23

Corría el verano de 1968, el verano en que Frank regresó de Vietnam.

Pensándolo bien, mientras ve la lluvia que salpica las ventanas de su piso franco, Frank se da cuenta de que ha matado a más hombres para el Estado que para la mafia.

«Y hasta me condecoraron y me dieron de baja con honores».

Frank se cargó a un montón de vietcongs y soldados del ejército norvietnamita durante el período que estuvo en Vietnam. En eso consistía su trabajo: era francotirador y lo hacía de puta madre. Algunas veces sentía que no estaba bien, pero jamás se sintió culpable por eso. Ellos eran soldados, él era soldado y en 1a guerra los soldados se matan entre sí.

Frank nunca aceptó nada de toda aquella gilipollez de Apocalipsis Now. Jamás disparó contra mujeres ni niños ni masacró ninguna aldea ni tampoco vio a nadie que lo hiciera. Él se limitó a matar soldados enemigos.

La Ofensiva del Tet fue hecha para gente como Frank, porque el enemigo salió a hacerse matar. Antes que eso, había habido patrullas frustrantes en la selva, con las que por lo general no se lograba nada, salvo cuando caías en alguna emboscada del vietcong y perdías a un par de hombres, aunque, de todos modos, jamás llegabas a ver al enemigo.

En cambio, en el Tet salieron en masa y fueron abatidos a tiros en masa. Frank fue, él solo, una máquina demoledora en la ciudad de Hué. Los combates puerta a puerta eran perfectos para sus habilidades y Frank se vio involucrado en duelos mano a mano con francotiradores del ejército norvietnamita que a veces duraban días. Fueron batallas de ingenio y habilidad en las que Frank triunfaba siempre.

Al regresar de Vietnam, descubrió que el país que había dejado ya no existía. Disturbios raciales, «enfrentamientos a favor de la paz», hippies, LSD. El ambiente del surf estaba casi muerto, porque muchos de los tíos estaban en Vietnam o estaban jodidos por eso o habían seguido el camino de los hippies y se habían ido a vivir a una comuna en Oregón.

Frank guardó el uniforme y se fue a la playa. Durante muchas semanas, estuvo surfeando casi siempre solo y encendiendo pequeñas hogueras y comiendo al aire libre, tratando de recuperar el pasado, pero no era lo mismo.

En cambio, Patty sí que era la misma. Le había escrito todos los días que él estuvo en Vietnam: cartas largas, simpáticas y llenas de noticias sobre lo que sucedía allí, quién salía con quién, quiénes habían roto, sobre su trabajo como secretaria, los padres de ella y los de él, cualquier cosa. También hablaba de amor, en pasajes apasionados en los que le contaba lo que sentía por él y en lo impaciente que estaba porque él volviera.

Y era verdad, porque, en cuanto sus padres se marcharon de su casa, la «buena chica católica» lo llevó a su habitación y lo arrojó sobre su cama. Claro que no tuvo que empujarlo mucho, recuerda Frank.

«¡Dios mío! La primera vez con Patty…».

Llegaron hasta el límite, como tantas veces en el asiento trasero de su coche, pero aquella vez ella no juntó las piernas ni lo apartó de un empujón, sino que lo guió hacia dentro. Él se sorprendió, pero no puso ningún reparo, evidentemente, y, cuando llegó el momento de salir —demasiado pronto, recuerda él, todo atribulado— ella susurró: «No hace falta. Estoy tomando la píldora».

¡Qué sorpresa! Había ido al médico y había empezado a tomar la píldora, anticipándose a su regreso, le dijo, mientras estaban acostados en su cama después, con la cabeza de ella en el hueco de su axila.

—Quería estar preparada para ti —le dijo y a continuación añadió con timidez—: ¿He estado bien?

—Increíble.

Entonces volvió a empalmarse —«Dios mío, lo que es ser joven», piensa Frank— y lo hicieron otra vez y entonces ella tuvo un orgasmo y dijo que, de haber sabido lo que se estaba perdiendo, lo habría hecho mucho antes.

Patty era buena en la cama: cariñosa, dispuesta, apasionada. Nunca tuvieron problemas con el sexo. Así que Frank volvió con Patty y comenzaron la larga marcha inevitable hacia el matrimonio.

Lo que no era inevitable era el futuro de Frank.

¿Qué haría ahora que había acabado su incursión en la infantería de Marina? Pensó en volver a enrolarse y hacer carrera dentro del cuerpo, pero Patty no quería que volviera a Vietnam y a él no le gustaba la idea de pasar tanto tiempo lejos de San Diego. Su padre quería que entrara en el negocio del atún, pero a él tampoco le apetecía eso. Podría haber ido a la universidad, aprovechando los beneficios de la ley de asistencia a los veteranos, pero no tenía demasiado interés en estudiar nada.

Por consiguiente, fue inevitable que acabara trabajando para la mafia.

No fue nada dramático ni repentino. Simplemente, un buen día Frank tropezó con Mike Pella y fueron a tomar una cerveza y después empezaron a verse a menudo. Mike le habló de su pasado, de que había crecido en Nueva York con la familia Profaci, de que había tenido algún follón allí y entonces lo enviaron al oeste a trabajar para Bap hasta que las cosas se arreglaran. Pero a él le gustaba California y Bap le caía bien, así que había decidido quedarse.

—Después de todo, ¿para qué coño sirve la nieve? —preguntó Mike.

«Para nada», pensó Frank.

Empezó a frecuentar con Mike los clubes donde los mafiosos pasaban el día y aquello no había cambiado, sino que seguía igual, como si el tiempo fuese un continuo. Resultaba tranquilizador y familiar.

«Sobre todo familiar», piensa Frank ahora.

Eran los mismos mafiosos de siempre: Bap, Chris Panno y Mike, por supuesto. Jimmy Forliano tenía un negocio de transporte por carretera en East County y de vez en cuando venía también, pero no había nadie más. Eran un grupito estrecho y bien avenido en lo que, por aquel entonces, seguía siendo una ciudad pequeña.

«Así eran las cosas en San Diego en aquella época —piensa Frank ahora—. No éramos ni siquiera una banda ni una familia bien definida, como las que había en las grandes ciudades de la costa este. Y tampoco pasaba gran cosa».

En San Diego, por lo general tolerante, había un fiscal federal nuevo que le hacía la puñeta a todo el mundo. Había confeccionado una lista de veintiocho cargos contra Jimmy y Bap por alguna gilipollez relacionada con el sindicato de camioneros y complicaba en general la vida a todo lo que tuviera que ver con la delincuencia organizada en la ciudad.

Bap también era socio capitalista en una compañía local de taxis y puso a trabajar a Frank como taxista. En realidad, eran lavadoras sobre ruedas, por la cantidad de dinero que los mafiosos blanqueaban con aquellos taxis. El dinero de los juegos de azar, el de la usura, el de la prostitución: todo iba a parar a las carreras de los taxis.

Y también a los políticos: los concejales del ayuntamiento, los congresistas, los jueces, los policías, lo que se te ocurra. El comisario estrenaba coche nuevo todos los años, por gentileza de la compañía de taxis.

Entonces llegó Richard Nixon. Se presentaba como candidato a la presidencia y necesitaba fondos, pero no habría quedado bien que la mafia de San Diego contribuyera con cheques a la campaña de Nixon, conque el dinero pasaba por la compañía de taxis en cantidades «donadas» por los propietarios y los chóferes. Frank no se habría enterado jamás, de no ser porque una noche vio uno de los cheques en el escritorio del despacho.

—¿Le doy dinero a Nixon? —preguntó a Mike.

—Todos lo hacemos.

—Pero si soy demócrata —dijo Frank.

—Este año no —dijo Mike—. ¿O quieres en la Casa Blanca al cabrón de Bobby Kennedy? El tío ese nos tiene tanta manía que no nos puede ni ver. Además, en realidad ni siquiera es tu dinero, ¿verdad? Así que relájate.

Frank estaba sentado en la oficina de la compañía de taxis con Mike, bebiendo café y hablando de chorradas, cuando llegó la llamada.

—Chicos, ¿estáis dispuestos a subir un peldaño? —preguntó Bap.

Llamaba desde una cabina telefónica. Bap no llamaba nunca desde su casa, porque no era idiota. Lo que solía hacer era llenarse los bolsillos de rollos de monedas de veinticinco centavos y, por la noche, recorrer a pie cuatro manzanas hasta una cabina en Mission Boulevard, desde la cual dirigía su negocio, como si fuese su oficina.

Por lo general se encontraban con Bap en el paseo marítimo entarimado en Pacific Beach, a pocas manzanas de la casa del jefe.

Nadie diría que a un tío como Bap le gustara tanto el mar. Era algo que Frank y él tenían en común, aunque, desde luego, Bap jamás se montaba en una tabla ni salía a nadar, al menos que Frank supiera. No, a Bap simplemente le gustaba mirar el mar. Marie y él solían salir a caminar juntos por el paseo marítimo al atardecer o paseaban por el Muelle de Cristal. Además, su apartamento tenía una bonita vista al mar y Bap solía pararse junto a la ventana a pintar acuarelas, unas acuarelas espantosas.

Tenía docenas de ellas, probablemente muchísimas, y siempre las regalaba, para que Marie no le echara la bronca por llenarle las paredes de pinturas. Bap las regalaba para Navidad, para los cumpleaños, los aniversarios, el día de la Marmota o lo que fuese. Todos los mafiosos tenían alguna. ¿Cómo ibas a negarte? Frank tenía una colgada en la pared de su apartamentito de la calle India: era un velero que se dirigía hacia la puesta del sol, porque Bap sabía que a Frank le gustaban los barcos.

Eso era cierto —a Frank le gustaban los barcos— y por eso aquella acuarela resultaba más lamentable, porque ninguna embarcación debería padecer lo que Bap le hizo a aquel barco. Sin embargo, Frank la tenía colgada en la pared, porque nunca se sabía cuándo se le iba a ocurrir a Bap pasar por ahí y Frank no quería herir sus sentimientos.

No pasaba nada, porque todavía no estaba casado. Por lo general, las esposas de los mafiosos casados los obligaban a meter las pinturas de Bap en un armario o algo así, porque los casados solían ser miembros de la familia y, según el protocolo, incluso en un lugar tan informal como San Diego, ni siquiera un capo podía presentarse en su casa sin avisar antes por teléfono. Y había habido algunas sustituciones de pinturas en el último momento, cuando se producía la llamada telefónica, y los tíos tenían que salir corriendo a buscar una de las espantosas acuarelas de Bap para colgarla en el salón antes de que sonara el timbre de la puerta.

La cuestión es que, cuando era un asunto corriente, se encontraban en la playa, pero aquel día Bap los citó en el zoo, frente al terrario, para hablar de un tío llamado Jeffrey Roth.

—¿Quién? —preguntó Mike.

—¿Has oído hablar de Tony Star? —preguntó Bap, con la cara apretada contra el cristal, mirando fijamente a una cobra escupidora.

—Claro que sí —dijo Mike.

Todo el mundo había oído hablar de Tony Star. Era un chivato de Detroit cuyo testimonio había hecho desaparecer a la mitad de la familia de aquella ciudad. Rocco Zerilli, Jackie Tominello y Angie Vena estaban en chirona por culpa de Tony Star. Los periódicos hicieron su agosto con el titular: «Tony Star, testigo estrella».

—Ahora figura como «Jeffrey Roth» en el Programa de Protección de Testigos —dijo Bap y se puso a dar golpecitos en el vidrio, tratando de provocar a la cobra—. ¿Creéis que se podría conseguir que uno de estos bichos te escupiera?

—No creo que les guste que hagas algo así —dijo Frank.

Lo lamentaba por la serpiente, que no se metía con nadie. Bap lo miró como si le faltara un tornillo y Frank comprendió. Es probable que a «ellos» tampoco les gustara que Bap matara gente, robara camiones y se dedicara a la usura y a los juegos de azar, de modo que era probable que él no dejara de dar golpecitos en un vidrio del zoo. Al contrario, Bap siguió golpeando el vidrio y después preguntó:

—¿A que no sabéis dónde vive Star ahora? En Mission Beach.

—¡No jodas! —dijo Mike.

Que un chivato viviera en su propio vecindario era una especie de insulto personal.

Frank y Mike habían tenido muchas conversaciones sobre el tema de los chivatos. Era lo peor que se podía ser en el mundo, lo más bajo que se podía caer.

—Tienes que saber resistir —había dicho Mike—. Todos somos adultos y conocemos los riesgos. Si te pillan, mantienes la boca cerrada y cumples tu condena.

Frank había estado totalmente de acuerdo.

—Preferiría morir antes que entrar en ese programa —había dicho.

Y ahora un tío que había metido entre rejas a la mitad de la familia de Detroit andaba dando vueltas y pasándoselo bien en Mission Beach.

—¿Cómo lo han localizado? —preguntó Mike.

La cobra escupidora se había enrollado formando una pelota y parecía dormida. Bap se dio por vencido y se acercó a la víbora bufadora de la jaula siguiente, que estaba enroscada en la rama de un árbol y parecía peligrosa.

—Por un secretario del Ministerio de Justicia que Tony Jacks tiene comprado —dijo Bap, mientras golpeaba la jaula de la víbora. Se sacó del bolsillo un papelito y se lo pasó a Frank. La nota contenía una dirección en Mission Beach—. Detroit quería enviar a sus propios hombres, pero yo me opuse: es una cuestión de honor.

—¡Joder! Claro que sí —dijo Mike—. Nuestro territorio es cosa nuestra.

—Y vale veinte de los grandes —dijo Bap.

La víbora bufadora golpeó el cristal y Bap dio un salto hacia atrás como de un metro y medio, lo que le hizo perder las gafas. Frank contuvo la carcajada mientras las levantaba, se las limpió en la manga y se las devolvió a Bap.

—Serán astutos estos cabrones —dijo Bap, cogiendo las gafas.

—Se camuflan —dijo Mike.

Frank y Mike fueron a comprarse ropa extravagante para parecer turistas y se registraron en un motel de Kennebec Court, en Mission Beach. Se pasaban la mayor parte del tiempo espiando a través de las persianas venecianas el piso de Tony Star, en el complejo residencial situado al otro lado del bulevar de Mission.

—Parecemos polis —dijo Mike la primera noche que pasaron allí.

—¿Por qué te lo parece?

—Porque esto es lo que suelen hacer, ¿no es cierto? —preguntó Mike—. ¿Operaciones de vigilancia?

—Supongo que sí —dijo Frank.

Fue la primera vez que sintió pena por los polis, porque las operaciones de vigilancia eran aburridísimas. Añadían un significado totalmente nuevo a la palabra «tedio». Pasar el tiempo allí sentados bebiendo café malo, turnándose para ir al Kentucky Fried Chicken, al McDonald’s o al restaurante de comida mexicana más cercano y comer sobre el regazo en hojas de papel grasiento. Lo que aquella basura estaba haciéndole a sus tripas era algo que solo podía suponer, pero en cambio sí que sabía lo que le estaba haciendo a las tripas de Mike, porque la habitación era pequeña y, cuando Mike abría la puerta para salir del cuarto de baño… En cualquier caso, Frank comenzó a sentir lástima por los polis.

Él y Mike se turnaban y uno de ellos vigilaba junto a la ventana mientras el otro aprovechaba para dormir un poco o para ver algún programa malo por televisión. Solo se tomaban un descanso cuando Star salía: todas las mañanas, a las siete y media, salía a correr.

Lo descubrieron la primera mañana, cuando Star salió por la puerta principal del edificio con un chándal púrpura y zapatillas deportivas y se puso a hacer estiramientos contra los pasamanos de la escalera del edificio.

—¿Qué coño hace? —preguntó Mike.

—Sale a correr —dijo Frank.

—A ver si sale a correr de una puta vez —dijo Mike.

—Tiene buen aspecto —comentó Frank.

Star tenía muy buen aspecto. Estaba bronceado, llevaba el cabello negro cortado a la navaja y bien peinado hacia atrás y estaba delgado. Decidieron que solo uno de ellos lo siguiera y Mike se encargó de hacerlo. Regresó una hora después, sudoroso e indignado.

—El muy cabrón —vociferó Mike— sale a correr por el puerto deportivo como si no le importara nada. Pasa revista a las tías, observa los barcos, aprovecha el sol y mantiene el bronceado. El hijoputa se da la gran vida, mientras sus amigos están en chirona. Te digo una cosa: deberíamos hacerle daño a ese malparido antes de borrarlo del mapa.

Frank estaba de acuerdo —Star tendría que sufrir por lo que había hecho—, pero aquellas no eran las órdenes y Bap lo había dejado muy claro: lo quería «rápido y limpio». Entrar, hacer el trabajo y salir.

Para Frank, cuanto antes, mejor. A Patty no le había gustado nada que se marchara así.

—¿Adónde vas? —había preguntado.

—Venga, Patty.

—¿Para qué? ¿Por qué?

—Negocios.

—¿Qué clase de negocios? —había insistido—. ¿Por qué no me lo puedes decir? Seguro que te vas de juerga con tus amiguetes…

«Menuda juerga —pensaba Frank—. Compartir una habitación de motel barata con Mike Pella, escuchar los ruidos que hacía en el lavabo, tragarse el humo de su cigarrillo, oler sus gases, pasar hora tras hora aburrido mirando por la ventana, tratando de establecer unos hábitos en la vida lamentable de un soplón».

Porque allí estaba la clave: en conocer los hábitos. Bap se lo había explicado así:

—Uno acaba adquiriendo hábitos —le había dicho—. A todos nos pasa. La gente es previsible y, cuando puedes prever lo que alguien va a hacer y cuándo lo va a hacer, es fácil encontrar la oportunidad. Rápido y limpio, entrar y salir.

Ya sabían que salía a correr por el puerto deportivo todas las mañanas. Mike quería hacerlo entonces:

—Nos conseguimos un chándal para maricones, vamos corriendo tras él y le volamos la cabeza. Ya está.

Pero Frank no estaba de acuerdo. Demasiadas cosas podían salir mal. Uno, Mike y él haciendo footing llamarían tanto la atención como unos osos polares en una sauna. Dos, quedarían sin aliento y es muy difícil disparar con precisión cuando estás sin aliento, incluso desde cerca. Tres, habría demasiados testigos potenciales. Así que tenían que pensar alguna otra cosa.

El problema era que Star no les brindaba demasiadas alternativas. Llevaba una vida muy aburrida, previsible como la muerte y los impuestos, pero muy rigurosa. Salía a correr por las mañanas, volvía a su casa, se duchaba (supuestamente) y se cambiaba de ropa y tenía un puesto en una compañía de seguros, donde trabajaba de diez a seis. Después regresaba a pie a su piso y se quedaba allí hasta que salía a correr otra vez a la mañana siguiente.

—Este hijo de puta es un rollazo —decía Mike—. No va a ningún club, ni sale de copas, ni se liga a ninguna tía. ¿Se pasará las noches allí sentado, machacándosela? Lo más emocionante que le pasa en la vida es la noche de la pizza.

Los jueves por la noche, a las ocho y media, Star se hace enviar una pizza.

—Te adoro, Mike.

—¿Te estás enamorando de mí?

—La noche de la pizza —dijo Frank—, el tío llama por el interfono y Star lo hace pasar.

Aquello fue un martes, de modo que se relajaron un poco durante un par de días, trataron de pasar inadvertidos y esperaron al jueves: el día de la pizza. El miércoles por la noche encargaron una en el mismo sitio, se la comieron y guardaron la caja.

Al día siguiente a las ocho y veinticinco en punto, Frank estaba en la puerta de entrada del bloque de pisos de Star con la caja de la pizza en la mano. Mike estaba en la calle, en el coche auxiliar, preparado para sacarlos a los dos de allí y para interceptar al tío de la pizza con cualquier chorrada, si hacía falta. Frank tocó el timbre y gritó por el interfono:

—Pizza, señor Roth.

Un segundo después sonó el zumbido y Frank oyó el clic metálico del portal al abrirse. Entró en el edificio, recorrió el vestíbulo hasta el piso de Star y tocó el timbre.

Star abrió una rendija, sin sacar la cadena de la puerta. Frank oyó el zumbido de un aparato de televisión.

«Conque esta es la gran vida que se pega el soplón —pensó Frank—: darse el gusto de comer una pizza mirando la caja tonta».

—Pizza —repitió Frank.

—¿Y el chaval de siempre? —preguntó Star.

—Está enfermo —dijo Frank, esperando que el asunto no se fuera a pique. Se preparó para abrir la puerta de una patada, pero Star la abrió antes. Tenía el dinero en la mano: un billete de cinco dólares y dos de uno.

—Seis cincuenta, ¿no? —preguntó Star, mientras le alargaba los billetes.

Frank se metió la mano en el bolsillo, como si estuviera buscando un par de monedas de veinticinco centavos.

—Quédate con el cambio —dijo Star.

—Gracias.

«Cincuenta centavos de propina —pensó Frank—. Ningún mafioso que se precie en el mundo entero daría cincuenta centavos de propina. No me extraña que sea un chivato».

Frank entregó a Star la caja de pizza y, cuando el tío tuvo las manos ocupadas, lo metió dentro de un empujón, cerró la puerta de una patada y extrajo la pistola calibre 22 con el silenciador.

Star trató de salir corriendo, pero Frank le apuntó a la nuca y disparó. Star cayó hacia delante y chocó contra la pared. Frank pasó por encima del cuerpo de Star, que estaba tendido boca abajo y le apuntó a la nuca.

—Chivato —dijo Frank.

Apretó el gatillo tres veces más y se marchó. En total había tardado alrededor de un minuto. Frank se subió al coche. Mike puso la primera y se alejaron.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Mike.

—Bien —dijo Frank.

—Eres una máquina —dijo Mike, sonriendo—: «Frankie Machine».

—¿No era ese el nombre de aquel tío que interpretaba Sinatra en el cine? —preguntó Frank.

El hombre del brazo de oro —dijo Mike—. Era yonqui.

—Estupendo.

—En cambio, tú —dijo Mike— eres el hombre de la mano de oro: Frankie Machine.

El nombre le quedó.

Bajaron por la calle Ingraham hasta el cauce de alivio. Frank se apeó, destrozó la pistola contra unas rocas y arrojó los trozos al agua. Después dejaron el coche auxiliar en el aparcamiento de un centro comercial en Point Loma, donde había otros dos esperándolos. Frank se subió al suyo y fue al centro, dejó el coche y cogió un taxi al aeropuerto y, desde allí, otro taxi para volver a su casa.

Aquello no tuvo ninguna consecuencia.

La policía de San Diego pasó bastante del caso, con lo cual envió su propio mensaje a los federales: «Si ponéis un chivato en nuestro territorio sin avisarnos, ¿qué queréis que hagamos?».

En realidad, lo cierto es que los chivatos no le gustaban a nadie, si siquiera a la pasma, que subsiste gracias a ellos.

Frank se levantó a la mañana siguiente, se hizo café y encendió la televisión. En la pantalla apareció la cocina de un hotel de Los Ángeles.

—¿Qué? ¿Te sorprende? —le preguntó Mike más tarde.

—Un poco.

—A mí lo único que me sorprende es que no pasara antes.

«Así son las cosas —pensó Frank—. A Bobby le pegan dos tiros en la cabeza y a Nixon le envían cheques».

Hubo muchos festejos en la oficina de taxis cuando Nixon fue elegido. Una de las primeras cosas que hizo el nuevo presidente fue transferir al fiscal federal de San Diego, que estaba presionando demasiado a la mafia.

Se dejaron de lado las acusaciones contra Bap, aunque Forliano fue a chirona. Aparte de eso, todo volvió a ser como antes.

Frank y Mike se repartieron dos mil dólares por el trabajo de Tony Star. Con su parte, Frank compró un anillo de compromiso.