Dave Hansen camina por la playa. La arena húmeda parece un mármol oscuro y reluciente y la lluvia fría le acribilla la cara.
«Teniendo tres mil kilómetros de costa —piensa—, la corriente tenía que traer el cuerpo flotando a territorio federal y en un día como este. Literalmente, ha llegado a donde acaba Estados Unidos. Point Loma es el último punto del territorio continental del país, justo en el límite».
Por poco no llega. Unos cuantos metros más allá y el cadáver habría sido un problema mexicano. En torno al cuerpo se congregan un puñado de marinos del destacamento de guardacostas y unos cuantos policías de San Diego.
—No lo hemos tocado —dice a Dave el sargento de policía, contento como unas castañuelas—. Esta es tu jurisdicción.
—Gracias —responde Dave.
En realidad, a los polis de San Diego les cae bien Hansen, que es bastante amable, para ser del FBI. El sargento dice:
—No tenemos noticias de ningún desaparecido, que es lo que suele pasar cuando hay un ahogado. He preguntado también a los guardacostas y no saben nada.
—No murió ahogado —dice Dave—. No está cianótico.
Cuando alguien se ahoga, aunque haya estado en el agua pocos minutos, la piel adquiere una coloración azulada horrible.
Quien la haya visto, no la olvida jamás. Dave se pone en cuclillas junto al cadáver, le abre la chaqueta y encuentra un gran orificio de entrada donde estaba el corazón. Sigue buscando y encuentra el otro orificio de entrada en el estómago.
Quienquiera que haya matado a aquel desconocido le disparó a la barriga y después le puso la pistola en el pecho y lo liquidó. Aunque haya pasado en el agua una cantidad indeterminada de horas, las quemaduras de la pólvora en su ropa son inconfundibles.
—Probablemente, un contrabando de drogas que ha acabado mal —dice el sargento.
—Probablemente —dice Dave y sigue revisando la ropa del individuo. Quien le disparó se llevó también su identificación: ni cartera, ni reloj, ni anillo, nada de nada. Dave observa detenidamente el rostro de la víctima o, mejor dicho, lo que queda de él después de que los peces le hayan picoteado los ojos. No lo reconoce —no esperaba hacerlo—, pero hay algo en él que le resulta vagamente familiar.
Un ligero recuerdo o un viejo sueño que la corriente ha traído, como la madera que el mar arrastra hasta la playa. Es extraño.
«Sin embargo, todo el día ha sido extraño —piensa Dave—. Debe de ser el clima, como si estos frentes de alta presión hicieran que todo y todos se volvieran un poco locos y la gente hiciera cosas raras que normalmente no haría».
Como Frank Machianno, por ejemplo.
Frank está en el puesto de carnada todas las mañanas como un reloj desde que Dave tiene memoria, pero hoy no se ha presentado. Además, a pesar de ser asiduo de la «hora de los caballeros» desde hace más que Dave, no aparece para disfrutar de las mejores olas del año.
Dave pensó que estaría enfermo y lo llamó a su casa, para hacerle la puñeta con las olas fabulosas que se estaba perdiendo, pero nadie respondió. Probó con su teléfono móvil y la misma historia. Entonces regresó a la tienda de carnada y vio que el chaval, Abe, la estaba cerrando.
—Me lo ha dicho Frank —le informó Abe—. Dijo que me tomara unas vacaciones.
—¿Te ha dicho Frank que te tomaras unas vacaciones?
—Es lo que yo pensé —dijo Abe—. Me dijo que me fuera a casa por unos días.
—¿Dónde queda tu casa?
—En Tijuana —dijo Abe, señalando al sur, como diciendo: «¿Dónde iba a ser?».
Entonces Dave fue en coche a la casa de Frank. La furgoneta y el mercedes estaban en el garaje y la casa parecía cerrada, pero no había rastros de Frank.
Sin duda, ha sido un día extraño.
El cadáver de alguien asesinado, que, según todas las normas de las mareas y las corrientes normales tendría que haber llegado a la deriva hasta la costa de la Baja California, por el contrario logra colarse en la última punta de Estados Unidos.
Cuando Dave se enteró de que había un cadáver en el agua, temió que se tratara de Tony Palumbo. El testigo estrella de la Operación Aguijón G ha vivido durante años camuflado como gorila en el Hunnybear’s y tenía que reunirse con Dave aquella mañana a primera hora, pero no se presentó y no aparecía por ninguna parte, y un hombre que pesa casi doscientos kilos no suele pasar desapercibido.
De modo que Tony Palumbo es 441 y Frank desaparece sin dejar rastros.