer con él.

—O si no, ¿qué pasaría?

—Si no, lo obligaré a cerrar el negocio.

—Si está muerto, no podrá obligarme.

—¿Es realmente ese el camino que quiere tomar? —preguntó Mac.

—Dígamelo usted.

Mac asintió. Hizo una inspiración profunda y cerró los ojos, como si meditara; a continuación espiró, abrió los ojos, sonrió y dijo:

—Le he propuesto un negocio, Mike Pella. Lo invito a que lo estudie como un negocio y me responda a su debido tiempo. Mientras tanto, espero sinceramente que disfruten del resto de la tarde. Si quieren, Amber puede presentarles a unas amigas suyas solteras y sin compromiso.

Mike quiso. Se enganchó con una de las amigas de Amber y se fueron a un dormitorio en el pabellón de invitados.

Frank volvió a salir fuera y disfrutó de la comida, el vino y la gente guapa. Por supuesto, estaban allí los «socios» de Mac. John Stone estaba en plena fiesta, retozando en la piscina con un par de jovencitas, mientras Danny Sherrell, el Gran Estrangulador, desempeñaba el papel de fiel compañero.

Porter no estaba en la piscina. Llevaba el mismo traje oscuro, chupaba un cigarrillo y, cada vez que Frank miraba hacia él, Porter lo estaba vigilando desde detrás de un remolino de humo.

«O el tío me quiere ligar —pensó Frank—, cosa que dudo mucho, o cumple órdenes».

En cualquiera de los dos casos, Frank no iba a permitir que le impidiera disfrutar de la comida que se servía en la fiesta, que era excelente. Estaba masticando un satay de langostinos, cuando se le acercó Mac.

—Usted es demasiado inteligente para esta gente —dijo Mac—. Se está desperdiciando. Venga a trabajar conmigo y gane dinero de verdad en un entorno con clase.

—Me halaga —dijo Frank—, pero Mike y yo llevamos mucho tiempo juntos.

—Cada día que pasa es un desperdicio.

—Le agradezco el ofrecimiento —dijo Frank—, pero no, gracias. Mike es amigo mío y me quedo con él.

—Lo respeto —dijo Mac—. No pretendía ofenderlo.

—No me siento ofendido.

—Pero procure que haga algo acertado, por favor —dijo Mac—. Lo acertado siempre es bueno para todos.

Lo malo era que Mike no lo veía de la misma forma. Aquella noche, más tarde, mientras le relataba las maravillas del sexo con una futura modelo de Penthouse, le dijo:

—¿Sabes qué? Vamos a tener que matar al negrata…

—Pues no, no lo sé —dijo Frank— y en realidad creo que deberías venderle el 80 por ciento.

—Te estás quedando conmigo, ¿no es cierto?

—Te lo digo totalmente en serio.

—Ni de coña, Frankie —dijo Mike—. Ni de coña.

—Es poli, Mike.

—Lo fue —dijo Mike— y también ha estado en el trullo.

—Quien ha sido poli lo sigue siendo toda la vida —dijo Frank—. Se mantienen más unidos que nosotros. Además, tiene un socio poli, así que viene a ser lo mismo.

—No voy a vender el Pinto —dijo Mike.

Y llamó a Mac para decírselo.

La semana siguiente empezaron a caer por allí inspectores para controlar que el local cumpliera la normativa contra incendios, las normas sanitarias y las del agua. Todos encontraron alguna irregularidad; ninguno de ellos quiso aceptar un billete de cien dólares, como siempre, y, por el contrario, elevaron un informe.

Una semana después, empezaron a aparcar al otro lado de la calle los coches de la Patrulla de la Autopista de California y, cuando los clientes salían del aparcamiento, los detenían para hacerles la prueba de alcoholemia. Los sacaban del coche con brusquedad, los ponían en fila y les hacían soplar por el tubo y todo eso. Aunque legalmente no estuvieran borrachos, era un rollo.

Empezó a presentarse en el local la policía secreta a olisquear en los lavabos de hombres buscando chocolate, a hacerse pasar por putañeros a la caza de titis y a tratar de comprar coca a los camareros. Los clientes empezaron a tener miedo de entrar y aquello perjudicó al negocio.

—Hay que hacer algo —dijo Mike a Frank y Frank sabía a qué se refería.

—¿Quieres empezar una guerra a tiros con la Patrulla de la Autopista de California? —le preguntó.

Mac telefoneó y mejoró su oferta en diez mil dólares, en son de paz. Mike lo mandó a hacer puñetas.

La semana siguiente, trincaron a dos chicas por prostitución y a otra por tenencia de drogas. A la mañana siguiente, Pat recibió una llamada del inspector de bebidas alcohólicas, que lo amenazó con retirar la licencia del bar.

Mac volvió a mejorar su oferta. Mike le dijo que se la hiciera dar por el culo, aunque en privado no estaba tan tranquilo.

—¿Qué coño vamos a hacer? —preguntó a Frank—. ¿Qué coño vamos a hacer?

—Venderle el club.

Mike tenía una respuesta distinta, más al estilo de la respuesta mafiosa tradicional: lanzar bombas incendiarias contra el Cheetah Lounge.

Se preocupó de hacerlo después del cierre y hasta se aseguró de que el portero no estuviera; entonces él y Angie Basso arrojaron dos cócteles molotov muy bien hechos a través de la ventana.

El local no quedó totalmente destruido, pero pasaría bastante tiempo antes de que pudiera volver a abrir. Solo para asegurarse de que Mac captara el mensaje, Mike lo llamó por teléfono para expresarle sus condolencias:

—Oye —le dijo—, qué pena que no anduvieran por allí los inspectores de seguridad contra incendios.

Mac captó el mensaje. Tan bien lo captó que aquella noche atacaron a Angie Basso cuando salía de su lavandería. Pat Porter y el Gran Estrangulador Sherrell lo arrastraron hasta el borde de la acera, le pusieron las manos sobre el bordillo y le saltaron encima de los antebrazos hasta partirle las dos muñecas.

—No deberías jugar con fuego —le dijo Porter.

—¿Qué voy a hacer? —Angie preguntó a Mike la noche siguiente—. Ni siquiera puedo echar una meada yo solo.

—A mí no me mires —dijo Mike.

Sin embargo, respondió. Tenía que hacerlo o rendirse. De modo que, tres noches después, en el asiento trasero de un coche aparcado frente a Bare Elegance, Frank esperaba a que el Gran Estrangulador cerrara. Mike iba en el asiento del conductor, porque Frank no confiaba en la precisión de su disparo.

—Solo le voy a disparar en la pierna —había dicho Mike.

—Eres capaz de cagarla y darle en la arteria femoral —le había dicho Frank— y entonces Sherrell se desangraría y nos veríamos envueltos en una guerra declarada.

—Yo le apuntaría a la polla —había dicho Mike—. A ese blanco no le puedo fallar.

Mike había alquilado un par de los viejos vídeos pornográficos de Sherrell y los había puesto en el cuarto oscuro del club. Frank estaba medio convencido de que Mike había escogido como blanco al Gran Estrangulador por envidia fálica.

En cualquier caso, estaba agachado en el asiento posterior de un coche auxiliar, cuando vio que Sherrell salía, se despedía del barman, bajaba la persiana metálica y empezaba a poner el candado.

Frank sacó el rifle calibre 22 por la ventanilla abierta del coche, ajustó la mira a la parte carnosa de la pantorrilla derecha de Sherrell y disparó. Sherrell cayó al suelo, Mike apretó el acelerador y aquello fue todo. Frank sabía que el barman regresaría y llevaría a Sherrell al hospital. El Gran Estrangulador tendría que andar con muletas un par de semanas, como mucho.

En términos generales, fue una respuesta muy moderada al ataque a Angie Basso, cuyas muñecas tardarían meses en curarse. Por decir algo, supuso reducir la escala de la guerra, pero, en cambio, por el otro lado la subieron un escalón.

Frank lo vio venir, literalmente.

Estaba en el aeropuerto —había ido a recoger a alguien—, cuando vio entrar en la terminal a Pat Porter. Frank le dio un poco de ventaja y lo siguió; Porter esperaba un vuelo directo procedente de Heathrow y recibió afectuosamente a dos hombres que bajaron del avión.

Eran lo que los anglicones llamarían «tipos duros». Frank se dio cuenta por su manera de andar y de comportarse: eran musculosos pero ágiles, como si fueran atletas. Uno era grueso como un tonel y llevaba una camiseta de rugby, vaqueros y zapatillas de tenis; el otro era delgado y un poco más alto y llevaba una camiseta del Arsenal.

Porter se había traído una pandilla. Se presentaron en el Club Pinto dos días después. Era última hora de la tarde de un martes, justo cuando solía empezar a llegar toda la gente que trabajaba en la construcción a la salida del trabajo. Estaba bastante tranquilo, pero no muerto. Frank estaba en el reservado habitual, tomando rápidamente una hamburguesa con queso y una coca-cola, antes de que empezaran las prisas de la noche y tuviera que marcharse a recoger clientes.

Avistó a la pandilla británica en cuanto atravesaron la puerta, lo mismo que Georgie Ye, que dejó el bar, donde estaba sentado con Myrna, y se dirigió hacia los ingleses, que le sonrieron como si fuera un plato de comida avanzando en dirección a ellos. Frank hizo señas a Georgie para que se acercase al reservado.

—Frank —dijo Georgie—, no me gusta que vengan aquí.

—¿Te he preguntado lo que te gusta? —dijo Frank—. Le toca a Myrna. Ve a verla bailar y piensa en lo que esta noche te hará a ti.

—Pero, Frank…

—¿Qué te he dicho, Georgie? ¿Te lo tengo que repetir?

Georgie miró a Porter con malos ojos y fue a sentarse en primera fila, para observar cómo Myrna hacía girar su cuerpecito en una mala imitación de erotismo.

Porter se acercó al reservado de Frank con sus dos muchachos, engalanados aún con la misma ropa deportiva, uno a cada lado. Frank no los invitó a sentarse. Porter llevaba su uniforme: traje oscuro, cuello cerrado y corbata negra estrecha. Miró a Frank y dijo:

—No, si al final esto va a quedar entre usted y yo.

—Esto parece Raíces profundas —comentó Frank, riendo.

Miró a Porter a la cara y enseguida se percató de una cosa: no cabía duda de que a Pat Porter no le gustaba que se rieran de él.

—Usted y yo —repitió Porter.

Frank miró por encima del hombro de Porter.

—Entonces ¿para qué han venido ellos?

—Para asegurarnos de que no intervenga nadie más —dijo Porter—. Ya sé cómo son ustedes los italianinis.

Frank siguió comiendo su hamburguesa.

—Tengo un horario que cumplir, Sam Spade —dijo, mientras masticaba—. Si tiene algo que decir, dígalo. Y si no…

Frank indicó la puerta con la barbilla.

—Te voy a matar, Frankie Machine —dijo Porter—, o haré que tú me mates a mí.

—Escojo la puerta número dos —dijo Frank.

Porter no pilló el chiste. Se quedó allí, como si estuviera esperando algo.

«¿Y ahora qué? —pensó Frank—. ¿Se supone que pegue un salto y “desenfunde”? ¿Vamos a hacer las películas del Oeste de serie B de 1988 en el bulevar Kettner?».

Frank acabó el último mordisco de su hamburguesa y tomó un trago de coca-cola; después se puso de pie y golpeó con el cristal grueso el costado de la cara de Porter. El de la camisa de rugby reaccionó, pero Frank ya había sacado la pistola. La amartilló, apuntó a los dos adláteres y dijo:

—¿En serio?

Aparentemente no. El de la camiseta de rugby y el del Arsenal se quedaron inmóviles. Sin dejar de apuntarles, se agachó hasta donde estaba Porter de rodillas, sangrando por el costado de la cara, le agarró la corbata, se la enroscó alrededor del cuello y, sin apartar la pistola de los otros dos anglicones, arrastró a Porter por el suelo, escaleras arriba hasta el rellano y hacia el exterior. Agitó la pistola ante el de la camiseta de rugby y el de la del Arsenal y dijo:

—Fuera.

—Estás muerto, tío —dijo el del Arsenal.

—Sí, claro. Fuera.

Se marcharon y Frank volvió a entrar en la sala, pasó con cuidado sobre los cristales rotos y la sangre y volvió a sentarse en su reservado. Hizo señas a la camarera para que le llevara la cuenta.

Todo el mundo lo estaba mirando: la camarera, el barman, los tres obreros de la construcción que estaban sentados a una mesa, Myrna y Georgie Ye. Todos estaban boquiabiertos.

—¿Qué pasa? —preguntó Frank—. ¿Qué hay?

«Estoy de mal humor, ¿vale? —pensó—. Hace tres semanas que no veo despierta a mi hija, mi mujer me amenaza con llamar a un abogado y estoy intentando comerme una hamburguesa antes de ponerme a trabajar toda la noche, ¿y tiene que venir un anglicón a fastidiarme con diálogos malos de películas? No tengo por qué daros explicaciones a vosotros».

—Tráeme un poco de agua con gas y unas cuantas servilletas —dijo.

—Ya lo limpio yo, Frank —dijo la camarera.

—Gracias, Angela —dijo Frank—, pero si yo lo he ensuciado, yo lo limpio.

—Hoy tenemos tarta de queso, Frank.

—Está bien, cielo. Tengo que cuidar la línea.

Limpió la sangre y los cristales rotos y estuvo más alerta de lo habitual cuando salió al aparcamiento para empezar a recoger a sus clientes. Cuando regresó con el primer cliente, Mike lo estaba esperando, muerto de risa:

—Joder, tío, ¡como me vuelvas a sermonear por mi carácter…!

—La sangre salió de la alfombra, ¿vale?

Mike miró a Frank, lo cogió por las mejillas y le dijo:

—Te quiero. Coño, que te quiero, ¿vale? —Se volvió a todo el bar—: ¡Coño! ¡Cómo quiero a este tío!

Ocurrió dos semanas después. No tendría que haber ocurrido, no habría ocurrido, pero a Mike de pronto le cayó un grupo de empresarios japoneses que quería pasárselo bien y necesitaba las dos limusinas para hacerse cargo de ellos, de modo que Frank tuvo que conducir, en lugar de hacer lo que tenía previsto hacer, que era recoger un dinero. Se suponía que fuera un recado fácil, sin complicaciones: un yonqui que era novio de una de las bailarinas había pedido dinero prestado y tenía que hacer el primer pago de intereses.

—Que vaya Georgie —dijo Mike—. Puede pasar por la casa del tío al venir hacia aquí.

Así que Frank llamó a Georgie, que estuvo encantado de encargarse. Frank y Mike salieron a llevar a los japoneses de un lado a otro y cuando regresaron al club era la una de la madrugada y Myrna estaba sentada en el bar, mientras otras dos estríperes la abrazaban y ella sollozaba como una histérica.

Frank tardó treinta minutos en conseguir que le contara lo que había pasado.

Ella había ido con Georgie a recoger el dinero. El yonqui vivía en un bloque de pisos en el Lamp. Iban a buscar el dinero de camino al trabajo, por eso ella lo acompañó. Se detuvieron en el aparcamiento y Georgie le dijo que lo esperara en el coche. Ella dijo que estaba bien, porque tenía que maquillarse. Cuando Georgie se bajó de su coche, tres tíos salieron de otro.

—¿Los reconociste? —preguntó Frank.

Myrna asintió con la cabeza y empezó una nueva tanda de sollozos. Cuando se recuperó, dijo:

—Frankie, uno de ellos era el tío al que pegaste el otro día. Tenía la cara vendada, pero lo reconocí. Los otros dos eran los tíos que vinieron con él.

Frank sintió náuseas mientras Myrna contaba el resto de la historia. Georgie trató de luchar con ellos, pero eran tres. Uno de ellos le pegó una patada en la cabeza y se le doblaron las piernas. Ella se bajó del coche y trató de ayudarlo, pero uno de los tíos la rodeó con los brazos y la sujetó.

Entonces el tío de las vendas se sacó algo del bolsillo y golpeó a Georgie en la cara con eso. Los otros tíos agarraron a Georgie y lo sujetaron, mientras aquel lo golpeaba una y otra vez, sobre todo en el estómago, pero a veces también en la cabeza, y, cuando lo soltaron, cayó al suelo. Entonces el tío que tenía la cara vendada se puso a patearlo una y otra vez, en las costillas, en la entrepierna y en la cabeza.

—Pateó a Georgie una última vez en la cabeza —dijo Myrna— y el cuello de Georgie como que se partió hacia atrás y entonces el tío de las vendas se me acercó y dijo…

Se echó a llorar otra vez.

—¿Qué dijo, Myrna? —preguntó Frank.

—Dijo… que te dijera… —Ella inspiró profundamente y lo miró a los ojos—: Se suponía que fueras tú, Frank.

«Se suponía que fuera yo —pensó Frank—. Porter hizo que aquel yonqui me tendiera una trampa, pero el pobre bobo de Georgie cayó en ella en mi lugar. Si hubiese sido yo, ahora habría tres anglicones muertos en aquel aparcamiento, en vez de Georgie…».

—¿Dónde está Georgie? —preguntó Frank.

—En el hospital —sollozó Myrna—. Está inconsciente. Dicen que no va a despertar. Tiene una hermana… He intentado conseguir su número de teléfono.

Frank y Mike estaban junto a su cama quince minutos después. Georgie Ye estaba lleno de tubos y agujas por todas partes y un respirador respiraba por él. Estuvieron allí sentados tres horas, hasta que llegó su hermana desde Los Ángeles. Ella dio el consentimiento para desenchufarlo.

Frank y Mike fueron al apartamento del yonqui, que, evidentemente, había cogido las de Villadiego, pero la bailarina estaba en su casa.

—¿Dónde está el hijoputa de tu novio? —preguntó Mike después de abrir la puerta a patadas.

—No lo sé. No he…

Mike le dio un puñetazo en la boca y le metió el cañón de la pistola entre los dientes rotos.

—¿Dónde está el yonqui hijoputa de tu novio, zorra? Y si me vuelves a mentir…

El muy capullo estaba escondido en el armario del dormitorio. Los yonquis no son demasiado listos.

Mike arrancó la puerta de sus rieles, lo sacó de un tirón y le dio un puñetazo en la barriga. Frank cogió de la cómoda un par de pantys de la chica y se los metió en la boca; después arrancó el teléfono de la pared y le ató las manos a la espalda con el cable. Se lo llevaron al coche. Frank conducía, mientras Mike mantenía al yonqui contra el suelo, en la parte de atrás.

Llegaron hasta el cauce de alivio del río y lo empujaron abajo. El cauce estaba seco y el yonqui llegó al fondo bastante maltrecho. Mike y Frank bajaron y lo pusieron de rodillas. El yonqui estaba vomitando y comenzaba a ahogarse, porque el vómito le volvía a bajar por la garganta. Frank le sacó los pantys de la boca y el yonqui vomitó y después dijo jadeando:

—Te juro que yo no…

—No me mientas —dijo Frank. Se puso en cuclillas y le habló tranquilamente al oído—. Ya sé lo que has hecho y ahora tienes una única oportunidad de salvarte. Dime dónde están.

—Suelen dar vueltas por Carlsbad —dijo el yonqui—. Van a un bar inglés.

—The White Hart —dijo Mike.

Frank asintió, sacó la pistola y disparó al yonqui hasta vaciar la recámara. Mike hizo lo mismo. Después regresaron al coche y fueron a The White Hart.

Los dos conocían el lugar. El bar tenía cerveza caliente, salchichas y puré de patatas y grabaciones vía satélite de partidos de fútbol y por eso lo frecuentaban muchos expatriados británicos del sur de California. Colgaba sobre la puerta un cartel como los de los pubs, con caracteres antiguos y una pintura de un ciervo blanco, y sobre la única ventana había estirada una bandera británica.

—Espera aquí —dijo Frank cuando frenó en el aparcamiento. Volvió a cargar la calibre 38.

—Y una mierda —dijo Mike—. Voy contigo.

—Esto es asunto mío —dijo Frank—. Deja el motor en marcha y la primera puesta, ¿vale?

Mike asintió y entregó a Frank su propia pistola. Frank comprobó la carga y le preguntó:

—¿Tienes un kit en el maletero?

—Claro que sí.

Mike apretó el botón para que pudiera abrir el maletero.

—¿Está limpio? —preguntó Frank.

—¿Quién coño crees que soy? —preguntó Mike—. ¿Un mestizo que entra a robar en un 7-Eleven?

Frank bajó del coche, fue al maletero y encontró lo que esperaba: una escopeta de calibre doce de cañones recortados, un chaleco antibalas, un par de guantes y una media negra. Se quitó la chaqueta, se puso los guantes, se abotonó el chaleco y volvió a ponerse encima la chaqueta. A continuación se guardó las dos pistolas en el cinturón, se metió la escopeta en la parte interior del brazo y se puso la media negra en la cabeza.

—Te veo dentro de un minuto —dijo Mike—, Frankie Machine.

Frank cruzó la puerta. El lugar estaba casi vacío; no había más que un par de tíos en la barra. El barman, el de la camiseta de rugby y el de la del Arsenal estaban sentados a una mesa, bebiendo pintas y viendo un partido de fútbol en una pantalla de televisión colgada muy alto en la pared, cerca del techo.

El del Arsenal se dio la vuelta cuando se abrió la puerta. La explosión de la escopeta lo hizo volar de la silla. El de la camiseta de rugby trató de ponerse de pie para poder sacarse la pistola de la cinturilla, pero Frank le vació el segundo cargador en el estómago y el inglés se arrugó encima de la mesa.

«¿Dónde estará Porter?», se preguntó Frank.

El lavabo de hombres estaba en la parte posterior del bar. Frank dejó caer la escopeta al suelo, cogió las dos pistolas del cinturón y abrió la puerta de una patada.

Porter estaba apoyado en el lavamanos con la pistola en alto. Llevaba el traje negro de siempre, pero tenía abierta la bragueta y le chorreaba agua de las manos. Disparó y Frank sintió el ruido sordo de los tres tiros contra el chaleco, justo encima del corazón, que lo dejaron sin aire, y después vio la mirada de sorpresa y alarma en la cara de Porter cuando no se desplomó.

Frank disparó dos veces con la pistola que llevaba en la mano derecha. La cabeza de Porter chocó hacia atrás con el espejo y lo rompió; después él cayó deslizándose por el lavamanos hasta el suelo. La sangre se encharcó sobre los azulejos amarillentos.

«Jamás podrán quitar eso de la lechada», pensó Frank mientras dejaba caer el arma, se volvía y salía caminando del bar.

Mike tenía el coche en marcha. Frank subió y Mike salió lentamente del aparcamiento hacia la calle y después entró en la 5. Bap se habría sentido orgulloso.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mike.

—A Tara —respondió Frank.

A veces, uno simplemente tiene que intervenir. Por lo general, uno intenta ser cuidadoso, lo prepara todo, es paciente y espera hasta que llega el momento oportuno, pero a veces uno simplemente tiene que meterse.

Pasaron primero por el piso de Mike en Del Mar. Mike tenía un arsenal escondido en el armario del dormitorio de huéspedes. Frank cogió dos revólveres de cañón corto de calibre 38, una escopeta Wellington de cañones superpuestos de diez calibres 303, un AR-15 y dos granadas de mano.

Cuando llegaron a Tara, no había nadie de guardia a la entrada y la verja estaba abierta.

—¿Qué te parece? —preguntó Mike.

—Creo que nos esperan dentro —dijo Frank— y creo que si entramos con el coche, nos lo ventilan.

—Sonny.

—¿Qué dices?

—Sonny Corleone —dijo Mike.

—¿Es que vosotros los mafiosos no veis otra cosa?

—¿Vosotros los mafiosos?

Se metieron con el coche hacia la parte posterior, se apearon y escalaron el muro. Frank sabía que debían de haber activado sensores de movimiento, pero no ocurrió nada: no se encendieron luces ni alarmas.

«De todos modos —pensó—, seguro que Mac tiene cámaras de visión nocturna conectadas a los sensores y es probable que nos esté viendo en un monitor. Está bien. Ya sabes que, si intervienes, tienes que librar la batalla según sus condiciones».

Era como regresar a Vietnam. El enemigo jamás combatía, a menos que lo hiciera según sus propias normas. Si lo encontrabas, era porque él quería que lo encontraras.

Frank llevaba el AR-15 en la mano y la escopeta colgada a la espalda. Le gustaba el rifle automático por una cuestión de alcance; la escopeta no sería demasiado útil hasta que estuvieran dentro, si es que podían entrar.

Tuvieron que atravesar el zoológico para llegar hasta la casa. Era extraño, porque los animales estaban despiertos por la noche. Las aves se pusieron a graznar y oía a los felinos dando vueltas por sus jaulas y veía el destello de sus ojos rojos.

Igual que en Vietnam, Frank esperaba ver otros destellos que atravesaran la noche —los de las armas de fuego en una emboscada—, hasta que se dio cuenta de que Mike y él estaban entre los tiradores y los animales y de que Mac no querría correr el riesgo de matar accidentalmente a ninguna de sus mascotas.

La piscina despedía un brillo azul frío. Estaba iluminada, aunque no había nadie allí fuera, al menos nadie que ellos pudieran ver.

«Están dentro de la casa —pensó Frank— o, mejor aún, en el techo, esperando que nos acerquemos tanto que no puedan errar el tiro. En cualquier momento, el cielo nocturno se va a encender como si hoy fuera el cuatro de julio».

Frank fue avanzando poco a poco alrededor de la piscina y después se aplastó contra el suelo del patio en el extremo de la casa e hizo señas a Mike para que hiciera lo mismo. A continuación, enfocó el techo con el dispositivo de visión nocturna y lo recorrió de izquierda a derecha. No vio nada, aunque eso no quería decir que no estuvieran allí arriba, bien aplastados contra las buhardillas o detrás de las chimeneas.

Había como quince metros de espacio abierto hasta la parte posterior de la casa.

—Cúbreme —susurró a Mike.

Entonces, agachándose todo lo que pudo, echó a correr hacia la casa y se apretó bien contra la pared. Sacó una de las granadas del bolsillo, pasó el dedo por el interior de la anilla, se preparó para lanzarla sobre el techo e hizo señas a Mike.

Mike se despegó del suelo y corrió hacia la casa y allí se quedaron unos segundos, bien apretados contra la pared, recuperando el aire.

La puerta corredera de cristal estaba trabada. Frank rompió el vidrio con la culata del rifle, metió la mano y abrió la puerta. Mike pasó a su lado, entró con la escopeta junto a la mejilla y recorrió la habitación.

Nada.

Frank pasó a su lado y corrió a la pared siguiente y así fueron recorriendo la casa.

Encontraron a Mac en el dojo. Descalzo y con el torso desnudo, vestido tan solo con los pantalones de un cinturón negro, iba dando patadas lentas y rítmicas a un saco pesado, que se doblaba y volaba hacia el techo a cada patada; el ruido sordo del impacto retumbaba en la sala vacía.

Una flauta tocaba un tema suave de jazz en el equipo de música. Una varita de incienso ardía en un receptáculo sobre el suelo.

Frank se mantuvo a seis metros de distancia y lo apuntó con el rifle. Un hombre del tamaño y la capacidad atlética de Mac era capaz de recorrer aquella distancia en un paso y medio y la patada sería letal. Mac volvió la cabeza para mirarlos, pero no dejó de dar patadas.

—Había dejado la puerta abierta para que pudiesen entrar —dijo—. Se han enfrentado a un montón de dificultades innecesarias, han molestado a mis animales y, además, me han roto la puerta corredera.

—Han matado al chaval a golpes —dijo Frank.

Mac asintió y dio otra patada al saco. Aparentemente, el movimiento fue suave y no le costó ningún esfuerzo, pero el saco voló hacia el techo y volvió a caer con una sacudida.

—Me lo han dicho —dijo Mac—. Yo no lo autoricé y no lo apruebo.

—Liquidémoslo de una vez, ¡coño, Frank!

—Me muestro vulnerable ante ustedes para demostrarles mi sinceridad —dijo Mac— y mi contrición. Si quieren matarme, mátenme. Estoy en paz.

Dejó de patear el saco. Frank retrocedió dos pasos más y siguió apuntándolo con el rifle, pero Mac se arrodilló en el suelo, se sentó sobre los talones, inhaló el incienso, cerró los ojos y abrió los brazos con las palmas hacia arriba.

—¿Y esto qué coño es? —preguntó Mike.

Frank sacudió la cabeza, pero ninguno de los dos disparó.

Transcurrió un minuto interminable; entonces Mac abrió los ojos, miró a su alrededor como si estuviera algo sorprendido y dijo:

—Entonces hablemos de negocios. Deberían saber que van un poco atrasados con la información: el señor Porter ha decidido seguir su propio camino. Sus palabras exactas fueron: «Estoy harto de trabajar para un mono con ínfulas». El mono en cuestión soy yo. Siendo este el caso, estoy dispuesto a aceptar la compra del 50 por ciento del Club Pinto y, si quieren que mate a Pat Porter, lo haré.

—Ya nos hemos encargado de eso —dijo Frank.

Mac se puso de pie y sonrió:

—Suponía que diría eso.

La vida estuvo realmente bien durante un tiempo. Habían tenido que esconderse unas cuantas semanas en México, porque la policía y los medios de comunicación se pusieron a hablar como buitres sobre las guerras de los clubes de estriptis, ya que contenían todo lo que las noticias de las once podían querer y más: sexo, violencia, gánsteres y más sexo. Una estríper tras otra fueron apareciendo en entrevistas en vivo y una llegó incluso a dar una conferencia de prensa, hasta que algún otro horror pasó a ocupar el lugar de honor y los medios de comunicación se dedicaron a otra cosa.

La capacidad de concentración de la pasma duró un poco más. Cuatro asesinatos en una misma noche, aparentemente relacionados entre sí, caldearon mucho los ánimos del personal de homicidios y el FBI lo enfocó desde el punto de vista de Orange County y comenzó una batalla por el territorio. Todos atribuían a Mike Pella el asesinato de Georgie Yoznezensky, pero, para variar, Mike era inocente de aquella muerte, de modo que el asunto nunca prosperó.

Myrna mantuvo la boca cerrada y Mike le consiguió un trabajo en un club de Tampa. La estríper que era novia del yonqui se marchó de la ciudad y Frank se enteró unos años después de que había muerto por sobredosis en el este de Saint Louis.

En cuanto a los tres anglicones a los que habían matado a tiros en noventa segundos en The White Hart, ninguno de los presentes en el bar pudo identificar a la persona que disparó y las armas no tenían huellas y fue imposible rastrearlas. Al final, los polis de San Diego y los federales llegaron a la conclusión de que había sido una batalla por territorios en Londres que se libró en Mission Viejo y archivaron el caso.

De modo que Mike y Frank se fueron de vacaciones a Ensenada y, a su regreso, se dedicaron a darse la gran vida, porque ser socios de Big Mac McManus era la hostia.

Todo lo que Mac tocaba se convertía en oro. Era como el rey aquel, el magnífico emperador de una tierra encantada en la que la leche, la miel, las mujeres y el dinero fluían a chorros.

Sin embargo, Frank no participó en nada de todo aquello. Mike le ofreció una parte del Pinto, pero la rechazó, porque había demasiados federales dando vueltas. Siguió trabajando con la limusina, invirtiendo el dinero en su negocio de pescado o guardándoselo para cuando llegara la época de las vacas flacas. De todos modos, solía ir de vez en cuando a las fiestas de los domingos por la tarde para disfrutar del bufé.

—Te vas a ligar con prostitutas —solía decir Patty.

—No es cierto.

Era la vieja discusión de siempre.

—Los domingos deberías reservarlos para tu familia —argüía Patty.

—Tienes razón —decía Frank—. Vayamos todos.

—Magnífico —decía Patty—. Ahora quieres llevar a tu mujer y a tu hija a una orgía.

Frank tenía que reconocer que algo de razón tenía, aunque él jamás participó en las aventuras sexuales. La mayor parte de las veces, Mac y él se retiraban al dojo y hacían ejercicio. Mac le enseñaba artes marciales; en realidad, le enseñó el movimiento que le salvaría la vida en el barco casi veinte años después.

Solían practicar intensamente, golpeando y pateando el saco; después hacían algo de sparring y finalmente se subían al banco de pesas, donde solían competir entre ellos. Después se iban a beber zumos de frutas y a hablar sobre la vida, los negocios, la música y la filosofía. Mac enseñaba a Frank sobre jazz y Frank lo introdujo en la ópera.

Fue una buena época.

Pero no podía durar.

La culpa la tuvo la coca.

Frank nunca supo cuándo empezó Mac a consumirla, pero de pronto pareció que no hacía nada más. Se perdían en su nariz montañas de coca y después se llevaba a su habitación lo que parecía un harén y desaparecía durante días enteros. Al cabo de un tiempo, dejó de llevarse el harén y empezó a desaparecer solo, para salir a última hora de la tarde, si es que salía, a pedir más coca.

Eso lo cambió. Mac empezó a estar enfadado todo el tiempo. De pronto le daban ataques de furia imprevisibles y se ponía a despotricar, sin parar y de forma apenas coherente, con que él era el único que trabajaba y que pensaba y que nadie se lo agradecía.

Después vino la paranoia: que todos lo perseguían y conspiraban contra él. Duplicó la seguridad en torno a su casa, compró dóbermans que dejaba merodeando por los jardines durante la noche, instaló más sistemas de alarma y cada vez pasaba más tiempo recluido en su habitación.

Ya no iba más al dojo y el saco pesado colgaba inmóvil e inútil, como un símbolo solitario de la decadencia de Mac. Frank trató de hablar con él. No sirvió de nada, pero Mac le agradeció que lo intentara.

—Toda esta gente —dijo a Frank una noche en la que estaban sentados los dos solos junto a la piscina—, toda esta gente son parásitos, chupópteros, pero tú no, Frank Machianno: tú eres un hombre y tú me quieres de hombre a hombre.

Era verdad. Frank lo quería. Adoraba el recuerdo del genio distinguido y generoso que había sido Mac y que podría volver a ser, en lugar del caparazón paranoico, mezquino e incoherente en que se había convertido. Mac tenía un aspecto atroz: aquel cuerpo que había estado cachas se había vuelto fofo y flaco. Casi no comía, tenía los ojos dilatados y su piel parecía pergamino marrón oscuro.

—Esta gente —continuó Mac— me matará.

—No, Mac —dijo Frank.

Pero así fue.

John Stone se acercó a Frank un día de otoño en la fiesta del domingo y le dijo:

—Nos está timando.

—¿Quién?

—Nuestro «socio» —dijo Stone y con un gesto indicó el dormitorio de Mac, donde estaba refugiado, como era habitual por aquel entonces.

La fiesta de los domingos tampoco era lo que solía ser. Cada vez iba menos gente y los que iban eran, sobre todo, los fanáticos del sexo duro y de la coca.

—De eso nada —dijo Frank.

—No me digas que de eso nada —dijo Stone—, porque por la nariz de este negrata se va la mitad de nuestro dinero.

Frank no quería creerlo, pero la conversación sobre el «timo» no hizo más que empeorar. Stone y Sherrell se reunieron con Mike para enseñarle las cifras. Frank no quiso estar presente. Lo había razonado de todas las formas posibles: a) Mac no estaba robando; b) aunque lo hiciera, les hacía ganar tanto dinero que les iba mejor con él robando que sin él; c) Mac no estaba robando.

Sin embargo, sí que lo hacía. Y él lo sabía.

Stone se encaró con Mac con las pruebas y Mac amenazó con matarlo, con matarlo a él y a toda su familia, con matarlos a todos.

—Tiene que desaparecer —Mike le dijo a Frank.

Frank sacudió la cabeza.

—No te estoy pidiendo tu opinión, Frankie —dijo Mike—. La decisión ya ha sido tomada. Solo he venido a decírtelo, vamos, por cortesía, porque sé que el tío es amigo tuyo.

«Simplemente has venido a decírmelo —pensó Frank—, porque querías estar seguro de que Frankie Machine no se lo iba a tomar como algo personal, que no te guardaría rencor ni reaccionaría como ante la muerte de Georgie Ye. Pues que sepas que aquí tienes un motivo legítimo de preocupación».

—Los tíos del Lamp han dado su conformidad —añadió Mike.

Era una manera de hacer saber a Frank que, si decidía hacer algo al respecto, se estaría enfrentando también a Detroit.

—¿Qué tienen que ver los Migliore con esto?

—Son dueños de clubes de estriptis —dijo Mike— y que este negrata se esté envenenando los afecta a ellos también. No les gusta. No es bueno para el negocio salir en las noticias. Tiene que desaparecer, Frank.

—Deja que yo me encargue.

—¿Qué dices?

—Que me dejes hacerlo a mí —dijo Frank.

«Estáis cagados de miedo, tíos. Os entrará pánico y arremeteréis contra él hasta no dejar nada. Si hay que hacerlo, dejadme que yo lo haga rápido y limpiamente. Se lo debo. Es mi amigo».

Frank lo encontró en el dojo. En el equipo de música sonaba a todo volumen Bitches Brew, de Miles Davis. Frank entró y vio a Mac de pie sobre una pierna temblorosa y tirando patadas al saco con la otra. El saco apenas se movía. Mac ni siquiera se dio cuenta de que estaba allí.

Frank se acercó y le metió dos balas del 45 en la nuca. Después se fue a su casa, sacó del garaje su vieja tabla de surf larga y grande y la enceró bien; se fue al mar y dejó que las olas lo machacaran.

Nunca volvió a trabajar con las limusinas ni al Club Pinto.

Patty presentó una demanda de divorcio aquel mismo año. Él no hizo nada. Le dejó la casa y la custodia de Jill.