10

Al primero que mató fue a un tío que ya estaba muerto. Aquello fue lo raro del asunto.

«En realidad, todo el asunto fue raro —piensa ahora, mientras mira caer la lluvia en el exterior—. Todo aquel asunto de la mujer de Momo».

Marie Anselmo estaba como un camión.

«Así la habrían descrito allá por 1963 —piensa Frank—. Ahora los chavales se habrían limitado a decirle “tía buena”, pero la idea era la misma».

Marie Anselmo estaba buena y era menuda. Bajita, pero con un buen par de tetas, ceñidas en aquella blusa, y unas piernas torneadas que conducían los ojos de aquel Frank de diecinueve años hasta un culo que se la ponía dura en un santiamén.

«La verdad es que no me costaba mucho —recuerda Frank—. Cuando tienes diecinueve años, cualquier cosa te la pone tiesa».

«Se me ponía dura por la mañana de camino a la escuela —le dijo una vez a Donna—, dando botes en el coche. Durante dos años, tuve una aventura con un buick modelo 1957».

Vale, pero Marie Anselmo no era un buick, sino puro Thunderbird, con aquel cuerpo, aquellos ojos oscuros y los labios carnosos, y esa voz insinuante que hacía que Frank se subiera por las paredes, aunque ella solo le estuviera indicando dónde girar.

En realidad, eso era lo único que Marie solía decirle a Frank, cuyo trabajo en aquella época consistía en llevarla a todas partes en el auto de Momo, porque Momo estaba demasiado ocupado cobrando el dinero de las apuestas u ocupándose de su garito para llevar a su mujer a la compra, a la peluquería, al dentista o a donde fuere.

A Marie no le gustaba quedarse en casa.

—Yo no soy como esas esposas italianas comunes y corrientes —le dijo a Frank un día, cuando hacía más de dos meses que él le hacía de chófer—, dispuesta a quedarse en casa, parir bebés como churros y preparar la pasta. A mí me gusta salir.

Frank no respondió. En primer lugar, porque estaba tan empalmado que habría podido cortar piedras, de modo que la mayor parte de la sangre que tenía en el cuerpo no se concentraba en la parte encargada del habla, y, en segundo lugar, porque quería conservar la sangre dentro de su cuerpo y aquello podía llegar a constituir un problema si se ponía a hablar de cualquier cosa de índole personal con la esposa de un mafioso.

No era algo que se hiciera, ni siquiera en la cultura mafiosa más que informal de San Diego, donde la mafia casi no existía.

Por el contrario, dijo:

—¿Vamos a Ralph’s, señora A?

Él sabía que sí, aunque Marie no iba vestida como visten la mayoría de las mujeres para ir al supermercado. Aquel día, Marie llevaba un vestido ceñido, con los tres botones superiores desabrochados, medias negras y un collar de perlas en torno al cuello, que atraía la mirada precisamente hacia su escote.

«Como si el escote no bastara por sí solo», pensó Frank, mirándolo con disimulo, mientras se preguntaba si llevaría un sujetador negro con aquel vestido.

Cuando él entró en el aparcamiento de Ralph’s y frenó el coche en una de las plazas, a ella se le subió el vestido al apearse y él echó una miradita a aquellos muslos blancos, en contraste con las medias negras. Ella se bajó el vestido y le sonrió.

—Espérame —le ordenó.

«Esta noche seguro que tengo una larga pelea con Patty en el aparcamiento de Ocean Beach», pensó él.

Llevaba casi un año saliendo con Patty y lo máximo que había conseguido era tocarle apenas una teta por encima de la blusa, si lo hacía pasar por un roce accidental. Patty también tenía un buen par, pero su sujetador parecía un fuerte y, en cuanto a la parte de abajo, mejor olvidarse, porque no iba a pasar nada.

Patty era una buena chica italiana y una buena católica; empañaba las ventanas con sus besos de lengua, porque llevaban un año de novios, pero nada más, aunque decía que le gustaría hacerle la paja que él siempre le pedía.

—Me pican los huevos y me hacen daño.

—Cuando nos comprometamos —le decía ella—, te la meneo.

«Esta noche va a ser larga —pensaba Frank mientras miraba a la señora A cruzar el aparcamiento—. Cómo se había hecho con aquello un tío tan feo como Momo Anselmo era una pregunta para la posteridad».

Momo era uno de esos tíos flacuchos y medio encorvados con cara de sabueso, así que Marie no podía haberse enamorado de él por su pinta, ni por su dinero tampoco, porque a Momo le iba bien, pero no fenomenal. Tenía una casita bonita y el cadillac de rigor y dinero suficiente para lucirse en público, pero no era Johnny Roselli o ni siquiera Jimmy Forliano. Momo era un tío importante en San Diego, pero todo el mundo sabía que en realidad San Diego se manejaba desde Los Ángeles y Momo tenía que pagar un buen pizzo a Jack Drina, aunque decían que el capo de Los Ángeles se estaba muriendo de cáncer.

Sin embargo, Momo le caía muy bien a Frank y por eso no le gustaba andar codiciando a su mujer. Momo le estaba dando una oportunidad, dejándolo entrar, aunque fuera como chico de los recados, pero así es como comenzaban la mayoría de ellos, por eso a Frank no le importaba ir por el café y las rosquillas, o los cigarrillos, o lavar el descapotable de Momo o ni siquiera llevar a su mujer en coche al supermercado. Al menos no tenía que entrar con ella y empujar el carrito —eso no se le pedía ni a un aprendiz de mafioso—, así que la esperaba en el coche, escuchando la radio. Aunque Momo se quejaba de que le descargaba la batería, en realidad no tenía por qué enterarse.

Aquello era mucho mejor que romperse el culo trabajando en los atuneros, que es lo que habría tenido que hacer si Momo no le hubiese dado una oportunidad; era lo que hacía el padre de Frank y su padre antes que él y el padre de su padre antes. Los italianos habían llegado a San Diego y habían arrebatado a los chinos el negocio de la pesca de atún y eso era lo que seguían haciendo la mayoría de ellos y lo que Frank había hecho desde que fue lo bastante mayor como para palear carnada.

Trabajaba al aire libre a bordo de un atunero antes de la salida del sol, mojado y con frío, hundido hasta el culo en un agujero lleno de carnada maloliente o, peor aún, limpiando los imbornales. Cuando se hizo mayor, lo promovieron a manejar las redes; cuando su viejo calculó que era capaz de empuñar un cuchillo sin cortarse una mano, lo puso a limpiar el pescado y, cuando él se quejó de lo asqueroso y lo roñoso que era, el viejo le dijo que por eso le convenía acabar el instituto.

Entonces Frank le hizo caso y acabó los estudios. ¿Qué se suponía que hiciera a continuación? Aparentemente, sus opciones eran la infantería de Marina o la flota atunera. No quería seguir en los barcos de atún ni que le raparan la cabeza en el campamento de entrenamiento para reclutas de la Marina. Lo que de verdad quería era perder el tiempo en la playa, hacer surf, conducir de un lado a otro de la autopista, tratar de perder la virginidad y seguir surfeando.

¿Y por qué no? Eso es lo que hacían todos los jóvenes de San Diego en aquella época: surfear con los amigos, pasear en coche por ahí e ir detrás de las chicas.

Simplemente quería ser uno de los tíos que trataban de encontrar la forma de continuar la buena vida, y la salida no eran ni el atunero ni la infantería de Marina, sino Momo.

Al viejo no le gustaba. ¿Cómo le iba a gustar? Su padre era de la vieja escuela: tienes que conseguir un empleo, trabajar mucho, casarte y mantener a tu familia y se acabó la historia. Aunque en San Diego no había demasiados mafiosos, los que había no le gustaban nada al viejo y Momo tampoco.

—Nos dan mala fama —decía.

Y no decía nada más, porque ¿qué más iba a decir? Frank sabía perfectamente por qué los compradores de pescado le pagaban a su padre un precio justo, por qué lo que pescaba se descargaba cuando todavía estaba fresco y por qué los camioneros lo llevaban directamente a los mercados. De no ser por los Momos que había en el mundo, los civiles buenos, honrados y trabajadores de la comunidad comercial habrían esquilmado a los pescadores italianos como a una puta de dos dólares en un donkey show en Tijuana. ¿Qué fue de los estibadores cuando trataron de conseguir un salario digno y organizaron un sindicato sin tener a los mafiosos para protegerlos? Que la pasma los machacó y los abatió a tiros y la sangre corrió por la Calle 12 como un río que desemboca en el mar: ¡eso fue lo que pasó! Sin embargo, no ocurrió lo mismo con los italianos, y no por lo mucho que trabajaban —claro que lo hacían— para mantener a sus familias.

Por eso, cuando Frank empezó a pasar menos tiempo en el barco y no se enroló en la infantería de Marina, sino que se alistó con Momo, el viejo se quejó un poco pero, en general, no dijo nada. Frank ganaba dinero, pagaba el alojamiento y la comida y la verdad es que el viejo no quiso saber más detalles.

En realidad, los detalles eran bastante aburridos, hasta que pasó aquello con la esposa de Momo.

Todo empezó bien. Un día, Frank andaba dando vueltas por ahí cuando salió Momo y le dijo que lavara el descapotable y lo encerara, porque tenían que ir a la estación de tren a buscar a un invitado muy especial.

—¿A quién? ¿Al Papa? —preguntó Frank, porque en aquella época se consideraba un tío gracioso.

—Mejor —dijo Momo—: Al capo.

—¿DeSanto?

Finalmente había muerto Jack Drina y el nuevo capo, Al DeSanto, se había hecho cargo de Los Ángeles.

—Será el señor DeSanto para ti —dijo Momo—, en caso de que abras la boca, aunque mejor no la abras, a menos que te pregunte algo directamente; pero sí, el nuevo rey viene de visita a las provincias.

Frank no estaba seguro de saber lo que quería decir Momo, pero pilló el tono, aunque tampoco estaba muy seguro de hacerlo bien.

—¡Dios! ¿Voy a llevar al capo?

—Tú vas a sacarle brillo al coche para que yo lleve al capo —dijo Momo—. Yo lo llevaré al restaurante y tú vas a ir a buscar a Marie y la vas a llevar después.

«Después de que ellos hablen de negocios», supuso Frank.

—Y vístete como es debido —agregó Momo—, en lugar de ir siempre de surfero.

Frank se vistió bien. Primero lustró el coche hasta dejarlo brillante como un diamante negro; después fue a su casa, se duchó, se restregó la piel hasta hacerse daño, volvió a afeitarse, se peinó y se puso el único traje que tenía.

—¡Mira qué guapo! —dijo Marie cuando le abrió la puerta.

«¿Guapo yo? Tú sí que estás guapa», pensó Frank.

Llevaba un vestido de fiesta con un escote que le llegaba casi hasta los pezones y debía de llevar un sujetador sin tirantes que le aumentaba los pechos, abundantes de por sí. No pudo evitarlo y se los quedó mirando fijamente.

—¿Te gusta el vestido, Frank?

—Está bien.

Ella rió, fue a su tocador, dio otra calada a su cigarrillo y bebió otro trago del martini que sudaba sobre la mesa. Algo en su manera de actuar indicó a Frank que no era el primer trago de la noche. No estaba borracha, pero tampoco estaba sobria. Se volvió otra vez hacia él para ofrecerle la visión completa, se acomodó el cabello con mechas para que le cayera perfectamente sobre el cuello, cogió su bolsito negro y dijo:

—¿Te parece que ya habrán acabado de hablar de negocios?

—No lo sé, señora A.

—Puedes llamarme Marie.

—No, no puedo.

Ella volvió a reír.

—¿Tienes novia, Frank?

—Sí, señora A.

—Es verdad —dijo—, la chavalita de Garafalo. Es guapa.

—Gracias.

—No es mérito tuyo —dijo—. ¿Se deja?

Frank no supo qué decir. Si una chica se dejaba, uno no lo decía y, si no se dejaba, tampoco. En cualquier caso, no era asunto de la incumbencia de la señora A. ¿Por qué lo preguntaría?

—Mejor vamos al club, señora A.

—No hay prisa, Frank.

«Sí que la hay», pensó Frank.

—¿Acaso una chica no se puede acabar su copa? —preguntó, haciendo un mohín con aquellos labios carnosos.

Alargó la mano, cogió la copa y bebió un sorbo, sin apartar los ojos de los de él, y fue como si se la chupara. Nunca le habían hecho una mamada, pero había oído hablar de eso. En realidad, aquello parecía una escena de uno de los libros guarros que solía leer, con la diferencia de que, por leer aquellos libros, no corría peligro de que lo mataran y en cambio por esto sí. Ella acabó su bebida, lo miró con intensidad, volvió a reír y dijo:

—Está bien: vámonos.

A él le temblaba la mano cuando abrió la puerta. Ella se dio cuenta y se puso un poco más contenta. En el trayecto hacia el club, ninguno de los dos dijo nada.

Aquel era el club nocturno más caro de la ciudad.

Momo no podía llevar al capo de Los Ángeles a un sitio que no fuera el mejor; además, el club pertenecía a un amigo suyo —en realidad, era amigo de los dos—, de modo que les dieron una mesa grande, junto al escenario, y la mayoría de los mafiosos de San Diego estaban allí con sus esposas; aquella noche habían dejado a sus amigas en sus casas, con órdenes estrictas de lavarse el pelo o de hacer lo que les diera la gana, salvo aparecer por las inmediaciones del club. Frank sabía que aquella era una visita oficial para dejar claro que DeSanto era el nuevo capo de Los Ángeles y, por lo tanto, también de San Diego.

Sin embargo, DeSanto no había traído a su esposa y el puñado de hombres que lo acompañaban tampoco. Estaban en la mesa Nick Locicero, el lugarteniente de DeSanto, y también Jackie Mizzelli y Jimmy Forliano, todos tíos de bandera que esperaban echarse un polvo aquella noche. Frank se alegró de no tener que ocuparse de aquello, aunque sabía que ya estaba todo organizado: que algunas de las camareras que servían el cóctel ya habían aceptado irse con aquellos tíos después de la fiesta, aunque tenían que mantenerse alejadas de la mesa mientras tanto.

Y Frank igual. Él tampoco esperaba sentarse a la mesa. Sabía que estaba como treinta y siete peldaños más abajo en aquella escalera y que su misión consistía en quedarse en un extremo de la habitación por si Momo levantaba la vista como si necesitara algo.

Momo estaba sentado en el centro de la mesa, junto a DeSanto, por supuesto, pero DeSanto no hablaba con Momo, sino con Marie.

Seguro que estaba diciendo algo divertido, porque Marie se reía con ganas y se inclinaba hacia él, dejándole ver buena parte de su delantera.

DeSanto miraba también, sin molestarse siquiera en disimularlo, y ella le daba muchas oportunidades y se inclinaba para que él le encendiera un cigarrillo y para que oliera su perfume, y se acercaba mucho, fingiendo que no lo oía por la música y el ruido de la conversación. Frank lo observaba y no podía creer lo que estaba viendo.

Había normas acerca de los mafiosos y sus mujeres, distintas series de normas para hermanas, primas, amantes y esposas. Uno no trataba a la gumar de un mafioso de la forma en que DeSanto se comportaba con la esposa de Momo y, si la novia de un tío coqueteaba con otro de la manera en que lo hacía la señora A con DeSanto, aquella novia se estaba buscando una buena paliza en cuanto regresara a casa.

«Hasta para un capo hay normas —pensaba Frank».

Un capo podía tener ciertos privilegios, pero aquel no era uno de ellos. De modo que Frank estaba cabreado por Momo y también tenía que reconocer que estaba un poco celoso.

«Joder —pensó Frank—, si hace dos horas me estaba haciendo insinuaciones a mí».

Entonces se sintió culpable por pensar así sobre la mujer de Momo. La miró reír otra vez, sacudiendo la pechuga, y vio que DeSanto se acercaba a su cuello y le susurraba algo al oído. Ella abrió mucho los ojos y sonrió y después, en broma, le dio una palmada en la mejilla y él sonrió también.

«DeSanto no está mal —pensó Frank—. No será Tony Curtis, pero tampoco es Momo. —Llevaba gafas con una montura negra gruesa y el cabello canoso engominado hacia atrás, con un pequeño pico entre las dos entradas, pero no era feo—. Y debe de ser encantador —pensó Frank—, porque la señora A está encantada, sin duda».

Momo no parecía tan encantado. Estaba que trinaba. No era tan estúpido como para demostrarlo, pero a aquellas alturas Frank lo conocía bastante bien y estaba seguro de que estaba furioso.

Frank sentía la tensión procedente de toda la mesa: todos los tíos bebían mucho y reían demasiado fuerte y las esposas… En fin, que las esposas estaban muy irritadas. No era fácil saber si estaban más furiosas con DeSanto o con la señora A, pero tenían el cuello rígido de no querer mirar, aunque no podían apartar los ojos de la escenita, y se inclinaban y cuchicheaban entre ellas, como suelen hacer las esposas; no hacía falta mucha imaginación para saber de qué hablaban.

Cuando Momo se levantó para ir al lavabo, uno de los tíos de San Diego, Chris Panno, fue con él. Frank esperó a que entraran, se acercó lentamente por el pasillo y se quedó fuera.

—Es tu jefe.

—Jefe o no jefe, ¡hay unas normas! —dijo Momo.

—Baja la voz.

Momo bajó un poco la voz, pero, de todos modos, Frank lo oyó decir:

—Los Ángeles se mea en nosotros. Directamente se mea en nosotros.

—Si estuviera aquí Bap… —Frank oyó decir a alguien.

—Bap no está aquí —dijo Momo—. Bap está en chirona.

Frank sabía que se referían a Frank Baptista, que había sido lugarteniente en San Diego hasta que lo condenaron a cinco años por tratar de sobornar a un juez. Frank no lo había visto nunca, pero había oído hablar mucho de él. Había sido un matón legendario desde la década de 1930. Era imposible saber la cantidad de tíos que había enviado al hoyo.

—Jack no habría permitido una cosa así —decía Momo.

—Jack ha muerto y Bap está en chirona —dijo Panno—. Las cosas han cambiado.

—Bap saldrá pronto —dijo Momo.

—Pero no saldrá esta noche —dijo Chris Panno.

—Esto no está bien —dijo Momo.

Entonces Frank vio que Nick Locicero venía por el pasillo.

«Joder, ¿qué hago?».

Sin pensarlo mucho, entró en el lavabo de hombres. Los otros lo miraron como preguntándole «¿qué coño haces tú aquí?».

—Ejem… —dijo Frank y sacudió la cabeza en dirección al pasillo—, Locicero.

Los tíos lo miraron por un instante y después compusieron la cara. Entró Locicero.

—Parecemos tías —comentó—, todas yendo al lavabo de niñas al mismo tiempo…

Todos rieron.

—¿O será que es el lavabo de niños? —preguntó Locicero mirando a Frank

—Ya me iba —dijo Frank.

—Si has venido a echarte una meada, échala —dijo Momo a Frank.

Frank lo pasó muy mal. Se abrió la cremallera, se colocó ante el orinal, pero no salía nada; de todos modos, hizo como que sí, la sacudió y se la volvió a meter. Sintió alivio al ver que los hombres se estaban lavando las manos cuidadosamente y que nadie se fijaba en él.

—Bonita fiesta —decía Locicero.

—Parece que el capo se lo está pasando bien —dijo Momo.

Locicero lo miró, tratando de averiguar si lo decía en serio o en broma; al final dijo:

—Sí, creo que sí.

Frank solo quería largarse y se dirigió a la puerta.

—Frankie —lo llamó Momo.

—Dime.

—¡Lávate las manos! —dijo Momo—. ¿Qué pasa? ¿Te han criado los lobos?

Frank se sonrojó, mientras los demás reían. Retrocedió, se lavó las manos y había vuelto a llegar a la puerta cuando Momo dijo:

—Chaval, que no entre nadie más, ¿me oyes?

«Dios —pensó Frank mientras se colocaba de guardia en el pasillo—. ¿Qué irá a pasar ahí dentro?».

En cierto modo esperaba oír disparos, pero solo oyó voces.

—Momo, hemos venido a pasarlo bien… —decía Nicky Locicero.

—¿Te parece bien lo que está pasando ahí fuera?

—Hace mucho que aquí vais a la vuestra —dijo Locicero— y ya es hora de que aceptéis otra vez un poco de control.

—Cuando Jack…

—Jack ya no está —dijo Locicero— y el tío nuevo que está ahí fuera quiere que entendáis que lo que tenéis aquí no es una familia, sino que solo sois una pandilla más de Los Ángeles, que solo queda a ciento sesenta kilómetros por carretera, nada más; quiere vuestro respeto.

Entonces intervino Chris Panno:

—Si quiere respeto, Nick, primero tiene que mostrarlo él. Lo que está pasando ahí fuera no está bien.

—No te diré que no —dijo Locicero.

Un hombre se acercó por el pasillo para ir al servicio de hombres, pero Frank se interpuso en su camino

—No puede entrar aquí.

El tío era civil y no entendió nada.

—¿Cómo dice?

—Está estropeado.

—¿Todos?

—Sí, todos. Yo le aviso, ¿de acuerdo?

Por un momento, pareció que el tío no estaría de acuerdo, pero Frank era un chaval grandote y se le notaban los músculos bajo la chaqueta, conque dio media vuelta y se marchó. Frank oyó que Locicero decía:

—Mira, Momo, con todo respeto, pero tu señora ha bebido demasiado. Haz que tu chaval la lleve a casa y así no habrá problemas.

—Pero es que hay un problema, Nick —dijo Momo—, cuando este tío que pide respeto trata a nuestras esposas como si fueran prostitutas.

—¿Qué quieres que te diga, Momo? Es el jefe.

—Hay normas —dijo Momo.

Salió del lavabo, cogió a Frank por el codo y le dijo:

—La señora A se va a casa y tú te la llevas.

«¡Hostia!», pensó Frank.

—Dile al aparcacoches que traiga el coche —dijo Momo.

Frank tuvo que atravesar el salón principal para salir. Miró la mesa y vio que DeSanto estaba diciéndole algo al oído a la señora A, pero ella ya no reía. Las manos del capo no estaban encima de la mesa. Frank no podía verlas debajo del largo mantel blanco, pero podía suponer dónde estarían: en su entrepierna.

Cinco minutos después, Momo sacaba a la señora A del club a rastras. Frank salió y sostuvo abierta la puerta para que ella saliera.

—Eres un gilipollas —dijo ella a Momo.

—Estúpida hija de puta, sube al coche.

La empujó dentro y Frank cerró la portezuela.

—Llévala a casa y quédate con ella hasta que yo vuelva —le dijo Momo.

Frank se limitó a desear que no tardara mucho. Marie no dijo ni una palabra en el trayecto de vuelta, ni una sola. Encendió un cigarrillo y estuvo dándole caladas, de modo que el coche se llenó de humo. Al llegar a la casa de Momo, él salió corriendo y le abrió la portezuela y ella caminó bastante rápido hasta su propia puerta y esperó allí con impaciencia, mientras él introducía con torpeza la llave en la cerradura de la puerta principal.

Cuando consiguió abrirla, ella dijo:

—No tienes por qué entrar, Frankie.

—Momo ha dicho que sí.

Ella le echó una mirada rara.

—Entonces supongo que es mejor que le hagas caso.

Dentro, ella se dirigió directamente al mueble bar y empezó a prepararse un manhattan.

—¿Quieres uno, Frankie?

—Soy demasiado joven para beber.

Faltaban dos años para que pudiera beber bebidas alcohólicas, según la ley.

—Apuesto a que no eres demasiado joven para otras cosas, ¿verdad? —dijo ella, sonriendo.

—No sé a qué se refiere, señora A.

Lo sabía perfectamente y estaba muerto de miedo. Estaba metido en un aprieto: si se levantaba y se marchaba, que era lo que quería hacer, tendría un problema grave, pero, si se quedaba allí y la señora A seguía haciéndole insinuaciones, el problema sería peor.

Se estaba esforzando por encontrar una salida, cuando ella dijo:

—Momo no me puede follar, ¿sabes?

Frank no sabía qué decir. Jamás había oído a ninguna mujer decir «follar» y mucho menos lo que le estaba diciendo la señora A.

—Es capaz de follarse a cualquier puta barata de San Diego y de Tijuana —continuó—, pero no puede follarse a su mujer. ¿Qué te parece?

«Podrían matarme por el mero hecho de oírlo —es lo que le parecía a Frank—. Si Momo supiera que lo sé, me dejaría seco para que no pudiera decírselo a nadie más. Aunque en realidad Momo no tiene de qué preocuparse, porque jamás se lo voy a decir a nadie, ni siquiera a mí mismo. No importa, de todos modos. Si Momo supiera que yo sé que no se acuesta con su mujer, me mataría solo porque no podría mirarme a los ojos».

—Una mujer tiene necesidades —decía Marie—. ¿Sabes lo que quiero decir, Frankie?

—Supongo que sí.

Aparentemente, Patty no las tenía.

—Supones que sí. —Parecía enfadada.

Frank calculó que no debía de estar demasiado enfadada, porque empezó a bajarse el vestido del hombro izquierdo.

—Señora A…

—Señora A —lo remedó—. Ya sé que me has estado mirando las tetas toda la noche, Frankie. No están mal, ¿verdad? Tendrías que tocarlas.

—Me voy, señora A.

—Pero Momo te dijo que te quedaras.

—De todos modos, me voy, señora A —dijo. Podía ver la parte superior de su pecho dentro del sujetador negro. Era redondo, blanco y hermoso, pero él estiró la mano hacia el pomo de la puerta, pensando: «Si te cepillas a la mujer de un mafioso, lo que hacen es cortarte los huevos y hacértelos tragar. Y eso, antes de matarte».

Esas eran las normas.

—¿Qué pasa, Frankie? —preguntó ella—. ¿Acaso eres de la acera de enfrente?

—No.

—Seguro que sí —dijo la señora A—. Me parece que eres mariquita.

—No lo soy.

—¿Tienes miedo, Frankie? ¿Es eso? —preguntó—. No volverá hasta dentro de varias horas. Ya sabes cómo son estas cosas. Es probable que esté con alguna pingorra.

—No tengo miedo.

Ella suavizó la cara.

—¿Eres virgen, Frankie? ¿Es eso? Vamos, chavalín, que no hay nada que temer. Te haré sentir tan bien. Te enseñaré todo. Te enseñaré a satisfacerme, no te preocupes.

—No es eso. Es que…

—¿No te parezco guapa? —preguntó y su voz se volvió cortante—. ¿O piensas que soy demasiado vieja para ti?

—Es usted muy guapa, señora A —dijo Frank—, pero me tengo que ir.

Estaba girando el pomo de la puerta cuando ella dijo:

—Si te marchas, le diré que lo hiciste. De todos modos, me llevaré una paliza, así que le diré que me follaste hasta hacerme gritar. Le diré que me echaste un polvazo.

Frank aún recordaba la escena —¿cuánto tiempo habría pasado?— como cuarenta años después: él de pie con la mano en el pomo de la puerta y la barbilla contra el pecho, pensando: «¿Qué está diciendo esta tía mamada? ¿Que si no le doy un revolcón le va a decir a su marido que lo hice?».

Pero, si se lo doy…

«Estoy muerto de cualquiera de las dos formas», pensó.

Frank sintió el pánico que le invadía el pecho mientras miraba a aquella tía que estaba como un camión, Marie Anselmo, allí de pie con medio vestido fuera, llevándose una copa de manhattan manchada de pintalabios a los labios carnosos, mientras su perfume lo envolvía como una nube erótica y mortal.

Lo que lo salvó fue que se abriera la puerta.

Ella se dio la vuelta y volvió a subirse el vestido justo cuando Momo entraba en la habitación. No tenía buen aspecto: lo habían sacudido.

Nicky Locicero lo metió en la habitación de un empujón y le dijo que se sentara en el sofá. Momo obedeció, porque Locicero tenía una calibre 38 en la mano. Locicero miró a Frank y le dijo:

—Trae un poco de hielo para tu jefe.

Frank fue a buscar el cubo de hielo que había en el mueble bar.

—¡Cubitos de hielo! —dijo Locicero—, del congelador, capullo. En la cocina.

Frank fue rápidamente a la cocina, sacó una cubitera del congelador y volcó unos cuantos cubitos en el fregadero. Sacó un paño de cocina de un cajón, metió el hielo dentro del trapo y lo enrolló. Cuando regresó al salón, Al DeSanto estaba allí, con una sonrisita en su cara de tontaina.

Marie no sonreía. Se había quedado allí como si ella misma fuera un trozo de hielo, congelada y totalmente sobria.

Frank se sentó en el sofá junto a Momo y sostuvo el hielo contra el ojo hinchado.

—Puede hacerlo él solo —dijo Locicero.

Frank lo oyó, pero no le prestó atención. Siguió sujetando el paño contra el ojo de Momo. Un hilo de sangre bajó por el paño y Frank lo giró para que no llegara al sillón.

—Tenemos un asunto pendiente —dijo DeSanto a Marie.

—Que no —dijo Marie.

—No estoy de acuerdo —dijo DeSanto—. No se puede jugar así con un hombre y después dejarlo en la estacada. Eso no está bien.

La cogió de la muñeca.

—¿Dónde está el dormitorio?

Ella no respondió y él le plantó una bofetada en toda la cara. Momo intentó levantarse, pero Locicero le apuntó la pistola a la cara y Momo volvió a sentarse.

—Te he hecho una pregunta —dijo DeSanto a Marie, con la mano levantada otra vez.

Ella señaló una puerta que daba al salón.

—Así está mejor —dijo DeSanto. Se volvió hacia Momo—. Simplemente le voy a dar a tu mujer lo que ella quiere, paisan. Espero que no te importe.

Con una mirada lasciva, Locicero clavó la pistola en la sien de Momo. Momo sacudió la cabeza. Frank se dio cuenta de que estaba temblando.

—Ven, cariño —dijo DeSanto.

La llevó a la puerta del dormitorio y la hizo entrar de un empujón; después entró él y empezó a cerrar la puerta, pero cambió de idea y la dejó entornada.

Frank lo vio echar a Marie sobre la cama, boca abajo; lo vio cogerla por el cuello con una mano y arrancarle el vestido con la otra. La vio arrodillada en la cama con la ropa interior negra, mientras DeSanto le bajaba las bragas y se abría la bragueta. El tío ya estaba empalmado y se la clavó de golpe. Frank la oyó resoplar y vio cómo se agitaba su cuerpo bajo el peso de DeSanto.

—Te lo has buscado, Momo —dijo Locicero—, por irte de la lengua.

Momo no dijo nada; simplemente apoyó la cabeza en sus manos. Burbujas de mocos y sangre le caían de la nariz. Locicero le puso el cañón de la pistola bajo la barbilla y le levantó la cara, para que tuviera que ver.

DeSanto había dejado la puerta abierta para que Momo tuviera que verlo tirando del pelo de Marie hacia atrás y montándola con fuerza. Frank también lo vio. Vio el rostro de Marie, con el pintalabios corrido y la boca torcida en una expresión que Frank no había visto nunca. DeSanto le tiraba del pelo con una mano y le magreaba los pechos con la otra; gruñía por el esfuerzo y llevaba las gafas ladeadas, porque el sudor hacía que se le deslizaran por la nariz.

—Esto es lo que buscabas, ¿no es cierto, zorra? —preguntó DeSanto—. Dilo.

Le levantó la cabeza de un tirón.

—Sí —murmuró ella.

—¿Cómo?

—¡Sí!

—Di: «Fóllame, Al».

—¡Fóllame, Al! —gritó Marie.

—Pídemelo por favor. Di: «Por favor, fóllame, Al».

—Por favor, fóllame, Al.

—Así está mejor.

Frank vio cómo empujaba la cara de ella contra el colchón y le levantaba el culo para poder metérsela con más fuerza. Realmente arremetía contra ella y Frank oyó que Marie empezaba a hacer ruidos. No sabía si eran de placer, de dolor o de las dos cosas, pero Marie se puso a gemir y después a chillar y Frank vio que sus deditos se aferraban al cubrecama mientras ella gritaba.

—Por Dios, Momo —dijo Locicero—, tu mujer es una salida.

DeSanto se corrió y se retiró. Se limpió con el vestido de ella, se subió la bragueta y se bajó de la cama. Miró a Marie, que seguía tumbada boca abajo en la cama, respirando agitadamente, y le dijo:

—La próxima vez que quieras más de lo mismo, nena, ya sabes dónde encontrarme.

Volvió a entrar en el salón y preguntó:

—¿Habéis oído cómo se corría la zorra?

—Caray, claro que sí —respondió Locicero.

—¿La has oído tú, Momo?

Locicero empujó a Momo con la pistola.

—La oí —dijo Momo y después preguntó—: ¿Por qué no me matas de una vez?

A Frank le pareció que estaba a punto de vomitar.

DeSanto bajó la mirada hacia Momo:

—No te mato, Momo, porque quiero que sigas ganando dinero. Lo que no quiero de ninguna manera son más paridas en San Diego. Lo que es mío es mío y lo que es tuyo es mío. Capisce?

Capisce.

—Muy bien.

Frank lo miraba fijamente. DeSanto se dio cuenta y preguntó:

—¿Qué pasa, chaval? ¿Algún problema?

Frank sacudió la cabeza.

—Ya me parecía. —DeSanto volvió a mirar al dormitorio—. Si quieres lugartenientes chapuceros, allá tú, Momo. A mí me da igual.

Él y Locicero echaron a reír y se marcharon. Frank se quedó sentado en estado de shock. Momo se puso de pie, abrió un cajón de un aparador, extrajo un pequeño revólver calibre 25 de aspecto siniestro y se dirigió a la puerta. Frank se oyó decir a sí mismo:

—Te matarán, Momo.

—Me importa un pimiento.

Marie estaba de pie en el corredor, apoyada en la jamba de la puerta, con el vestido todavía bajado, el maquillaje corrido por toda la cara —parecía un payaso loco— y el cabello todo enmarañado:

—No eres un hombre —dijo—. ¿Cómo permitiste que me hiciera eso?

—Te gustó, zorra.

—¿Cómo puedes…?

—Te hizo acabar.

Levantó la pistola.

—Momo, ¡no! —gritó Frank.

—La hizo correrse —dijo Momo y le disparó.

—¡Dios mío! —gritó Frank, cuando el cuerpo de Marie giró y cayó al suelo como un tirabuzón.

Quiso embestirlo y quitarle el arma, pero estaba demasiado asustado. Entonces Momo se alejó un paso de él, se apoyó la pistola en la cabeza y dijo:

—Yo la amaba, Frankie.

Frank contempló aquellos ojos tristes de sabueso durante un segundo; después Momo apretó el gatillo. Su sangre salpicó la cara sonriente de Kennedy.

«Es curioso —piensa Frank ahora— que eso sea lo que recuerdo más que nada: la sangre sobre John Kennedy».

Después, cuando mataron a Kennedy, no le llamó tanto la atención. Fue como si ya lo hubiese visto.

Marie Anselmo sobrevivió; resultó que Momo le había dado en la cadera. Ella se revolcaba en el suelo gritando mientras Frank, desesperado, llamaba a la policía. La ambulancia se llevo a Marie y los detectives se llevaron a Frank. Les dijo casi todo lo que había visto, es decir: que Momo había disparado a su mujer y después a sí mismo. No mencionó a Al DeSanto ni a Nicky Locicero y sintió alivio cuando después se enteró de que Marie tampoco había dicho nada sobre su violación. Si los polis de San Diego estaban hechos polvo por el suicidio de Momo, lo ocultaron de lo más bien, a menos que las carcajadas fueran su manera de expresar su dolor.

Marie pasó varias semanas en el hospital y le quedó una cojera casi imperceptible, pero sobrevivió. Por respeto a Momo, Frank solía llevarle comestibles a su casa y, cuando se recuperó lo suficiente, siguió llevándola al supermercado.

Sin embargo, después de aquello, Frank se desilusionó. Todo lo que Momo le había enseñado sobre la cosa nostra —el código, las normas, el honor, la «familia»— era pura chorrada. Después de ver su puñetero honor aquella noche en la casa de Momo, volvió a trabajar en los atuneros.

«Y probablemente aquella habría sido mi vida —piensa ahora, mirando por la ventana al océano gris y las cabrillas—, de no ser porque, seis meses después, apareció nada menos que Frank Baptista».