Frankie está tendido sobre el techo del almacén de granos que hay al otro lado de la calle, con el cañón del rifle apoyado en la curva inferior de la ge del gran cartel de Agricorp. Pone la mira infrarroja en mitad de la frente del chaval. No reconoce al que se ha apretado contra la puerta para hacerse lo más pequeño posible.
«Aunque no lo suficiente», piensa Frank.
Tampoco conoce al de la herida en la pierna, pero es lógico.
«Es demasiado joven para que yo haya trabajado alguna vez con él —piensa Frank—. O tal vez se trate simplemente del proceso de envejecer: que todos te parecen jóvenes. El chaval que aparece agachado en mi mira va en serio. Ha cometido un error, pero no es ningún payaso. Un payaso habría salido corriendo de la habitación. Aquel chaval ha tenido el tino de agacharse y salir arrastrándose. Hasta la manera en que se comporta ahora —mira a su alrededor, no se deja llevar por el pánico, no reacciona de forma exagerada porque su pandilla esté herida, controla a sus hombres— indica que el chaval tiene algo».
Frank lo nota en sus ojos: está pensando y un hombre que piensa es peligroso.
«Cárgatelo ahora —piensa Frank—. No te conviene que este tío te vaya pisando los talones».
Vuelve a apuntar y aprieta el gatillo.