Corría el año 1981. Frank y Patty ya tenían dificultades en su matrimonio. Intentaban tener un hijo y no lo conseguían. Habían consultado a montones de médicos, pero el diagnóstico siempre era el mismo: la concentración espermática de Frank era baja y no había nada que hacer. Hablaron de adoptar, pero Patty no estaba por la labor.
Ella decía que no lo culpaba —habría sido absurdo e injusto, según ella—, pero él sabía que una parte de ella, en lo más profundo de su corazón, albergaba algo de resentimiento. Ella echaba la culpa a sus horarios, a la presión a la que se sometía no solo con el negocio del pescado, sino ahora también con el de la mantelería, y él respondía que, si alguna vez tenían un hijo, quería ser capaz de asegurar su bienestar y de ofrecerle un futuro.
De modo que era una época difícil y su vida amorosa se había convertido en un esfuerzo angustioso. Fue precisamente uno de aquellos días en los que ella tenía más probabilidades de quedarse embarazada cuando él recibió la llamada de Chicago para que fuera a Las Vegas a resolver aquel problemilla. La verdad es que Frank se alegró de poder marcharse unos días.
«Necesitas el dinero», se dijo a sí mismo, y era cierto, aunque la verdad era que su casa se estaba convirtiendo en un lugar desagradable y él buscaba excusas para marcharse.
Aquel era en parte el motivo de que pasase muchas horas trabajando y en parte el motivo por el cual aceptó el trabajo en Las Vegas. Patty y él tuvieron una discusión por eso.
—¿Te vas a Las Vegas con tus amiguetes? —preguntó Patty—. ¿Justo ahora?
«Ahora —pensó Frank—, cuando se supone que, diligente y alegremente, esté realizando un acto de amor».
—Voy a trabajar.
—¡A trabajar! —se mofó ella—. Perder en el juego nuestro dinero, echar polvos con prostitutas, ¡y a eso lo llaman «trabajar»!
—Ni juego ni me follo a prostitutas.
—Entonces ¿qué haces en Las Vegas? —preguntó—. ¿Vas a ver los espectáculos?
—¡Voy a trabajar! —estalló él—. ¡Es mi forma de ganar dinero, de traer comida a la mesa, de pagar los médicos, de…!
—¿Qué tipo de trabajo? —preguntó ella—. ¿Qué es exactamente lo que haces?
—¡Es mejor que no preguntes! —gritó él—. Limítate a coger el dinero y a mantener la boca cerrada. No hagas preguntas sobre cosas que no te conciernen.
—¿Que no me conciernen? ¡Soy tu mujer!
—¡No me lo recuerdes!
Eso le dolió. Él se dio cuenta antes de que las palabras le salieran de la boca. Ojalá hubiese podido recuperarlas del aire. Ella se deshizo en lágrimas.
—Quiero tener un bebé.
—Y yo también.
Aquello fue lo último que dijo al salir por la puerta. De todos modos, había que reconocer que el largo trayecto en coche hacia Las Vegas fue un alivio: unas cuantas horas de paz y sosiego, sin discusiones ni recriminaciones ni la desalentadora sensación de fracaso, con tiempo para pensar en el trabajo, que tenía sus bemoles.
Donnie Garth era el niño mimado, el niño prodigio de los magnates inmobiliarios de Chicago, aunque nadie fue consciente de lo bien que le estaba yendo hasta que, de repente, compró el Hotel Paladín de Las Vegas. Nadie sabía que tuviera tanto dinero.
Todo funcionó bien por un tiempo, hasta que Garth tuvo delirios de grandeza y empezó a oponerse a que la mafia de Chicago siguiera llevándose un porcentaje de las ganancias de su casino.
Fue Frank quien llevó a Carmine Antonucci a la casa de Garth en La Jolla para «explicárselo». La casa de Garth era diferente: una mansión de estilo normando, con una entrada circular de gravilla y un garaje para seis coches en el que había, entre otros, un ferrari y un Austin-Healey. No se podía negar que Garth tenía clase.
Aquel día salió a recibirlos a la puerta principal: era un hombrecillo con un jersey de cachemira amarillo enrollado al cuello, una camisa azul de seda con el cuello abierto, pantalones blancos y mocasines.
Frank recuerda lo pequeño que parecía en comparación con la inmensa puerta de madera que tenía detrás. Fue pura sonrisa y estrechar de manos, pero se notaba que lo avergonzaba que se presentaran en su casa unos matones de verdad y que lo ponía nervioso que sus vecinos vieran el tipo de visitas que recibía; visitas como Carmine Antonucci y Frankie Machine.
Carmine era el hombre de Chicago en Las Vegas y precisamente se encargaba de supervisar el porcentaje tan rentable con el que Garth pretendía meterse. Carmine aceptó con amabilidad el té frío que Garth le ofreció, esperó a que el mayordomo fuera a buscarlo, bebió algunos sorbos por cortesía y después le dijo, señalando a Frank:
—Mira bien a este hombre. ¿Sabes por qué lo llaman «la Máquina»?
—No.
—Porque es automático —dijo Carmine—. No falla jamás. Si te empeñas en ser un obstáculo para que mi hotel funcione sin complicaciones, enviaré a la Máquina a verte, pero tú no lo verás, porque estarás muerto. ¿Nos hemos entendido?
—Sí.
La mano de Garth le temblaba como si fuese un terremoto. Se oía repiquetear el hielo y la larga cucharilla de plata en el vaso.
—Gracias por el té —dijo Carmine, poniéndose de pie—. Delicioso y refrescante. Nos encantaría quedarnos a cenar, gracias, pero tengo que coger un avión.
Aquello fue todo. Frank no dijo ni una palabra. Condujo a Carmine al aeropuerto, desde el cual regresó a Las Vegas en un avión particular.
Donnie Garth comenzó a portarse bien hasta que, poco después, tuvo un problema. Lo que ocurrió fue que, como tenía tortícolis, Donnie Garth quiso darse un baño de vapor en el balneario del hotel y en esas estaba cuando entró un pedazo de músculo de Chicago llamado Marty Biancofiore.
Marty había hecho algún trabajo serio para Garth: había intimidado a un par de posibles compradores que también habían estado interesados en el Paladín, con lo cual se le había metido en la cabeza que Garth estaba en deuda con él. Lo que le dijo a Garth mientras los dos estaban envueltos en toallas fue que, a menos que Donnie le diera una parte del hotel, él iba a coger una parte de Garth: una parte muy esencial. Por consiguiente, Garth volvió a tener tortícolis. Todavía tenía el pelo húmedo cuando llamó a Carmine.
No cabía duda de que Donnie Garth era un coñazo de primera, pero el Paladín estaba reportando mucho dinero, mucho más del que Marty podría pagar jamás a cambio de protección. Garth tenía miedo, merodeaba por el hotel, medio asustado de salir de su oficina, y constantemente pedía más seguridad, de modo que Carmine finalmente llamó a Frank. Es que Garth había pedido personalmente a «aquel tío, la Máquina».
Muchas personas habían visto o, como mínimo, habían oído hablar del follón entre Garth y Biancofiore y Chicago quería enviar un mensaje: no te metas con uno de los nuestros. Querían dejar seco a Biancofiore precisamente en la zona comercial, querían que su cuerpo se encontrara y lo querían hecho un cristo.
Marty Biancofiore no era un civil. Había hecho algunos trabajos incluso para Chicago y estaría armado y alerta. Marty Biancofiore no era de los que abrirían la puerta a un repartidor de pizza.
«Fue el primer hombre que realmente tuviste que cazar —recuerda Frank—. Estuviste cinco días enteros siguiéndole el rastro, observando sus hábitos, esperando una oportunidad, estudiándola detenidamente».
Decidió que tendría que ser por la noche. Ni siquiera Frankie Machine intentaría cargarse a alguien en la zona comercial a plena luz del día.
«No, eso llegaría después —piensa ahora Frank—, cuando Chicago zurró a la antigua a Joe Bonnado y lo hizo justamente así. Afortunadamente, Marty Biancofiore trabajaba de ocho a dos en el Caesar’s, donde lo habían puesto en el equipo de la hora punta solo para darle por el saco a Garth».
Marty cumplía su turno, pasaba por el bar a beberse dos vodkas gratis para relajarse y caminaba hasta el coche, que dejaba en el aparcamiento para empleados; siempre observaba con precaución a su alrededor y destrababa la puerta con un mando a distancia, Frank suponía que por temor a una bomba. Siempre miraba dentro del coche antes de subir, trababa las puertas enseguida y conducía directamente hasta su casa. Una noche llamó a una prostituta; las otras tres se dio una ducha, vio un poco la televisión y se fue a la cama.
«Sería relativamente sencillo liquidarlo en su casa —pensaba Frank—: entrar cuando está en la ducha y darle el pasaporte allí mismo, pero los de Chicago no lo quieren así y tampoco el niñato, Garth, que exige que se le dé un escarmiento».
Tendría que ser en el aparcamiento, pero ¿cómo?
«No puedes matarlo a tiros sin más ni más cuando sale del casino: demasiados testigos potenciales y demasiado riesgo de comenzar un tiroteo. Sería inaceptable que una bala perdida matase a un civil en la zona comercial».
Era una de las normas incondicionales de Frank: que no corrieran riesgos los civiles. Los que están en el ajo conocen los riesgos y saben lo que hacen, pero Perico el de los palotes, que ha ahorrado para darse un fiestón en Las Vegas, no tiene por qué morir por un descuido ajeno.
En consecuencia, tiene que ser dentro del coche.
«Pero, si fuerzas la puerta, sonará la alarma y se acabó. Podrías robarle las llaves y hacer una copia, entrar y esperar a Marty, pero él revisa muy bien el coche antes de entrar y, o se marchará corriendo, o te disparará mientras estás tumbado en el asiento de atrás. Entonces ¿cómo vas a entrar en el coche? Solo hay una forma: te tiene que invitar Marty. ¿Y cómo vas a conseguir que lo haga?».
Cada persona tiene un defecto fatal. Bap le ha enseñado eso a Frank. No exactamente con aquellas palabras, pero la cuestión es que cada uno tiene un punto débil y solo es cuestión de encontrarlo. Bap le ha hecho incluso una lista:
—Tienes la lujuria, la codicia —le había dicho—, tienes el amor propio, el orgullo, y después está lo que uno querría.
—¿A qué te refieres?
—Hay personas que creen lo que quieren creer —le había dicho Bap— y lo quieren de verdad.
Marty fanfarroneaba ante cualquiera que quisiera escucharlo de que tenía a aquel mierdecilla de Donnie Garth temblando en sus Gucci y que más le valía no cruzarse en su camino, porque él podía enviarlo al hoyo, si quería. Hasta Frank le había oído decir aquella gilipollez, sentado en el bar al acabar su turno de trabajo.
Además, Marty necesitaba dinero. Frank se informó bien. Marty había arriesgado mucho en las apuestas deportivas, con pésimos resultados. Había perdido un pastón en el fútbol universitario y trató de compensarlo con el partido del lunes por la noche, pero lo empeoró. Debía un dineral a un usurero desagradable y desconfiado llamado Herbie Goldstein y le estaba costando reunir el dinero para pagar incluso los intereses.
Por eso, cuando recibió la llamada de Donnie Garth, Marty quiso creerle. Además, Garth era un actor como la copa de un pino, un tramposo nato que sabía disimular la verdad, como si dijéramos. Además, a aquellas alturas ya sabía obedecer instrucciones y las siguió al pie de la letra.
Frank estaba sentado a su lado cuando hizo la llamada.
—¿Marty? Soy Donnie.
—Espero que me llames para darme buenas noticias.
—Marty, somos amigos —dijo Donnie—. He estado pensando y quiero hacer lo que corresponde. ¿Qué te parece si te doy cien mil y zanjamos la cuestión?
—¿Cien? Vete a tomar por el culo.
Frank siguió escuchando cómo negociaban un pago de doscientos cincuenta mil dólares.
«Bap tenía razón —pensó Frank—: Biancofiore se lo creyó porque quiso creérselo. Alimentaba su ego y resolvía sus problemas financieros. ¿Cómo era que lo había dicho Bap? “Si quieres atrapar un pez, tienes que darle la carnada que se muere por comer”».
—En efectivo, Donnie —dijo Marty.
Frank asintió y Donnie dijo:
—Una cosa, Marty: esto tiene que quedar entre tú y yo. Si alguien se entera de que me pueden… presionar, aquí me tomarán por un capullo.
—No tiene por qué enterarse nadie más que nosotros —dijo Marty.
—Estupendo, Marty, gracias —dijo Garth—. Mira, consigo el dinero y paso por tu casa.
Era el momento crucial. Frank contuvo la respiración durante un segundo, hasta que oyó a Marty decir:
—Prefiero un lugar más público.
—¿No te fías de mí, Marty?
Biancofiore se limitó a reír.
—Marty —dijo Garth—, no te voy a entregar una maleta llena de dinero en efectivo en la pista del Caesar’s Palace.
Marty se lo pensó durante un segundo:
—En el aparcamiento —dijo—. En mi coche.
—Te veré cuando acabe tu turno.
—Y una mierda —dijo Marty—. A mediodía.
Porque Marty sabía lo que sabía todo el mundo: que nadie, absolutamente nadie se atrevería a despacharlo a plena luz del día en una zona comercial.
Garth miró a Frank. Frank se lo pensó durante un segundo y asintió.
—De acuerdo —dijo Donnie—, que sea a mediodía. ¿Qué coche llevas ahora? ¿Cuál es el número de plaza?
—Márchate de la ciudad por unos días —dijo Frank a Garth—. Regresa a tu mansión normanda, da una fiesta y consigue una coartada.
«Bebe algún vino añejo con la gente guapa, mientras yo te lavo los trapos sucios», pensó.
Así que era Frank, en lugar de Donnie Garth, el que aquel día estaba esperando a Marty en el aparcamiento cuando llegó.
A Marty no le gustó nada. Bajó la ventanilla y preguntó:
—¿Y tú quién coño eres? ¿Dónde está Garth?
—No viene.
—¡Me cago en la leche!
Pero Frank vio que miraba de arriba abajo el maletín que tenía en la mano.
—Tengo el dinero —dijo Frank—. ¿Lo quieres?
«Nadie se aleja del dinero —le había enseñado Bap—; algunas veces les convendría más hacerlo, pero nadie lo hace».
Y Marty no lo hizo. Lo pensó —Frank vio cómo lo pensaba—, pero no se marchó. Por el contrario, bajó del coche y cacheó a Frank meticulosamente, desde las axilas hasta los tobillos, por delante y por detrás.
—No llevo un transmisor —dijo Frank.
—A la mierda el transmisor —dijo Marty—. Busco una pipa.
No la encontró. Volvió a sentarse en el asiento del conductor, abrió el seguro de la puerta y le ordenó:
—Sube.
Frank se sentó en el asiento del acompañante.
Marty tenía una calibre 45 en el regazo.
—Eh —dijo Frank.
—Si no fuese cuidadoso, no habría vivido tanto tiempo —dijo Marty—. ¿Has dicho que tenías el dinero?
—Está en el maletín.
«Aquel era el momento decisivo —recuerda ahora Frank—. Sabías que, si Marty se limitaba a coger el maletín, te echaba a patadas y se marchaba, no volverías a tener ocasión de acercarte a él. Si abría el maletín allí mismo, estabas frito. Pero tú contabas con su personalidad, con su cautela. Aquel era un tío que todas las noches revisaba el coche para asegurarse de que no le hubieran puesto una bomba. No se iba a llevar un maletín sin más ni más. Al menos, esperabas que no lo hiciese».
—Muéstramelo —dijo Marty.
—¿Quieres que lo abra aquí mismo?
—¿Qué coño he dicho?
Frank se colocó el maletín en el regazo, deslizó las trabas y la tapa se abrió con un clic metálico. Frank agarró la calibre 25 con silenciador que había dentro y disparó cinco veces a través de la tapa del maletín. A continuación, volvió a meter la pistola en el maletín, salió del coche y se marchó andando, en plena zona comercial.
Frank regresó a la habitación de su hotel, limpió bien la pistola con alcohol isopropílico e hizo lo mismo con el maletín. Chicago había puesto a su disposición un equipo de limpieza para deshacerse del arma, pero Frank no confiaba en nadie para limpiar sus huellas. Tenía motivos para elegir un arma calibre 25: sabía que, después de perforar el maletín barato, las balas tendrían fuerza suficiente para penetrar en el cráneo de Marty, pero no para salir. Un empleado del aparcamiento encontró a Marty como una hora después y pensó que el tío que se había desplomado sobre el volante había tenido un ataque al corazón hasta que vio los cinco agujeros en la cabeza.
Frank se subió a su coche y regresó a través del Mojave, encontró una mina abandonada, destrozó la pistola y arrojó al pozo los restos y el maletín.
Pues sí: es fácil deshacerse de la pistola, pero es más difícil librarse de los recuerdos, que vuelven a salir del pozo de la mina.
En realidad, el asunto de Biancofiore tuvo secuelas enseguida, porque el gordo Herbie Goldstein empezó a gritar por toda la ciudad que le debían setenta y cinco mil dólares, que era mucho menos probable que Marty le pagara, ahora que estaba muerto, y que alguien le debía aquella suma.
—Dile a Garth que se lo pague —dijo Frank a Mike Pella.
—¿Estás de coña?
—Dile que venda uno de sus coches y le pague —dijo Frank—. Dile que lo dice la Máquina.
Donnie Garth pagó a Herbie Goldstein los setenta y cinco mil dólares y así fue como Frank se hizo amigo de Herbie Goldstein.
El gordo Herbie fue a buscar a Frank cuando recibió el dinero de Donnie Garth. En realidad, se subió a un avión, voló hasta San Diego y pidió ver a Frankie Machine. Evidentemente, se encontraron para comer: si estabas con Herbie, estabas comiendo.
Había muchos mafiosos que tenían el sobrenombre de «gordo» —Frank conocía en persona a cinco—, pero ninguno de ellos podría subirse a un balancín con Herbie Goldstein, porque se quedaría en el aire, mirando hacia abajo a los ciento setenta kilos de Herbie, que probablemente estaría chupando una barra de helado.
La cuestión es que Herbie invitó a Frank a comer y le dijo:
—Te has portado muy bien conmigo, haciendo lo que hiciste, y simplemente quería decirte personalmente que te lo agradezco.
—Era lo que había que hacer —dijo Frank.
—No todo el mundo hace lo que hay que hacer —dijo Herbie—, al menos no en esta época.
Herbie pagó la cuenta, que no era moco de pavo, y lo invitó:
—Si alguna vez vas a Las Vegas, te haré pasar un buen rato.
En realidad, Frank no tenía previsto ir a Las Vegas, de verdad que no, pero la invitación le quedó rondando en la cabeza. Cuanto más trabajaba y más horas, y después del sexo obligado e inútil con Patty, las peleas y los silencios, el ofrecimiento de aquel gánster de ciento setenta kilos parecía un canto de sirena.
Por eso, un buen día, después de que un chef lo sacara de sus casillas por una caballa que estaba perfectamente bien, Frank metió un poco de ropa en el coche y se marchó a Las Vegas. Entró en la ciudad y llamó a Herbie por teléfono. Diez minutos después, acomodaba la ropa en una suite del Paladín, por cuenta de la casa. Se dio un baño largo y agradable en la bañera de hidromasaje de la propia habitación, durmió un rato, se levantó, se vistió y fue a encontrarse con Herbie en el vestíbulo.
Herbie iba acompañado de dos modelos de Playboy: Susan y Mandy. Susan, una rubia menudita con una buena pechera, era la de Herbie; Mandy era para Frank. Tenía el cabello castaño brillante hasta los hombros, labios carnosos y cálidos ojos castaños y llevaba un vestido que mostraba un cuerpo digno de ser exhibido. Frank se dijo que era una cita platónica y nada más: una acompañante para beber, cenar y tal vez un espectáculo, para que no se sintiera incómodo con los otros dos.
Pasearon por toda la ciudad y qué manera de pasear.
¡La comida, el vino, los espectáculos! Frank nunca tuvo ocasión de sacar la cartera. Claro que tampoco vio jamás una cuenta, porque nunca la hubo. Herbie dejaba una buena propina y eso era todo. Les dieron las mejores mesas, les enviaron botellas del mejor vino como obsequio de la casa y los invitaron a fiestas en los camerinos después de los espectáculos.
Además, estaban las mujeres. El gordo Herbie Goldstein no era un tío atractivo, aunque se parecía muchísimo a Pavarotti, es decir, si el tenor se hubiese alimentado exclusivamente a base de pasteles durante un par de meses. Tampoco era encantador. En todo caso, Herbie tenía una especie de antiencanto y de allí venía la palabra «repulsivo», suponía Frank. Herbie repelía a casi todo el mundo, con su voracidad, con su falta de modales en la mesa y los ríos de sudor que siempre parecían correrle por las mejillas o acumulársele en las axilas. Llevaba la ropa arrugada y por lo general con manchas de comida; su boca parecía una alcantarilla y la mayoría de la gente de Las Vegas solía cruzar la calle para no toparse con él. Sin embargo, Herbie atraía a las mujeres.
No cabía la menor duda al respecto. Frank no vio nunca a Herbie después del anochecer sin que llevara del brazo a una mujer despampanante. Y no eran prostitutas, sino bailarinas, modelos y chicas de vida alegre. Evidentemente, aceptaban regalos suyos, que a veces eran bastante considerables, como un piso en un complejo residencial o un coche, pero no era solo por el dinero. Realmente parecía que les gustaba estar con Herbie y, a medida que pasaba más tiempo con él, a Frank le pasaba lo mismo.
Pero aquella primera noche…
Regresaron al Paladín a eso de las tres de la madrugada. Cuando Frank fue a despedirse de Mandy, su compañera, ella lo miró con extrañeza.
—¿No te gusto? —le preguntó.
—Me gustas mucho.
—Entonces ¿qué pasa? ¿No te caliento?
Había estado caliente toda la noche.
—Me calientas mucho.
—Entonces vayamos a hacernos sentir bien el uno al otro —dijo ella.
—Mandy, estoy casado.
Ella sonrió:
—Solo es sexo, Frank.
No lo fue.
Después de nueve años de fidelidad matrimonial, los últimos de los cuales habían sido bastante desdichados, nada era «solo sexo». Mandy hizo cosas que a Patty jamás se le habrían ocurrido y que, de ocurrírsele, jamás habría hecho. Frank estaba a punto de empezar su rutina sexual habitual, cuando Mandy lo detuvo y le dijo con dulzura:
—Frank, déjame que te enseñe a complacerme.
Y así fue. Por primera vez en su vida, Frank sintió aquella sensación de libertad con respecto al sexo, que no era una lucha ni una negociación ni una obligación. No era más que puro placer y, cuando despertó por la mañana, quiso sentirse culpable, pero la cuestión es que no fue así. Simplemente se sintió bien.
No le importó que Mandy ya se hubiese levantado y marchado, dejándole apenas una notita, en la que decía que sentía «que se la habían follado muy bien», con una de aquellas caritas sonrientes sobre la firma.
Herbie fue a buscarlo para ir a desayunar.
—Tendrías que probar la comida judía —dijo Herbie cuando Frank iba a servirse huevos con beicon y le pidió un bagel de cebolla con salmón ahumado, queso para untar y una rebanada de cebolla roja.
Era delicioso y el contraste de sabores y texturas —picante, cremoso, suave y crujiente— le resultó una revelación. Herbie sabía lo que decía. Cuando realmente te ponías a hablar con él, resultaba que Herbie sabía mucho de un montón de cosas. Sabía de comida, de vino, de joyas y de arte. Llevó a Frank a su casa y le enseñó su colección de arte y su bodega. Uno no diría que Herbie era un tío culto, de ninguna manera, pero ocultaba algunas sorpresas.
Por ejemplo, los crucigramas. Fue Herbie quien aficionó a Frank a los crucigramas y Herbie era capaz de hacer los del dominical del New York Times con bolígrafo. A veces, Frank pensaba que Herbie ni siquiera tenía que escribir las palabras; era posible que las tuviera todas en la cabeza. Y era un diccionario ambulante, aunque lo curioso era que nunca usaba ninguna de aquellas palabras en sus conversaciones. Jamás.
—Supongo que soy lo que llamarían un «autista inteligente» —le dijo un día que Frank se lo preguntó.
Claro que, cuando Frank buscó en el diccionario «autista inteligente», se dio cuenta de que, seguramente, ningún autista inteligente conocería la expresión.
—¿Te ha ido bien con Mandy? —preguntó Herbie al salir de su bodega, el día después de que Frank hubiese roto sus promesas matrimoniales con adulterios múltiples y creativos.
—Supongo que se puede decir que sí.
—Esta noche nos esperan otras dos chicas —dijo Herbie—. Muy agradables, muy agradables.
Frank se marchó de Las Vegas cinco días después; necesitaba una inyección de vitamina E, pero, por lo demás, se sentía descansado y satisfecho. Volvió muchas veces después de aquella; la mayoría de ellas, como invitado al Paladín, aunque a veces se alojaba en otro sitio y pagaba de su bolsillo, porque no quería abusar de la situación.