Frank se aleja de la ventana, se dirige al teléfono y llama a la tienda de carnada. El chaval, Abe, responde al primer llamado.
—Frank, ¿estás bien? Hoy, cuando llegué, la tienda estaba cerrada.
—¿Sabes qué, Abe? —dice Frank—. Cerremos unos cuantos días.
Después de un silencio incrédulo, Abe pregunta:
—¿Cerrar?
—Sí, después de todo, con la tormenta no vamos a trabajar gran cosa —dice Frank—. Nos tomamos unos cuantos días libres. Te llamo cuando quiera volver a abrir. ¿Por qué no te vas a Tijuana a ver a tu madre y a tu padre o algo así?
Abe no se lo hace repetir.
Patty va a ser un hueso más duro de roer.
—Patty, soy Frank.
—Te conozco la voz.
—Patty, he estado pensando y hace mucho que no vas a ver a tu hermana, ¿verdad?
La hermana de Patty, Celia, y su esposo se trasladaron a Seattle hace diez años, siguiendo a la industria aeroespacial. Tienen, una casa —¿dónde era?— en Bellingham, tal vez.
—Frank, si tú odias a mi hermana.
—Ve a visitarla, Patty —dice Frank—, y vete hoy.
Ella repara en el tono de su voz.
—¿Estás bien, Frank?
—Estoy bien —dice Frank—. Solo necesito que te vayas.
—Frank…
—Estoy bien —repite Frank.
—¿Cuánto tiempo tengo que estar fuera?
—Todavía no lo sé —dice Frank—. No mucho. Sube y haz la maleta.
—Estoy arriba.
—Entonces haz la maleta.
—¿Frank?
—¿Qué? —responde él con brusquedad, porque no quiere hablar mucho por teléfono, por si la línea está pinchada.
—Cuídate mucho, ¿sabes? —dice ella—. Te quiero.
—Yo también te quiero.
La llamada siguiente es para Donna.
—Leche desnatada, doble ración de espresso —dice ella cuando le reconoce la voz—, por favor.
—Escúchame —dice Frank— y, para variar, haz exactamente lo que te digo, sin protestar ni pedir explicaciones. Cierra la tienda, vete a casa, haz la maleta y coge un avión a Hawai. La Isla Grande, Kauai, da igual, pero vete. Hoy mismo. Llévate el móvil. No le digas a nadie adónde vas y no regreses hasta que yo te lo diga y no me refiero a que recibas un mensaje mío, sino a que te lo diga yo en persona. ¿Me harás caso?
Se produce un silencio mientras ella asimila todo aquello y después dice simplemente:
—Sí.
—Estupendo, gracias. Te quiero.
—Yo también te quiero —dice ella—. ¿Te volveré a ver?
—Por supuesto.
«Ya me lo han pegado», piensa.
Llama a Jill y le responde el contestador: «¿Qué tal? Me he ido a esquiar a Big Bear. ¿No te da envidia? Deja un mensaje y te llamaré cuando regrese». Prueba con su teléfono móvil y le responde un mensaje muy parecido.
«Está bien —piensa—. Estará a salvo en Big Bear. Aunque “ellos”, quienesquiera que sean, quieran encontrarla, no podrán seguirle el rastro allí. Las personas que quiero están a salvo. Eso está bien en sí y, además, me da libertad de movimiento. Es hora de largarse».
Mete la escopeta y un poco de ropa en una bolsa de deporte, se pone una pistolera para la calibre 38, se enfunda en un impermeable y se dirige a la puerta. Coge un taxi para ir al centro, va a Hertz e, identificándose como Sabellico, alquila un ford Taurus de aspecto indefinido. Conduce hacia el norte, por la autopista de la costa del Pacífico, en dirección a Los Ángeles.